“Mi bisabuela parecía estar siempre rodeada de miembros de su inmensa familia”, relató el duque de Windsor.
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La gran familia de la reina Victoria, un experimento real que conquistó Europa
La monarca odiaba ser madre y dejó la educación de sus nueve hijos en manos de su consorte, el príncipe Alberto. Deseaban que su prole fuera un ejemplo de virtudes y moralidad. ¿Lo consiguieron?
La reina Victoria de Gran Bretaña y su consorte el príncipe Alberto fueron dos amantes apasionados que sentían el uno por el otro una atracción física inusitada en la realeza del siglo XIX. Sin embargo, aparentemente no entendían el significado de la planificación familiar. El resultado fue nueve niños nacidos entre 1840 y 1857. Alberto, un príncipe alemán inteligente y ambicioso, estaba decidido a darle un buen uso a esta floreciente prole. Él y Victoria estaban unidos en el deseo de que no solo debían ser una familia modelo, amorosa y feliz, sino que también sentarían un ejemplo moral que redefiniría la realeza y sería la base de una gran familia que se extendería por toda Europa.
Desde el momento de su matrimonio con Victoria en 1840 hasta su prematura muerte, 21 años después, el influyente príncipe corsorte tuvo como propósito proteger y fortalecer a la monarquía británica en un momento en que la agitación política amenazaba y la revolución arrasaba Europa. Alberto creía que, para sobrevivir y prosperar, la realeza debería presentarse como una familia respetable, unida y amorosa. Como dice la historiadora Miranda Carter: “Es como si Alberto y Victoria trataran de llegar a sus súbditos de clase media y dijeran ‘mira, somos como tú, confía en nosotros'». Pero, por supuesto, la familia real no era como la clase media. Vivían en una burbuja cortesana donde las tensiones y las hostilidades se agravaron de a poco y los nueve niños eran adulados desde el momento en que nacían. Sin embargo, al mismo tiempo se esperaba que estos jóvenes fueran niños modelo, completamente obedientes a sus padres. Una tensión intolerable.
Infancias problemáticas

Una vida familiar tensa no fue algo sorprendente, dadas las experiencias propias de la pareja. Victoria y Alberto, de hecho, fueron producto de infelices infancias. La educación del príncipe en Alemania se había visto ensombrecida por la ruptura del matrimonio de sus padres. Su padre, el duque de Saxe-Coburg-Saalfield fue un mujeriego recalcitrante que prestó poca atención a sus hijos. Alberto creció con la determinación de, llegado el momento, ser un padre modelo y todo lo que su padre no era. Pero cuando se convirtió en padre, el problema fue que no tenía ningún ejemplo a seguir. Victoria, también, tuvo mucho contra qué reaccionar, ya que su padre murió pocos meses después de su nacimiento y creció completamente aislada en el Palacio de Kensington bajo el control de su dominante madre, la duquesa viuda de Kent.
Como era de esperar, dada la atracción física de la pareja, su primer hijo nació nueve meses después de su boda: se trató de la princesa Victoria, también conocida como “Vicky”. La reina estaba ocupada con sus deberes como monarca y podía dedicarle poco tiempo a su bebé, viéndola solo dos veces al día. Un año después, nació el príncipe Alberto Eduardo, el futuro rey, conocido como Bertie y titulado príncipe de Gales. La reina ahora tenía un heredero, el primer príncipe varón de la monarquía después de 60 años: «Nuestro niño pequeño es un niño maravillosamente fuerte y grande», escribió con orgullo. «Espero y rezo para que sea como su papá».
Con la sucesión razonablemente segura, muchos pensaron que Victoria y Alberto no tuvieran más hijos, pero en los próximos cinco años nacieron otros tres hijos: Alicia, Alfredo y Helena. Si bien la reina Victoria dio a luz a muchos hijos, odiaba estar embarazada, y los historiadores han sugerido que puede haber sufrido de depresión postparto. Comparó el embarazo con sentirse como “una vaca” y escribió que “un bebé feo es un objeto muy desagradable, incluso el más bonito es espantoso cuando está desnudo”. Tampoco quería amamantarlos, encontrando todo el proceso repulsivo. Por lo tanto, una nodriza fue empleada para todos sus hijos mientras Victoria volvía a entregarse a su consorte. El resultado fueron cuatro niños más: Luisa, Arturo, Leopoldo y Beatriz. La reina logró tuvo nueve bebés sanos que superaron la edad de 17 años, una hazaña física tremenda, y peligrosa dada las altas tasas de mortalidad materna de esa época.
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La familia real, un modelo de virtudes

La pareja real se puso a trabajar poniendo en acción su plan para tener una familia real modelo. Bajo los reyes de la Casa de Hannover, la monarquía había gozado de muy mala reputación, desgarrada por enfrentamientos y escándalos sexuales. Ahora, en innumerables pinturas y fotografías, Victoria y Alberto fueron mostrados al público en armoniosos retratos familiares. Hoy son un hermoso registro, si no uno estrictamente verdadero, del desarrollo de la familia real victoriana. La mecánica propagandísitca funcionó y Victoria se mostró encantada: «Dicen que ningún soberano nunca fue más amado que yo (me atrevo a decirlo), y esto se debe a nuestro feliz hogar y al buen ejemplo que presenta”, escribió.
En una ruptura de las convenciones de la época, Victoria se dedicó a tareas de gobierno mientras que Alberto asumió la responsabilidad de la educación de los niños y la organización de la casa real. Era un padre amoroso, especialmente con las princesas, pero Victoria fue mucho más distante y contenida. Observó atentamente a Alberto tomar el control de todos los aspectos del desarrollo de los niños y le dio total libertad para su educación. Al principio, el príncipe encontró esta tarea satisfactoria y estimulante, apelando a su sentido como experto en comportamiento humano: “Ciertamente hay un gran encanto, así como un profundo interés, en observar el desarrollo de los sentimientos y las facultades en un niño pequeño”, comentó una vez.
Educando a los príncipes

Hijo de una estricta educación alemana, el príncipe Alberto desarrolló un programa educativo punitivo para que sus hijos se convirtieran en príncipes modelo, aunque sin tener en cuenta las habilidades intelectuales. Según Baron Stockmar, su asesor, el régimen le daría a cualquier niño fiebre cerebral. “Los principales objetivos aquí”, estableció el príncipe, “son su desarrollo físico, la formación real, el entrenamiento para la obediencia”. El castigo corporal era el centro de este entrenamiento y los niños con frecuencia recibían “un castigo real con latigazos” si se salían de la rutina y el mismo Alberto golpeaba los dedos de sus hijos durante las lecciones de piano cuando tocaban las notas equivocadas.
También había instrucción sobre modales y, a medida que los niños crecieron, lecciones en los idiomas de las cortes reales de Europa, especialmente en alemán y francés. Además recibieron clases en latín, geografía, matemáticas y ciencias. Afortunadamente, Vicky, la hija mayor, era extremadamente inteligente y superó muy bien el estricto régimen educativo del palacio de Bucingham. Comenzó clases de francés a los 18 meses de edad y todavía era muy pequeña cuando hablaba latín y leía a William Shakespeare. Naturalmente, dada la herencia de sus padres, también hablaba alemán con fluidez, lo que le sería útil en su futura vida como emperatriz de Alemania.
La reina respaldó completamente el plan de su marido. Ella lo idolatraba y le decía a sus hijos que “ninguno de ustedes estará lo suficientemente orgulloso de ser hijo de tal padre, quien no tiene su igual en este mundo”. En el fondo, Victoria deseaba que todos sus hijos varones se parecieran al príncipe consorte, pero fracasó en su intento. Rezó para que “Bertie” creciera y se pareciera a su querido padre “angelical” en todos los aspectos, tanto en cuerpo como en mente. Pero el heredero resultó ser, en todos los aspectos, todo lo contrario de su padre.
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Desde temprana edad, Bertie se negó obstinadamente a ajustarse al plan educativo de su padre, encontró difícil el aprendizaje y le costaba mucho concentrarse. La intensa presión sobre el joven príncipe de Gales produjo una reacción negativa. Su tutor, Frederick Gibbs, recordó las frecuentes rabietas de la escuela durante las clases de aritmética con el Príncipe de Gales: «Se apasionó, el lápiz fue arrojado al final de la sala, el taburete fue expulsado”.
Alberto estaba seguro de que su hijo mayor resultó ser un tonto. Victoria se quejó de su “ociosidad sistemática, su pereza y su desprecio de todo”, y consultó con un frenólogo para conocer el estado del cerebro de Bertie. Su diagnóstico confirmó todo lo que temían: “La débil calidad del cerebro hará que el Príncipe sea altamente excitable… los órganos intelectuales están moderadamente bien desarrollados. El resultado será una fuerte voluntad propia, a veces la obstinación”. Alberto estaba perplejo y consternado, y llegó a sospechar que sus hijos estaban sufriendo por su herencia Estuardo.
Bodas reales, el as bajo la manga

Con el paso del tiempo, ocho de los niños se casaron con príncipes y princesas europeos. La primera en irse fue la princesa Vicky, la mayor, quien se casó con el kronprinz Federico de Prusia. Ambos padres se sintieron devastados por perder a su hija de 17 años, especialmente a Alberto, quien escribió que “la punzada de despedida fue grande en todos lados, y el vacío que Vicky ha dejado en nuestro hogar y nuestro círculo familiar se sentirá durante mucho tiempo”. Pero el deber dinástico tuvo que anular el sentimiento humano, y su hija favorita fue llevada a una vida nueva y desconcertante en la corte prusiana.
Alberto siguió adelante, desesperado por realizar su visión de la familia real y en 1860 organizó el matrimonio dinástico del Príncipe de Gales con la princesa Alejandra de Dinamarca. En un mundo cambiante, fue crucial que esto se describiera como una alianza diplomática valiosa (como lo fue), y una pareja de amor. El príncipe de Gales, sin embargo, ya era conocido como un bon vivant. Dedicó su juventud al placer, para desesperación de sus padres, y en 1861, cuando asistió a un campo de entrenamiento con los guardias granaderos en Dublín, sus compañeros oficiales hicieron arreglos para que una “dama de virtud fácil” se acercara a él por la noche. La historia fue conocida por todos y provocó en Alberto una respuesta furiosa, casi histérica.
Alberto, que se sintió fracasado, le advirtió a Bertie que que “las consecuencias para este país y para el mundo en general serían demasiado terribles”. Enfermo y febril, el consorte viajó para reunirse con su hijo en Cambridge para sacarlo de su mal camino. El hijo se disculpó y el padre lo perdonó, pero el viaje a Windsor enfermó al príncipe consorte. En diciembre de 1861, de solo 42 años, murió. El dolor de la reina Victoria fue tan grande que dominaría a su familia y a la nación durante las próximas décadas. Y, por supuesto, culpó a su hijo mayor, Bertie, por la muerte de su amada. Durante años, apenas pudo soportar siquiera mirarlo.
Con Alberto también murió la idea de criar hijos perfectos. “A medida que los hijos crecen, como regla general, se convierten en una decepción”, escribió la reina. “Su principal objetivo es, precisamente, hacer lo que sus padres no desean, y con frecuencia mientras menos vigilados y cuidados son, mejor resultan” La deprimida Victoria hizo desde entonces lo mejor que pudo, confiando en su posición como reina y su carácter dominante para hacer que sus hijos se inclinen a su voluntad. En este sentido, tuvo éxito y sus muchas cartas muestran que era, aunque egocéntrica y controladora, una madre amorosa, mucho más de lo que había sido cuando Alberto vivía. Lo cierto es que los hijos de Alberto y Victoria crecieron bastante bien, e incluso el mujeriego Bertie llegó a ser un monarca exitoso y con grandes habilidades diplomáticas que aseguraron la popularidad de la familia real británica.
[Este artículo es un extracto del ensayo “Queen Victoria’s children”, publicado por el documentalista británico Denys Blakeway en la revista History Extra en septiembre de 2016]