La vida trágica de Estefanía de Bélgica: la princesa que no pudo ser emperatriz

Fue una víctima toda su vida: utilizada como instrumento político de su padre para posicionar a la monarquía belga en el mapa europeo, fue despreciada por su esposo y su familia política en la corte de Viena. Tras la misteriosa muerte del consorte, perdió toda esperanza de ser emperatriz.

Estefanía Clotilde Louise Hermine Marie Charlotte nació el 21 de mayo de 1864 en el Castillo de Laeken, la residencia de la familia real de Bélgica a las afueras de Bruselas. Era la tercera hija del entonces príncipe heredero del trono belga, Leopoldo, después de la princesa Luisa y un príncipe también llamado Leopoldo. Por entonces, reinaba en el país su abuelo, Leopoldo I, quien a su muerte un año más tarde dejaría el trono al padre de Estefanía, Leopoldo II.

Como futuro heredero al trono, su hermano menor disfrutó de toda la atención de su orgulloso padre, especialmente después de su ascenso al trono en 1865, mientras Estefanía y Louise tienen que prescindir del cariño de sus padres y fueron sometidas a una dura educación. Pero el ambiente en la corte de Bruselas se volvió aún más amargo para Estefanía cuando su hermano murió en 1869. Leopoldo II ha perdido a su único hijo y el nacimiento de una tercera hija, Clementina, amargó más la existencia de Leopoldo II.

Desde entonces, Leopoldo II solo tuvo dos objetivos en su vida: expandir su dominio personal en el Estado Libre del Congo y usar a sus hijas como peones en el tablero de ajedrez de la política matrimonial internacional. En 1875 hizo su primer movimiento al casar a la princesa Luisa con su sobrino, el príncipe alemán Felipe de Sajonia-Coburgo y Gotha, un matrimonio verdaderamente desgraciado. Para Estefanía, Leopoldo II tenía planes aún mayores: su hija se convertirá en la segunda emperatriz que la casa real belga propiciaba después del trágico reinado de su hermana, Carlota, en México.

Aparece Rodolfo

En marzo de 1880, el archiduque (y príncipe heredero) Rodolfo de Austria llegó a Bruselas por invitación de Leopoldo II. Era el hijo mayor del emperador Francisco José y la excéntrica y hermosa emperatriz Isabel, más conocida como “Sissi”. Cuando conoció a Estefanía, el archiduque le escribe a su madre que ha encontrado lo que estaba buscando y poco después le pidió matrimonio, para el deleite de Leopoldo II: ¡su hija algún día será emperatriz de Austria!

La boda fue programada para principios de 1881 y Estefanía dejó Bruselas para emprender su viaje la esplendorosa Viena y así prepararse para su nueva vida. Pronto, los cortesanos notan un problema: la joven, además de fea,era terriblemente ingenua. Tiene apenas 16 años y aún no ha llegado a la pubertad, y nadie se había encargado de darle instrucciones sobre relaciones humanas, clave para cumplir con su papel dentro de la dinastía Habsburgo.

Las ceremonias se pospusieron y Estefanía regresó a Bruselas por un tiempo. El 10 de mayo de 1881, resultó ser lo suficientemente madura, tras recibir clases intensivas, y le dio el “sí” al archiduque Rodolfo en Viena. En la víspera de su cumpleaños número 17, pasó a titularse Archiduquesa de Austria y Princesa Heredera de Austria-Hungría.

Aunque el matrimonio no se concretó por razones románticas, Estefanía y Rodolfo simularon llevarse relativamente bien en los primeros tiempos de su matrimonio. Estefanía pronto quedó embarazada y el 2 de septiembre de 1883 dio a luz a una hija, la archiduquesa Isabel María Enriqueta Estefanía Gisela.

Rodolfo de Habsburgo no puede ocultar su decepción inmediatamente después del nacimiento: esperaba un niño y un futuro sucesor al trono. La relación entre Estefanía y su marido dio paso a una profunda depresión y el vínculo entre la heredera y su suegra también fue de mal en peor.

Sífilis

En 1884, una extraña enfermedad se apoderó de Rodolfo. Los médicos sospechan que padecía sífilis, una enfermedad de transmisión sexual (ETS) que contrajo durante una de sus muchas aventuras sexuales extramatrimoniales. Bajo el más absoluto secretismo, los médicos de la corte austríaca trataron al heredero con drogas comunes como el opio y el mercurio, sustancia que en grandes dosis conduce a la inestabilidad mental.

Estefanía permaneció ignorante sobre los verdaderos motivos de la enfermedad de su esposo y sólo cuando ella misma desarrolló síntomas de una ETS la verdad cayó como un rayo. Para ella, las consecuencias de la infección resultarían desastrosas, ya que quedó estéril, un desastre para una princesa heredera que aún no ha dado a luz a un heredero al trono. Sintiéndose traicionada por Rodolfo, desarrolló una profunda aversión por él.

Culpable” de Mayerling

El matrimonio de Estefanía y Rodolfo esencialmente terminó tras esta tormenta y ambos se arrojaron a los brazos de sus respectivos amantes. La salud mental del archiduque flaqueó y el 30 de enero de 1889 ocurrió lo impensable: junto con su muy joven amante Marie von Vetsera, se suicidó en el pabellón de caza de Mayerling. A la edad de 24 años, Estefanía se convirtió en una viuda de la familia.

El llamado «drama de Mayerling» provocó una conmoción en toda Europa. El emperador Francisco José y la emperatriz Sissi culparon directamente a su nuera. A pesar de la vergüenza, se le permitió seguir viviendo en la corte y conservar su rango, sus títulos y sus joyas, además de una posición de precedencia, pero su sueño (o al menos el de su padre) de convertirse algún día en emperatriz llegó a su fin.

Llega el amor verdadero

Pasaron varios años hasta que Estefanía conoció a un nuevo hombre. Se trata del conde Elemér Lónyay de Nagy-Lónya et Vásáros-Namény, un noble de Hungría. Para una ex princesa heredera del Imperio de los Habsburgo, su rango era demasiado bajo, pero persistió en su deseo y el 22 de marzo de 1900 se casó con él.

Para Estefanía, su matrimonio llegó con grandes sacrificios: su papel como miembro de la familia imperial en Viena terminó y perdió todos sus títulos. En Bruselas, su padre Leopoldo II reaccionó con furia, en gran parte porque Estefanía no sólo se había casado con un noble de bajo rango, sino porque apoyó abiertamente a su hermana Luisa, que recientemente había cambiado a su marido por su amante. El emperador Francisco José rompió todo contacto con Estefanía.

A Estefanía no le importó perder su posición y se retiró con su nuevo marido al castillo de Oroszvár en Hungría, hoy Rusovce, Eslovaquia. Cuando Leopoldo II murió en 1909, ella y la princesa Luisa descubrieron con horror que su padre las había eliminado de su testamento. El viejo rey, viudo desde hacía siete años, había dejado toda su fortuna a su amante, la exprostituta parisina convertida en baronesa de Vaughan y madre de dos hijos el rey. Las hermanas presentaron una demanda contra el Estado belga para reclamar su parte del pastel, pero su reclamo no fue escuchado.

Memorias

En los años siguientes, Estefanía y su esposo llevaron una vida relativamente tranquila en su castillo. En 1937 publicó sus memorias «Ich sollte Kaiserin wer» («Debería ser emperatriz»), libro que causó un gran revuelo en Austria, pero se vendió muy bien y fue traducido en varios idiomas. La emperatriz que no pudo serlo murió el 24 de agosto de 1945 en la abadía de Pannonhalma en Hungría a consecuencia de un derrame cerebral. Allí se instaló algún tiempo antes huyendo del Ejército Rojo poco después de cumplir 81 años.

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Zita de Borbón-Parma: el camino a la santidad de la última emperatriz de Europa

Siempre hemos leído que “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. La mayoría de las veces esto no es cierto: Zita no estuvo detrás de un gran hombre, Zita caminó a su lado.

La historiadora Verónica Güidoni de Hidalgo nos cuenta su historia.

En la época de la fuerza femenina y el empoderamiento de las mujeres, cualquiera de nosotras en la tercera década del siglo XXI, quedaría asombrada ante la iniciativa y el temple feroz de algunas de nuestras congéneres de un siglo antes. Más aun si se trata de una de las épocas más convulsas de la historia y si los principales puestos de mando eran aun privativos de los hombres.

Las princesas del 1900 recibían por lo general una educación esmerada en internados o conventos, eran políglotas, veían poco a sus padres y se preparaban para el mayor logro de sus vidas: consolidar las dinastías, dar a luz al heredero varón. Tarea no tan sencilla a veces, pues en ello podía írseles la vida, en tiempos en los que la muerte en puerperio era una realidad demasiado frecuente.

Pero hubo princesas, como hemos podido ver en varias publicaciones que trascendieron a esa noble tarea, se inmiscuyeron en los negocios políticos, velaron por el poder de sus esposos y la integridad de sus reinos sin que por eso perdieran un ápice de femineidad ni menos de sangre azul.

Zita de Borbón (1892-1989), la princesa de mirada luminosa, fue una de ellas. Siempre hemos leído que “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”. La mayoría de las veces esto no es cierto: Zita no estuvo detrás de un gran hombre, Zita caminó a su lado.

Nacida en la Toscana italiana, Zita María de la Gracia de Borbón Parma y Braganza era hija del último duque de Parma y Piacenza antes de la unificación italiana y de la segunda esposa de éste, la infanta portuguesa nacida en Alemania, María Antonia de Braganza. De este segundo matrimonio, Zita era la quinta hija, pero su padre en realidad tuvo veinticuatro hijos: doce en el primer matrimonio con María Pía de las Dos Sicilias -varios de ellos con discapacidades mentales- y doce del segundo con María Antonia.

Cuando su padre pierde el ducado de Parma, se instala con su numerosa familia en Austria, donde Zita crece hablando italiano, alemán y portugués, las lenguas que le eran familiares. Pero además de idiomas, Zita aprendió bien pronto lo que eran la pérdida de un trono, el exilio, la incertidumbre ante el futuro, el desarraigo.

Sin embargo, don Roberto, su padre, se esmeró en darle a prole la mejor educación, por eso envió a Zita a un exigente internado en Suiza y más tarde, cuando ya había muerto su padre, pasó a un convento en Inglaterra en el que reforzaría no sólo su formación religiosa y espiritual sino también su inglés. Una de sus tías era la superiora de ese convento, así es que no dejó de sentirse en familia y empezó a considerar la posibilidad de tomar los hábitos, como de hecho hicieron algunas de sus hermanas.

Pero no era solo su intelectualidad la que los hijos del duque educaban, también estaban abocados a las obras de misericordia y tenían obligación de ayudar a los necesitados confeccionando ropa para ellos de sus propios vestidos.

Una vez llegada a la adolescencia, su tía materna María Teresa de Braganza, tercera esposa de Carlos Luis de Habsburgo, hermano del emperador Francisco José, decidió buscarle un digno esposo a Zita, que era su sobrina favorita. Recordemos que María Teresa, ya viuda del archiduque Carlos Luis, había abogado exitosamente por el matrimonio morganático de su hijastro Francisco Fernando con Sofía Chotek, de modo que se la reconocía como comprensiva y tenaz en cuestión de corazones.

Una tarde, María Teresa organizó una fiesta en Viena e invitó a su sobrina Zita. Allí se rencontró con antiguos conocidos, pero uno llamó particularmente su atención: Carlos Francisco, primogénito de Otto, el hijastro de María Teresa. El flechazo fue inmediato para Zita, cuya mirada luminosa no la dejaba disimular la emoción que le provocaba ese apuesto príncipe Habsburgo de ojos transparentes. Inmediatamente se hicieron amigos.

Pero Carlos era un poco introvertido y no se decidía a pedir la mano de Zita, hasta que le llegó el rumor que el Príncipe Jaime de Borbón -de la rama carlista española- iba a hacerlo. Fue entonces que el archiduque se alarmó y decidió pedir en compromiso a la princesa italiana. La boda se celebraría el 21 de octubre de 1911, una fecha que pasará al santoral católico en el castillo de Schwarzau. Zita tenía entonces diecinueve años.

Los primeros años del matrimonio fueron muy felices, sobre todo con el nacimiento de sus dos primeros hijos en 1912 y 1913. Todos percibían en el carácter alegre y decidido de la nueva archiduquesa, la fuerza que impulsaba a Carlos Francisco, cuyo carácter y cultura eran de menor envergadura que los de su esposa.

Pero la vida de Zita dio un giro completo con la muerte del tío de su esposo, el archiduque Francisco Fernando, sobrino del emperador y heredero, en 1914, y el consecuente estallido de la Primera Guerra Mundial. La herencia pasaba así a Carlos Francisco y a Zita como futuros emperadores de Austria Hungría. El anciano emperador Francisco José de 83 años, apenas sobreviviría dos años más. Un escenario complejo se le presentaba a la joven pareja imperial en una Viena que había acallado sus valses por levantar sus armas. En 1916, Carlos y Zita acceden al trono.

La coronación del emperador Carlos nada tuvo de alegre, fue austera, haciéndose eco de la sencillez que vivía la nueva familia imperial en pleno conflicto mundial. Fueron tiempos tristes: Carlos buscaba la paz, era el único mandatario del conflicto que, ante todo, buscaba la paz. Zita entre tanto, negociaba a través de correspondencia secreta con sus muchos hermanos en los diferentes países en conflicto, una salida de paz y honor para Austria. Desconfiaban de Alemania, sabían que el emperador alemán sólo quería el fin de la monarquía dual de Austria Hungría y el desmembramiento de todo ese gran imperio.

El gran Stefan Zweig escribirá lo que era Austria antes de la guerra: “La gente vivía bien, la vida era fácil y despreocupada en aquella vieja Viena, y los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio que, en vez de ser ‘eficientes’ y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitamos con el teatro y las fiestas y, además, hacíamos una música excelente”.

Claro que, para el resto de Europa beligerante, este estado de cosas debía terminar y el Imperio multiétnico, que no poseía esclavos ni colonias, poseedor de una enorme cultura era un estorbo. El caos que vendría con el desmembramiento era justamente lo que Zita y Carlos querían evitarle a su pueblo. No había sido un Estado ideal, pero en el Imperio no se conocían la tortura, las ejecuciones públicas, las sentencias de muerte secretas, los campos de concentración, las deportaciones, las confiscaciones ni el trabajo esclavo o infantil. El antisemitismo era un delito punible.

Zita lo intuía: sólo el caos ocuparía el vacío de aquel imperio con alma de músico si el Emperador no lograba mantener su postura y la cohesión de sus reinos, por eso se mantuvo firme junto a su marido atenta a la política mientras iban naciendo más hijos. El poeta Anatole France, ganador del Nobel, dirá de Carlos que fue “el único hombre honesto que surgiría durante toda esta guerra, pero era un santo y nadie lo escuchó”.

El emperador alemán Guillermo II, que buscaba la caída definitiva de los Habsburgo, descubrió los intentos secretos de paz entre Austria y Francia. La situación de la pareja imperial quedó muy comprometida.

Dentro de Austria las voces republicanas se hacían sentir, sumadas a la creciente pobreza en las calles y los cientos de heridos que realmente preocupaban a Carlos. Por fuera, los bolcheviques planeaban su golpe maestro. Carlos intuyó el peligro que eso representaría para las monarquías, por eso se opuso a que se le diera permiso a un poco conocido líder bolchevique Vladimir Lenin para salir de Suiza a Rusia a envalentonar a los rebeldes en Rusia.

Europa parecía no querer la paz. Zita, que había vivido de niña la abdicación de su padre, insistió a Carlos para que luchara aun por sus derechos, pero la paz interna del desmembrado imperio era para él un objetivo superior. Para sanar las heridas de guerra, era necesaria la paz interna. El emperador y la emperatriz fueron depuestos – una vez que fue proclamada una república germano austríaca – y, humillados, abandonaron sus reinos rumbo al exilio.

Primero a Suiza, que los recibió con generosidad siempre y cuando no tuviera Carlos ninguna relación con la política. Pero meses después la pareja imperial partió hacia Hungría, donde aún eran reyes por un tiempo más y muy queridos por el leal pueblo húngaro. A la hora de regresar a reunirse con sus hijos, Suiza les prohibió la entrada, así es que se refugiaron en la Isla Madeira, posesión portuguesa. Allí lograron reunir a la familia.

Poco después, una neumonía mal tratada sin atención médica y con escasos recursos como contaban, llevó a Carlos a la muerte en 1922. “Mi amor por ti, es inconmensurable”, le dijo antes de cerrar los ojos por última vez. Zita, devastada de dolor, con apenas 29 años, quedaba viuda con el mayor de sus ocho hijos que apenas llegaba a los diez años, en el exilio, en la pobreza y con un futuro certero.

La tristeza la invadía mas no la doblegaba. Continuó su lucha denodada por el reconocimiento de los derechos de su familia al Imperio por su carácter férreo y su valía intelectual. Zita honraría siempre el recuerdo de su matrimonio: nunca intentó casarse de nuevo ni se quitó el luto, se abocó con tesón a diseñar un futuro digno para sus hijos.

Zita entonces, decide pedir asilo en España. Alfonso XIII, su pariente, los alojó en el Palacio de El Pardo, pero luego les ofreció el Palacio Uribarren en Vizcaya. Allí vivirán seis años en la mayor estrechez, Zita no se avergonzaba de solicitar dinero de los bienes dinásticos de los Habsburgo para sobrevivir. Aunque desgraciadamente, no era la única de la gran familia Habsburgo que estaba en el exilio y necesitada de fondos.

De ahí partieron hacia Bélgica, a fin de que sus hijos mayores pudieran tener una educación universitaria, pero el estallido de la Segunda Guerra y la ocupación nazi la impulsó a la matriarca a levantar a su familia otra vez para trasladarse a América -como tantos- concretamente a Nueva York. Allí vivirían en paz y con mejores posibilidades de progreso.

Después de 1945, volvieron a hacer maletas y se instalaron definitivamente en Suiza. Allí empezó a desistir de sus intereses políticos en favor de su primogénito Otto y se dedicó a una ocupación más personal y noble: iniciar la causa de beatificación de su esposo. Austria no le abrió las puertas en años, ni siquiera para asistir al funeral de su amada hija Adelaida.

Recién en 1982 pudo regresar a su añorada Viena, pero ya no era lo mismo. Sin duda observó cada jardín, cada prolija calle, cada bosque, cada palacio con la misma mirada vivaz y curiosa, con el mismo temple con el que alentaba a su esposo décadas atrás, con el mismo amor. Pero ya no era lo mismo. Ya Viena no era un hogar para Zita.

Volvió a Suiza, fue feliz. Cuando cumplió 95 años en la primavera de 1987, sus numerosa familia la rodeó de cariños: sus hijos, nietos y bisnietos. Quizás sobrevivían algunos de sus hermanos, sobrinos, sobrinos nietos. Era una familia de longevos y de mujeres fecundas. Pero también, como afirma la historiadora y escritora María José Rubio, eran mujeres de gran intuición y genio político. Zita no era una Habsburgo de cuna, pero lo fue de corazón y fue madre también de esa gran dinastía.

A 320 años de la muerte de Carlos II: por qué los españoles creían que el rey estaba «hechizado»

El 1 de noviembre de 1700, el último monarca de la Casa de Austria murió aquejado por multitud de problemas. Alguien dijo alguna vez: “Carlos I fue guerrero y rey, Felipe II sólo rey, Felipe III y Felipe IV hombres nada más, y Carlos II ni hombre siquiera”.

Después de 44 años de reinado, casi 50 hijos y decenas de amantes, Felipe IV de España murió en 1665 dejando apenas un heredero que, para desgracia, apenas tenía cuatro años de edad. A pesar de que, en 1661, los astros habían señalado que el príncipe nacido ese año, hijo de Felipe IV y Mariana de Austria, iba a ser un hombre de heroico valor, venido al mundo para disfrutar de un felicísimo reinado, la genética no opinaba lo mismo.

Los sucesivos matrimonios consanguíneos de la familia produjeron tal degeneración que aquel niño, el rey Carlos II (1661-1700), creció raquítico, enfermizo y con una inteligencia muy corta, por no hablar de su esterilidad, que provocó la extinción de la Casa de Austria en España. Alguien dijo alguna vez: “Carlos I fue guerrero y rey, Felipe II sólo rey, Felipe III y Felipe IV hombres nada más, y Carlos II ni hombre siquiera”. Para cuando le llegó la muerte, a Carlos II ya lo había apodado popularmente como “el Hechizado”, culpándose a la brujería y a influencias diabólicas por todas sus cuitas.

La descripción oficial del recién nacido dice que era un niño de facciones hermosísimas, cabeza proporcionada, grandes ojos, aspecto saludable y muy gordito, lo que no concuerda con la descripción que el embajador de Francia hace del príncipe, diciendo que parece bastante débil, muestra signos visibles de degeneración, tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello le supura. Total, una porquería. Y la verdad es que la segunda descripción es más veraz que la primera hasta el punto que el rey, avergonzado de su vástago, ordena que no se muestre al niño, y cuando era ello absolutamente necesario, por razones del protocolo cortesano, se le llevaba tan tapado que sólo se le veía un ojo y parte de la ceja”. [Carlos Fisas, Historias de la historia]

La infancia del futuro Carlos II fue tan larga como su lactancia, que duró exactamente tres años, diez meses y once días, pasando por las manos de catorce nodrizas propietarias del cargo y por los pechos de otras tantas “nodrizas de respeto”. Ninguna logró alimentar al niño para evitar que fuera enclenque, enfermizo. Un informe diplomático remitido al Rey Sol señalaba lo siguiente: “El príncipe parece ser extremadamente débil. Tiene en las dos mejillas una erupción de carácter herpético. La cabeza está enteramente cubierta de costras. Desde hace dos o tres semanas se le ha formado debajo del oído derecho una especie de canal o desagüe que supura. No pudimos ver esto, pero nos hemos enterado por otros conductos. El gorrito hábilmente dispuesto a tal fin, no dejaba ver esta parte del rostro”.

En 1665 murió Felipe IV y el nuevo rey aún tomaba el pecho. Para evitar la mala imagen de coronar como rey a un niño poco desarrollado, los médicos reales aconsejaron suspender la lactancia, que llevaban a cabo catorce sufridas nodrizas. Le prescribieron papillas y, como no se podía mantener en pie, encargaron al sastre unos gruesos cordones para sostenerle mientras recibía a los embajadores extranjeros.

Entonces, don Carlos II todavía era un bebé: no hablaba ni caminaba. Era víctima de sus parientes: los miembros de la Casa de Austria pasaron 200 años casándose entre ellos y trayendo al mundo una camada de infantes e infantas cada vez más deficientes y enfermos. Su madre era la sobrina carnal de su padre y, observando su árbol genealógico, encontramos que Carlos II tenía doce veces el apellido Habsburgo. Cuando tenía seis años, el rey del imperio más poderoso de su época enfermó sarampión y varicela; a los diez años, rubéola, y a los once, viruela, que estuvo muy cerca de matarlo; a los 32 años perdió el cabello y lo que quedaba fue disimulado debajo de la peluca. Y por sobre sus problemas físicos, estaban los mentales: aprendió a hablar a los 10 años y a los 15 apenas podía estampar su firma en un papel: «Yo, el Rey».

A los 20 años su inteligencia y sus conocimientos eran tan escasos como los de un niño. No le divertía jugar ni estudiar y, si de vez en cuando iba de caza, siempre lo hacía en carruaje. Cuando tenía 30 años creyó hacer un gran esfuerzo al dedicarse, durante una hora todos los días, a la lectura de un libro de historia. Cuando el primer ministro le hablaba de temas importantes para el gobierno, el rey miraba constantemente el reloj, esperando con impaciencia el final para irse a descansar. Sus millones de problemas también le impidieron procrear, algo imprescindible en un monarca hereditario. En 1679, para suavizar las relaciones con Luis XIV, se pactó el matrimonio del “Hechizado” con su sobrina, la princesa María Luisa de Orleáns.

María Luisa sabía que Carlos II era memo y oligofrénico. Pero lo que sucedió fue más allá de sus temores. Carlos II, en cuanto recibió la noticia de su boda, no hacía más que hablar de ella, besaba su retrato y lo enseñaba a todo el mundo, desde las costureras a los criados. No dejó nunca de ser un niño y aun niño retrasado y se comportaba como tal. El embajador de Francia en Madrid, el conde de Blèourt, que luego fue duque, sobornó a unos criados del rey y se hizo con unos calzoncillos del mismo, ‘de tela áspera y seda’, que mostraban trazas de poluciones, los hizo examinar por dos médicos. Uno de ellos dijo que el rey tenía capacidad de engendrar, el otro que no, con lo que el embajador se quedó con ganas de saber más”. [Carlos Fisas, Historias de la historia]

Pese a los esfuerzos y las oraciones, no hubo manera en que la reina María Luisa quedara embarazada. Durante nueve años, la reina sufrió el martirio de un marido tonto e impotente que no se daba cuenta de lo que hacía debido a su mentalidad de niño de doce años. En las calles, los madrileños se divertían entonando una copla en la que reflejaban los problemas del trono: “Parid, bella flor de lis, en aflicción tan extraña, si parís, parís a España, si no parís, a París”.

Viudo en 1689, Carlos II se casó con la alemana Mariana de Neoburgo (1667-1740), hija de los duques electores de Sajonia. El hecho de que la novia tuviera 23 hermanos era toda una garantía de fertilidad, exactamente lo que andaban buscando los Austrias, pero tampoco resultó: el rey era impotente y estéril y la reina nunca perdió la virginidad. “Tres vírgenes hay en Madrid: la Almudena, la de Atocha, y la Reina Nuestra Señora”, decía otra copla popular.

Al cabo de cuatro meses, el rumor de la impotencia de Carlos II, que circulaba desde hacía algún tiempo, se difundió en la corte y se propagó por toda Europa. Desesperado ante la débil salud y la falta de herederos, el gobierno acudió a un popular astrólogo de su época, que aconsejó al rey exhumar cadáveres de sus antepasados, abrazarlos y dormir con ellos. El rey siguió el consejo al pie de la letra, pensando que así rompería su mala suerte y tendría el deseado heredero al trono: durmió con los cuerpos momificados de San Isidro y San Diego de Alcalá porque tiempo atrás habían curado a algunos miembros de la familia real, para que Carlos se liberase de los demonios que lo poseían.

Dice un historiador: “Este [el rey] contempla lo que en cada uno de los féretros queda de su primera esposa, de su padre Felipe IV, de sus abuelos Felipe III y doña Margarita; de sus bisabuelos Felipe II y doña Ana, y de sus tatarabuelos los reyes emperadores don Carlos y doña Isabel. De todos aquellos despojos, alguno momificado y en buen estado de conservación, como es el caso del emperador, los que más honda impresión causan en Carlos II son los de su esposa la reina María Luisa, consumida y desfigurada a los nueve años de haber fallecido. Y el pobre Carlos se pasó toda aquella noche gimiendo y diciendo a gritos: ‘¡María Luisa! ¡Mi reina!…’”.

La vida de Carlos II se fue apagando mientras las tormentas crecían en torno a la sucesión al trono. A los 36 el rey ya era un anciano enfermo, delgado y pálido, consumido por la desdicha y sumido en una melancolía eterna. Entre todo ese calvario, sus médicos lo trataron fervientemente, purgándolo, aplicándole sangrías y usando “medicamentos” tales como aves muertas en su cabeza, entrañas de cordero en su abdomen o polvos de víbora.

En el verano del año 1700 el rey Carlos II enfermo física y mentalmente desde el instante de su concepción, había entrado en la recta final de su vida. La cámara contigua al dormitorio del rey, era una barahúnda de frailes, monjes, curas, médicos, curanderos, exorcistas, adivinos, criados y servidores que iban y venían en un revolotear incesante tratando de confortar el espíritu y aliviar el dolorido cuerpo del moribundo monarca. El dormitorio estaba adornado con reliquias e imágenes traídas de las iglesias donde se veneraban y en la penumbra de un rincón, unos sacerdotes entonaban incesantes letanías de salmos y oraciones” [Ignacio Martín Escribano, La plaga de los borbones]

En la habitación del real alcázar se celebraba una misa tras otra y el rey confesaba y comulgaba cada día porque podía abandonar este mundo en cualquier instante. Uno de esos días, un perrito de la reina Mariana hizo mover las sábanas del lecho y el rey, espantado, creyó que eran brujas que salían del infierno y venían a buscarlo. A veces imaginaba que la gente que le rodea está compuesta eran demonios y no cortesanos.

Unos meses antes de que Carlos II abandonara este mundo, el confesor real, fray Froilán Díaz, escribió: “el rey está como alelado y parece haber perdido el seso”. En una carta fechada el 9 de septiembre de 1698, este fraile dominico daba fe de haber mantenido una increíble conversación con el mismo Lucifer que le aseguró que el rey había sido víctima de un hechizo tras ingerir chocolate, su alimento preferido veinticinco años antes de su muerte. Pero no se trataba de un chocolate cualquiera, sino de uno muy especial, elaborado “con los miembros de un hombre muerto” y con “los sesos de la cabeza para quitarle la salud, y de los riñones, para corromperle el semen e impedirle tener descendencia

Carlos II murió el 1 de noviembre de 1700 y su muerte significó la extinción de la Casa de Austria en España. Tenía apenas treinta y ocho años pero parecía de ochenta. En la morgue del antiguo palacio de Madrid, el médico encargado de la autopsia apenas pudo disimular su sorpresa al descubrir que, en el interior del cadáver “no había una sola gota de sangre”. La enorme cabeza del rey estaba repleta de agua, como consecuencia de la hidrocefalia mientras el corazón, según dejó asentado el médico, era “del tamaño de un grano de pimienta”. Por su parte, los pulmones “estaban corroídos” y “los intestinos, putrefactos y gangrenados”. Por último, el médico observó que el muerto tenía «un solo testículo negro como el carbón”. Para los españoles, no cabía duda alguna: el rey estaba hechizado.

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Alemania dedica exhibición a la coronación del emperador Carlos V, hace 500 años

El archiduque de Austria, duque de Borgoña y rey ​​de España tenía 20 años el 23 de octubre de 1520, cuando ascendió al trono de Carlomagno como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

La ciudad alemana de Aquisgrán abrió una exposición sobre la ceremonia de coronación de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, celebrada el 23 de octubre de 1520 en ese sitio del oeste del país. La exposición «El emperador comprado: la coronación de Carlos V y las transformaciones del mundo» reúne pinturas, textos de imprenta y magníficas insignias, y describe los acontecimientos que acuñaron aquella época, la personalidad del monarca de apenas 20 años y las circunstancias de su elección, marcadas por el soborno.

En Aquisgrán fueron coronados más de 30 reyes germano-romanos entre 931 y 1531. La ciudad alemana fue la residencia del emperador Carlomagno y de ella deriva la afirmación de ser «regni sedes principalis», o «el asiento del trono más alto del imperio». Desde Otón el Grande a principios del siglo X, la mayoría de las coronaciones reales de la Edad Media habían tenido lugar en las paredes de la antigua Capilla Palatina carolingia.

Cuando los electores lo escoltan al piso superior de la catedral de Aquisgrán, donde el trono de Carlomagno se ha mantenido durante más de 700 años, Carlos V se sentó en el trono de mármol antiguo forrado con brocado dorado para la ocasión festiva y el arzobispo de Colonia presentó un anillo de oro con las palabras: «Lleva aquí el símbolo de la monarquía y del Imperio Romano, que siempre protegerás de las invasiones de los bárbaros y los turcos con tu fuerza invencible».

El arzobispo de Trier colocó su mano derecha sobre la cabeza del joven monarca y dijo a su vez: «El espíritu de la sabiduría eterna, el entendimiento del conocimiento debe descender sobre ti». Después, el arzobispo de Mainz le dio su bendición: «Que Dios, el Señor, un Rey omnipotente, esté siempre contigo y te proteja de todos tus enemigos con el escudo real de la fe ahora y en todo momento», según las descripción de un testigo flamenco presente en la ceremonia.

El 28 de junio del año 1519, los electores de la catedral Bartholomäus de Frankfurt habían elegido al monarca Habsburgo como sucesor de su abuelo, el emperador Maximiliano I, con el nombre de Carlos V. El entonces joven de 19 años, hijo de Felipe el Hermoso y Juana I de Castilla, ya era rey de España y las nuevas posesiones españolas en América, gobernante de los Países Bajos y del condado libre de Borgoña, archiduque de Austria, conde de Tirol, rey de ambas Sicilias.

En la coronación de Carlos V, los religiosos caminaron hasta la puerta de la ciudad el día antes de su coronación con la reliquia del cráneo de aquel emperador: «A la mañana siguiente, alrededor de las siete, fue llevado a la Iglesia de Nuestra Señora por los electores y nobles, y la celebración de la misa comenzó con cánticos solemnes», afirmó un testigo presencial flamenco: «El rey estaba completamente vestido de oro. Y allí fue desnudado hasta el ombligo y ungido con muchas ceremonias por el obispo de Colonia”.

Al monarca se le hizo subir los seis peldaños que conducían hasta el Karlsthron, en el piso superior de la Catedral, donde los tres electores espirituales, los arzobispos de Colonia, Mainz y Trier, colocaron la corona imperial en su cabeza. A las doce del mediodía, el emperador y su séquito acudieron al banquete en el ayuntamiento vecino. Las personas también fueron atendidas: “Había una fuente frente a la corte de la majestad real, de la que salía vino blanco, por lo que casi hubo un gran aplastamiento y riña de la gente pobre. (…) Asimismo (…) se asó un buey entero. (…) Y cuando lo asaron, la gente lo arrancó y se lo llevaron, y nuevamente hubo una gran riña y riña”, relató el testigo.

“Carlos V fue un gobernante en el umbral de los tiempos modernos”, destacó el historiador alemán Winfried Dolderer. “Con él terminó la destacada importancia de Aquisgrán para la monarquía medieval. La última vez que su hermano menor, Fernando I, recibió la corona aquí fue en 1531, cuando él mismo era emperador. El sucesor de Fernando, Maximiliano II, fue coronado en Frankfurt en 1562. Fue el último”.

La exposición, que unos 300 objetos provenientes de Alemania y del extranjero, fue inaugurada el 23 de octubre y permanecerá abierta hasta el 24 de enero de 2021, aunque se esperan restricciones por la segunda ola de la pandemia de coronavirus.

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Francisco Fernando de Habsburgo: el malogrado archiduque nunca cayó bien

El archiduque Francisco Fernando nunca cayó bien. Su llegada al rango de thronfolger (heredero al trono) estuvo precedida de un desastre y a su “partida” le sucedió otro desastre aún mayor. Considerado por algunos el mártir de la Vieja Europa y por otros el emblema de un régimen y de un mundo destinados a desaparecer, Francisco Fernando es hoy en día mayoritariamente recordado por su asesinato en Sarajevo. ¿Pero quién fue este archiduque tan célebre y a la vez tan desconocido?

INFANCIA

El día 30 de enero de 1889, temprano por la mañana, la emperatriz Sisi fue informada, mientras asistía a sus clases de griego, de que su hijo, el archiduque Rudolf, heredero al trono, se había suicidado en el pabellón de caza de Mayerling, a unos veinte kilómetros al sur de Viena. Poco después fue la propia emperatriz, entre sollozos, la que tuvo que informar al emperador Francisco José I.

Más tarde, fue el propio Francisco Fernando el que se enteró, por telegrama, de la muerte de su primo. Sabía bien lo que significaba: su padre el archiduque Carlos Luis (hermano del emperador) era el nuevo heredero, aunque teniendo apenas tres años menos que el propio emperador, difícilmente viviría más que él.

El archiduque Carlos Luis se volvió a casar dos años después, esta vez con la animada y jovial infanta María Teresa de Portugal. Fue ésta la verdadera madre de Francisco Fernando, y a lo largo de su vida demostró ser uno de sus grandes apoyos.

Francisco Fernando creció sobretodo junto con su hermano menor Otto, aunque las marcadas diferencias de carácter pronto se tornarían en una declarada rivalidad. Francisco Fernando era serio, reservado, poco hablador y con tendencia a encolerizarse; Otto era en cambio divertido, carismático, despreocupado, aunque imprudente e irreflexivo. Su padre Karl Ludwig nunca escondió su preferencia por el hermano menor.

Educado, como todos los miembros de la familia Habsburgo, en el arte militar, pasó buena parte de su juventud viajando de un lado a otro del Imperio sirviendo en distintas unidades del ejército y ascendiendo rápidamente. Fue entonces cuando se empezó a evidenciar su obsesiva pasión por la caza y sobre todo por documentar cada pieza que cazaba, parece ser que a lo largo de su vida mató exactamente 274.551 animales, aunque esto le ocasionó, sin embargo, daños irreparables en su tímpano derecho.

EL HEREDERO

La súbita muerte del archiduque Rudolf en 1889, colocó a Francisco Fernando en una posición inesperada, su relativamente despreocupada vida acababa de dar un vuelco completo, ahora tenía que prepararse para la más que posible probabilidad de regir un imperio de más de 51 millones de habitantes y con más de diez nacionalidades distintas.

Francisco Fernando pasaría 25 años preparándose para heredar el trono y sin embargo, hoy ha caído en el olvido, a pesar de que durante más de dos décadas fue una importante figura política.

Descrito como serio, poco carismático, brusco y colérico a veces, poco dado a las sutilezas diplomáticas o las conversaciones ingeniosas, su persona fue pronto aborrecida por la alta sociedad vienesa, que, por lo general, hubiera preferido que su carismático y refinado hermano Otto fuera el thronfolger.

Las relaciones con el emperador Francisco José I tampoco fueron nunca fáciles, el soberano era el emblema del inmovilismo y Francisco Fernando carecía de habilidades diplomáticas; las opiniones del monarca y del archiduque sobre como gobernar el Imperio estaban destinadas a colisionar. No en vano Eugen Ketterl, valet del emperador, cuenta la famosa anécdota de que cuando el emperador y Francisco Fernando discutían parecía que todas las luces del Hofburg temblaban.

El archiduque defendía como fundamental una alianza con Rusia, sin ésta el reparto de las zonas de influencia en los Balcanes sería tortuoso. Sin embargo, Francisco José I había dejando que la alianza con Rusia se hubiera deteriorado lentamente desde 1848. Bajo impulso de Alemania, Rusia y Austria habían firmado en 1873 la Dreikaiserabkommen (Liga de los Tres Emperadores), alianza que afianzaba las relaciones entre las tres monarquías conservadoras de Europa, sin embargo el acuerdo caducó en 1887 y no volvió a ser renovado para disgusto de Francisco Fernando.

Por otro lado, el archiduque consideraba fundamental llevar a cabo un fortalecimiento del ejército y de la marina y al mismo tiempo una política exterior moderada, que evitara conflictos con las naciones vecinas, en especial Italia y Serbia. Por lo tanto, su oposición a una “guerra preventiva” le enfrentó particularmente con Conrad von Hötzendorf, jefe del Estado Mayor, que siempre que había una crisis proponía la misma e indistinta solución: la guerra.

Francisco Fernando ha sido tachado a veces de ultraconsevador pero, aunque es cierto que carecía de las actitudes liberales del difunto Rudolf, no era un reaccionario.

Fiel defensor de la dinastía y de sus deberes y privilegios, del derecho divino de los monarcas y ferviente católico, Francisco Fernando era además partidario de mantener el sistema semi-democrático presente en el Imperio. Para él la democracia de la clase media tenía un papel limitado en la vida política y los monarcas debían mantener sus prerrogativas sobretodo en política exterior y en cuestiones militares.

Dichas posturas le acercaban especialmente al káiser Guillermo II de Alemania, con el que además compartía sus pocas habilidades diplomáticas y cierta brusquedad; pero si Francisco Fernando era callado y reservado, Wilhelm II en cambio hablaba por los codos y a veces rozaba lo histriónico. La relación entre ambos fue siempre cordial y próxima, no en vano se llevaban apenas cuatro años de edad (el Káiser era mayor). Sin embargo, al a veces errático y torpe programa político del Káiser le correspondía uno de muy bien estructurado por parte de Francisco Fernando.

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Bisnieto de Carlos y Zita de Austria: «Su matrimonio fue su fuerza a pesar de todas las dificultades»

Imre de Habsburgo dijo que los últimos emperadores austrohúngaros «entendieron que el matrimonio es una vocación y un camino hacia esa santidad a la que todos estamos llamados».

El archiduque Imre de Habsburgo recordó esta semana a sus bisabuelos, el último emperador y rey ​​de Austria-Hungría, el Beato Carlos I (1887-1922), y la emperatriz Zita (1892-1989), al cumplirse un nuevo aniversario tanto de su boda, ocurrida en el castillo de Schwarzau el 21 de octubre de 1911, y de la beatificación del emperador, celebrada por el papa Juan Pablo II en 2004.

“Su matrimonio fue su fuerza a pesar de todas las dificultades que tuvieron que soportar”, dijo el Archiduque Imre, de 35 años, hijo de la princesa María Astrid de Luxemburgo y del archiduque Carlos Christian de Habsburgo-Lorena. “Poco antes de su boda, el beato Carlos le dijo a Zita esta frase sorprendente: ‘Ahora tenemos que ayudarnos mutuamente a llegar al cielo’. Esto demuestra que entendieron que el matrimonio es una vocación y un camino hacia esa santidad a la que todos estamos llamados, a pesar de nuestros pecados y debilidades”, reflexionó en una entrevista.

Imre de Habsburgo, quien está casado desde 2012 con la periodista Kathleen Walker y tiene tres hijos, cree que los jóvenes “necesitan redescubrir la belleza del matrimonio, pero siempre sean realistas al respecto, sabiendo que a veces puede ser un desafío”.

“El Beato Carlos y la Sierva de Dios Zita nos muestran que vale la pena luchar por un matrimonio fructífero y orientado al cielo”, dijo a National Catholic Registrer.

El archiduque, bisnieto de los últimos emperadores del linaje Habsburgo, relató que Carlos I y Zita siempre trataron de ser “respetuosos el uno con el otro, buscar constantemente el interés del otro, estar abiertos a la vida, orar juntos”. “La oración fue clave para la vida familiar de esta pareja excepcional”, dijo. “Oraban mucho en familia… antes de los almuerzos y cenas, antes de acostarse con sus hijos, y largas horas frente al Santísimo Sacramento durante el exilio cuando Beato Carlos tuvo más tiempo”.

Carlos I fue el último Habsburgo que se sentó en el trono de Austria. A los dos años de su nacimiento, se suicidó en Mayerling el archiduque Rodolfo, hijo del emperador Francisco José, por lo que la línea hereditaria, tras otros eventos luctuosos, pasó al sobrino del emperador, Francisco Fernando. El asesinato de este heredero en 1914 convirtió a Carlos en el insospechado heredero del viejo emperador.

En 1911, en el mismo palacio donde se habían conocido, Carlos contrajo matrimonio con la joven princesa Zita de Borbón-Parma, de 19 años. El viejo y cansado emperador Francisco José exultaba de alegría: «¡Por fin un archiduque se casa con la princesa adecuada!» El monarca regaló a la novia una fabulosa diadema de brillantes mientras la duquesa viuda de Parma ofreció a su hija un collar de perlas de veintidós vueltas. El Papa Pío X, desde Roma, pronunció una bendición que más parecía una maldición: “Zita será emperatriz, peor para ella”.

Carlos I murió de insuficiencia respiratoria el 1 de abril de 1922, mientras vivía exiliado y en la pobreza en la isla de Madeira. Zita, entonces embarazada del octavo hijo de la pareja, estaba a su lado. Las últimas palabras del emperador a su esposa fueron: “Te amo mucho”.

“Creo que su vida y la forma en que la vivieron tiene un significado continuo para hoy, ya que la institución del matrimonio es atacada tan a menudo cuando tratamos de redefinir lo que significa, intentando destruir la primera célula de nuestra sociedad, el lugar donde la fe, los valores y la ciudadanía se transmiten a través de la educación”, dijo Imre.

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Asesinatos, ejecuciones, suicidios y accidentes: ¿fue la Casa de Habsburgo víctima de una maldición?

Las personas más supersticiosas aseguraban que la familia de María Antonieta, de la emperatriz «Sissi» y de Carlota de México eran víctima de un maleficio lanzado por el príncipe de Argovia a Rodolfo de Habsburgo en el siglo XIII.

Francisco José I (1830-1916), penúltimo emperador de Austria, estuvo destinado a reinar desde su infancia. La abdicación de Fernando I tras la revolución de 1848 y la renuncia al trono de Francisco Carlos permitieron la coronación de este joven archiduque austriaco de 18 años como emperador.

Convencido absolutista, su reinado, de casi 68 años, sería el tercero más largo de la historia de Europa, después de los de Luis XIV de Francia y Juan II de Liechtenstein. En el plano íntimo, su esposa Isabel de Baviera (1837-1898) -la emperatriz “Sissi”- aportó brillo y belleza a la estricta y archicatólica corte vienesa, pero pronto sobrevinieron las calamidades, una interminable serie de desgracias que llevaron a muchos a preguntarse si la familia Habsburgo era víctima de una maldición.

Las personas más supersticiosas del Imperio aseguraban que la familia de Francisco José y Sissi era víctima de un maleficio lanzado por el príncipe soberano de Argovia y sus dos hijos a Rodolfo de Habsburgo en el siglo XIII.

Los emperadores Alberto I y Leopoldo III fueron asesinados y María de Borgoña murió a causa de una estruendosa caída. Felipe “el Hermoso”, Rey de España, pereció muy joven de un posible envenenamiento mientras su esposa, Juana -”la Loca”- pasó el resto de su vida encerrada luego de haber perdido la razón. Sus sucesores no la pasaron bien en el trono de España y Carlos II fue el ejemplo máximo de aquello que sus súbditos creían que era un “hechizo”.

Raquítico, enfer­mizo y de escasa inteligencia, además de estéril, la infancia de Carlos II fue tan larga como su lactancia, que duró exactamente tres años, diez me­ses y once días, pasando por las manos de catorce nodrizas que no con­siguieron fortalecer al in­fante. Cuando su padre, Felipe IV, murió en 1665, el nuevo rey aún tomaba el pecho. Para evi­tar la mala imagen de coronar como rey a un niño poco des­arrollado, los médicos reales aconsejaron suspender la lac­tancia. Le prescribieron papillas y, como no se podía mante­ner en pie, encargaron al sastre unos gruesos cordo­nes para sostenerlo mientras recibía a los embajadores extranje­ros.

Cuando tenía cinco años todavía no sabía hablar. A los seis, en­fermó sarampión y varicela; a los diez años, ru­beola, y a los once, una viruela que estuvo muy cerca de matarlo; a los 32 años perdió todo el cabello y lo que que­daba fue disi­mu­lado debajo de la pe­luca. Y por sobre sus problemas físi­cos, estaban los mentales: aprendió a hablar a los 10 años y a los 15 apenas podía estampar su firma en un papel. Era de espe­rarse que no pudiera tener hijos.

Desespe­rada, la Corte acu­dió a un astrólogo, que aconsejó al rey ex­humar cadáve­res de sus antepasados, abrazarlos y dormir con ellos. El rey siguió el consejo al pie de la letra, pensando que así rompería su mala suerte y tendría el deseado here­dero al trono: durmió con los cuerpos momificados de San Isidro y San Diego de Alcalá porque tiempo atrás habían curado a algunos miem­bros de la familia real, para que Car­los se liberase de los de­monios que lo poseían.

Por aquellos tiempos, el emperador Rodolfo II de Habdburgo desarrolló un carácter psicopático que lo hizo verdaderamente infeliz y, un siglo más tarde, María Antonieta, la archiduquesa austríaca que fue reina consorte de Francia, fue guillotinada en La Bastilla durante la revolución.

El hermano menor de Francisco José, Maximiliano, fue el efímero soberano imperial de México hasta su fusilamiento en Querétaro, en 1867, mientras el otro hermano del emperador, el piadoso archiduque Carlos Luis, murió en 1896 de tifus por beber agua contaminada del río Jordán durante una peregrinación por Tierra Santa. Mientras tanto, el archiduque Juan Nepomuceno, desapareció en 1890 en las profundidades del océano Atlántico en compañía de su esposa; el archiduque Guillermo, gran aficionado a la equitación, murió a consecuencia de un accidente ecuestre y el archiduque Ladislao murió en un ridículo accidente de caza a la edad de 20 años.

El golpe más cruel para Francisco José y Sissi fue en 1855, cuando su hija mayor Sofía Federica murió a causa de disentería durante un viaje a Budapest. “Nuestra pequeña ya tiene su morada en el cielo. Hemos quedado llenos de aflicción. Sissi, resignada ante los designios del Señor”, telegrafió Francisco José a su madre.

Diez años más tarde moría la joven archiduquesa Matilde, de 19 años, en 1867. Se encontraba fumando en el balcón del palacio, lista para asistir con su familia a una función teatral, cuando su vestido de gala se manchó con glicerina de una vela. El vestido ardió al caer una ceniza de su cigarrillo y la archiduquesa murió calcinada en presencia de toda su familia.

Hacia 1886 la emperatriz Isabel empezó a sentir que una serie de terribles desgracias la iban a golpear e incluso que su muerte estaba próxima. Alguien le contó que una maldición pesaba sobre los Habsburgo y que, desde hacía muchos siglos, una figura desvaída y misteriosa, la Dama Blanca, solía aparecerse a los miembros de la familia para anunciar una tragedia.

Sissi afirmaba haberla visto muchas ocasiones y a sus cincuenta años pensaba que ya no podría escapar de ella: “Sé que voy hacia un fin espantoso que me ha sido asignado por el destino y que sólo atraigo hacia mí la desgracia”, dijo un día. Y no estaba equivocada. En 1886, su primo y gran amigo el rey Luis II de Baviera fue hallado muerto, flotando sobre las aguas del lado Starnberg, días después de haber sido apartado del gobierno y declarado loco.

Unos años más tarde la hermana de “Sissi”, Sofía Carlota, duquesa de Alençon, casada con un príncipe francés, murió envuelta en llamas durante un incendio que causó la muerte a 117 personas en París. La duquesa se hallaba supervisando un bazar de caridad cuando comenzaron las llamas. En lugar de huir, Sofía ayudó a escapar a algunas de las jóvenes que trabajaban allí y regresó varias veces al edificio hasta que no regresó. Cuando recuperaron su cadáver, estaba tan quemado que sólo pudieron identificarlo por la dentadura.

En 1889, el golpe más cercano al corazón de Francisco José: Rodolfo, su único hijo varón y heredero del trono, fue encontrado muerto en Mayerling junto a su amada, la baronesa María Vetsera, en circunstancias realmente misteriosas, aunque según la versión oficial fue el suicidio. El “kronprinz”, melancólico y depresivo como su madre, quería divorciarse de Estefanía de Bélgica, a la que detestaba, y convertir en consorte a María, considerada una mujer absolutamente inadecuada para un heredero imperial.

Tras una serie de enfrentamientos con su padre, según la versión oficial, Rodolfo creyó que la única salida era matar a su amada y luego suicidarse. Nueve años más tarde, el 10 de septiembre de 1898, a punto de cumplir los 61 años, Sissi murió en la ciudad suiza de Ginebra, víctima de un atentado perpetrado por un anarquista italiano que desilusionado por no hallarse en la ciudad el príncipe Enrique de Orleáns, que era su objetivo, decidió apuñalar a aquella aristócrata ignorando que se trataba de la emperatriz. En el momento del atentado, Sissi, que no se percató en un primer instante de que había sido herida de muerte por un estilete, pensando que el sujeto sólo pretendía robarle el reloj, siguió caminando hasta que, a los pocos metros, cayó desplomada y murió.

“Usted no imagina cómo amaba yo a mi esposa”, confesó Francisco José al conde de Paar. El emperador no dejaba de repetir en voz alta que no podía entender que alguien quisiese asesinar a una persona que nunca había hecho mal a nadie. Más de setenta jefes de Estado y de gobierno de todo el mundo asistieron a sus funerales, pomposos, solemnes, oscuros, en Viena.

Hasta el último día de su vida, Francisco José contempló los retratos y fotografías de su bello “ángel” y suspiraba: “Nadie sabrá jamás cuánto la he amado”. Y faltaba lo peor: el viejo y agotado Francisco José vivió lo suficiente para contemplar el asesinato de su sobrino y nuevo heredero, Francisco Fernando, en Sarajevo, en 1914. Fue el colmo. En venganza, el emperador declaró la guerra a Serbia y detonó la Gran Guerra, luego conocida como la Primera Guerra Mundial: “Si la monarquía debe perecer, que perezca al menos decentemente”, dijo al llevar al mundo al desastre. El corazón del viejo Habsburgo no resistió y murió en 1916, dos años antes de la caída del Imperio.

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Isabel de Austria: la reina de Francia que se casó joven, enviudó joven y murió joven

La hija del emperador Maximiliano II hizo un prometedor matrimonio con el rey de Francia en la oscura corte de Catalina de Médicis. Viuda a los veinte años, sufrió la tragedia de la muerte de su única hija. La historiadora de la realeza Susan Abernethy, autora del blog The Freelance History Writer, nos relata su atrapante historia.

Después de la paz de Saint-Germain en agosto de 1570, Catalina de Medicis, reina madre de Francia, se dedicó a negociar alianzas matrimoniales para apuntalar la posición internacional de Francia. Disfrutaba organizando matrimonios prestigiosos para sus hijos. Su política exterior jugó católicos contra protestantes y estos acuerdos unirían a ambas religiones mientras aseguraban que el rey no estaría en deuda con ninguna. Catalina intentó casar a su hijo Carlos con la reina Isabel I de Inglaterra, que era quince años mayor. Cuando eso no llegó a buen término, negoció con éxito su matrimonio con Isabel de Austria, hija del emperador católico Maximiliano II. Esta unión solidificó una alianza crucial y al mismo tiempo revitalizó la corte francesa.

Carlos IX era joven, impresionable y completamente dominado por su madre. Estaba enfermo de niño, propenso a la fiebre y tenía tos persistente. A medida que crecía, se convirtió en sujeto de rabia frenética, maníacamente violenta. Después de estas rabias, se debilitaba y se arrepentía. Comía muy poco y hacía demasiado ejercicio hasta que se agotaba y le faltaba el aire.

Una vida protegida y privilegiada en un ambiente estricto

Isabel de Austria nació el 5 de julio de 1554 en Viena. Era hija de Maximiliano II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de la Casa de Habsburgo y María de España. María era la hija del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Carlos V. Isabel fue la quinta hija y la segunda hija de una familia de dieciséis, ocho de los cuales sobrevivieron a la infancia. Isabel vivía con su hermana mayor Anna y su hermano menor Matthias en un pabellón en los jardines de Stallburg, que formaba parte del complejo del Palacio de Hofburg.

Los niños vivieron una vida protegida y privilegiada en un ambiente estricto. Fueron criados como católicos romanos y Isabel parece haber sido la hija favorita de su padre. Creció hablando alemán y español, pero nunca le enseñaron francés, incluso después de que se consideró un matrimonio francés. Isabel se destacó en sus estudios y creció hasta ser rubia y de piel pálida con una figura impecable. Ella fue considerada una gran belleza. Cuando el Mariscal de Vieilleville francés visitó Viena en 1562, vio a Isabel de ocho años y quedó tan impresionado por su aspecto que exclamó: «¡Majestad, esta es la Reina de Francia!»

Aunque el tesoro francés estaba vacío, Catalina estaba decidida a tener una boda espléndida

Catalina de Médicis estaba ansiosa por negociar un matrimonio con una de las hijas del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. La hermana de Isabel, Ana de Austria, había sido prometida una vez al rey de Francia, pero el rey Felipe II de España se adelantó a este contrato y se casó con Ana. Ana era mayor y más deseable, por lo que el plan de Catalina se frustró. El matrimonio de Carlos con Isabel se había discutido por primera vez después de que su hermana Isabel de Valois, reina de España, muriera en octubre de 1568. Isabel era una hija menor pero aún era archiduquesa y Catalina quedó impresionada con el informe del Mariscal sobre la aparición de Isabel. A Carlos IX se le mostró un retrato de Isabel antes del matrimonio y su comentario fue: al menos no me dará un dolor de cabeza”.

Albert de Gondi fue designado por Catalina para negociar el tratado matrimonial. El contrato fue ratificado en enero de 1570 y en octubre se celebró un matrimonio por poder en la catedral de Speyer con el tío de Isabel, el archiduque Fernando de Austria-Tirol, en sustitución del rey Carlos IX. Después de las celebraciones apropiadas, Isabel se fue de Austria a principios de noviembre. Las lluvias durante el viaje fueron tan espantosas que las carreteras se volvieron intransitables, por lo que se tomó la decisión de celebrar la boda oficial en la pequeña ciudad fronteriza de Mézières en Champagne. Antes de llegar a su destino, Isabel se detuvo en Sedan.

Los hermanos menores del rey Enrique, duque de Anjou, y François, duque de Alençon, saludaron oficialmente a Isabel. Carlos también estaba allí, vestido de incógnito como un soldado, mezclándose con la multitud para ver a su novia sin que ella lo supiera. Carlos estaba encantado con lo que vio. Aunque el tesoro francés estaba vacío, Catalina estaba decidida a tener una boda espléndida y recaudó el dinero necesario del clero y recaudó un impuesto especial sobre la venta de telas. Quería presentar un espectáculo que mostrara a los novios como descendientes de Carlomagno y presentándose a sí misma como Artemisa, la portadora de la paz.

Carlos quedó completamente impresionado por su belleza

Isabel llegó el 25 de noviembre de 1570 a Mézières, una pequeña ciudad fronteriza en la frontera del imperio de su padre en una carroza dorada de color rosa y blanco, acompañada por un gran séquito de nobles alemanes. La multitud la recibió con entusiasmo. Carlos vagó de incógnito entre la multitud, mirándola pasar. La ceremonia formal de la boda se celebró al día siguiente con la oficia del Cardenal de Borbón. Mientras Carlos observaba a su novia acercarse durante la misa nupcial, quedó completamente impresionado por su belleza. Llevaba un vestido plateado bordado con perlas, un manto púrpura decorado con flores de lis y una corona tachonada de rubíes, esmeraldas, zafiros y diamantes.

Todos regresaron a París para prepararse para la entrada estatal del rey en marzo. Catalina recaudó el dinero para las celebraciones empeñando e hipotecando muchas de sus posesiones privadas. En enero, Isabel enfermó de bronquitis en el Castillo de Madrid en el Bois de Boulogne. Catalina y Carlos la cuidaron personalmente hasta que se recuperó.

Carlos hizo una entrada oficial en París el 6 de marzo. Hubo una ceremonia en la que Catalina entregó simbólicamente el poder a Carlos. Le agradeció ante el parlamento el 11 de marzo. Isabel fue coronada en St. Denis el 25 de marzo y cuatro días después hizo su entrada en París. Llevaba un manto de armiño real tachonado de gemas preciosas y decorado con flor de lis. Su corona era de oro, cubierta de grandes perlas que realzaban perfectamente su belleza rubia. La multitud quedó impresionada con la basura de tela plateada. A su lado estaban sentados sus cuñados, Anjou y Alençon, que estaban tan enjoyados como ella. Un gran séquito la siguió y ella impresionó profundamente a los parisinos.

Catalina de Médicis quiso protegerla del desenfreno cortesano

Isabel hablaba poco francés y parecía completamente enamorada de su marido y se dedicó sinceramente a su felicidad. Carlos la encontró fresca y virgen y quiso preservar su dulzura. Le enseñó costumbres y costumbres francesas. Era concienzuda y extremadamente devota, escuchaba misa dos veces al día y pasaba horas en oración. Catalina se esforzó mucho para proteger a Isabel del desenfreno y la malevolencia de la corte.

El hermano de Carlos, Anjou, disfrutaba molestarlo y frustrarlo. Anjou inició a Isabel en los caminos de la corte y coqueteó con ella frente a Carlos, enfureciéndolo. Mientras Carlos estaba en excursiones de caza, Isabel se unía a su suegra para reunirse con embajadores y otros notables extranjeros. Una de las pocas amigas que tenía en la corte era su cuñada, Margarita, conocida como Margot. La presencia de Isabel en la corte hizo poco por estropear la rutina de Carlos.

Carlos tenía una amante en París llamada Marie Touchet, hija de un protestante burgués de origen flamenco. Se conocieron en Orleáns en 1569 y él se enamoró de ella de inmediato y continuó la aventura en secreto durante muchos meses. Era una chica de campo que no abrigaba aspiraciones. Carlos le contó a su hermana Margot el secreto y le pidió que admitiera a Marie en su casa como una de sus damas. Cuando Catalina se enteró del asunto, hizo averiguaciones y lo aprobó. Marie no tuvo ninguna influencia sobre el rey pero dio a luz a un hijo que recibió el nombre de su padre y siempre fue conocido como “Petit Charles”. Carlos continuó este romance durante su matrimonio con Isabel.

En septiembre de 1571, el líder protestante Gaspard de Coligny llegó a Blois para reunirse con el rey y Catalina de Médicis. El rey estaba tratando de caminar por una delgada línea entre los ultracatólicos y los protestantes. Algunos vieron este encuentro con gran sospecha. Isabel pensó en Coligny como el diablo encarnado y su actitud reflejaba los verdaderos sentimientos de la gente. Cuando fue presentado a Isabel, Coligny hizo una reverencia, dio un paso adelante y se arrodilló sobre una rodilla, extendiendo la mano para besar su mano. Su inexperiencia en la falta de diplomacia se hizo evidente cuando se apartó de él con un grito ahogado de horror para evitar ser tocada por él. Los cortesanos rieron nerviosamente ante su reacción, ya que estaban acostumbrados a ocultar sus propios sentimientos.

El 18 de agosto de 1572 se celebró en París el matrimonio de la hermana del rey, Margot, y Enrique de Navarra. Isabel estaba embarazada y se alojaba en Fontainebleau en el campo. La ceremonia de la boda pasó y las festividades comenzaron al día siguiente. El viernes 22 de agosto finalizó el receso gubernamental para la boda y concluyeron las celebraciones. Lo que sucedió a continuación ha sido objeto de conjeturas durante más de cuatrocientos años.

Baste decir, quienquiera que lo haya ordenado o sancionado, ahora se produjo una de las masacres más sangrientas de la historia francesa. Durante la masacre del día de San Bartolomé, al menos tres mil protestantes fueron asesinados solo en París. El almirante Gaspard de Coligny fue descaradamente asesinado durante toda la confusión. Isabel, cuando sus sirvientes le dijeron que su marido había ordenado la masacre, pidió perdón a Dios para Carlos. La matanza no se detuvo ese día. Decenas de miles de protestantes en toda Francia murieron después. Las Guerras de Religión se reanudaron con fuerza.

Isabel se convierte en viuda a los 20 años

Isabel dio a luz a su hija Marie-Isabel el 27 de octubre de 1572. Una de sus madrinas fue la reina Isabel I de Inglaterra. El 21 de agosto de 1573, los enviados polacos llegaron a París para saludar a su rey recién elegido, Enrique, el hermano de Carlos, duque de Anjou. Catalina, Carlos y Isabel los recibieron en el Louvre. Los embajadores eran muy cultos y multilingües, hablaban francés con un acento impecable. A estas alturas, Carlos estaba extremadamente enfermo con lo que se le diagnosticó como tuberculosis. Sufría de fiebres graves y tosía sangre. En noviembre de 1573, insistió en que su hermano Enrique partiera hacia Polonia para aceptar su corona como rey, a pesar de que Enrique era su heredero. En mayo de 1574, Carlos se debilitaba día a día y sufría lastimosamente.

A mediados de mes, era obvio que Carlos moriría, aunque permanecía lúcido. A finales de mes, ya no podía levantarse de la cama. Sudaba profusamente y luchaba por respirar. Sus sábanas estaban empapadas de sangre y había que cambiarlas constantemente. Isabel permaneció en su habitación y en lugar de sentarse junto a la cama de su esposo, se sentó enfrente, mirándolo con amor y rara vez hablaba. La miró mientras Isabel lloraba muchas lágrimas, secándose los ojos con frecuencia. Carlos murió el 30 de mayo de 1574.

Enrique, ahora rey de Francia, logró escapar de Polonia y viajó a la corte del emperador Maximiliano II, padre de Isabel, donde fue recibido amablemente. Después de la muerte de Carlos, el padre de Isabel esperaba secretamente que se casara con Enrique, pero el nuevo rey tenía otras ideas . Regresó a Francia y fue coronado rey. Isabel, que no cumplía los veinte años y era madre de una mera hija, no fue reconocida ni recompensada como su estatus merecía y se decidió a regresar a Viena. Su padre colocó su dote y arregló su regreso. Según las leyes de Francia, una mujer no podía heredar el trono. Marie-Isabel era hija de Francia y, por lo tanto, no pudo salir del país, lo que obligó a Isabel a abandonarla. Isabel hizo una última visita a Amboise para despedirse de su hijo y partió el 25 de noviembre de 1575.

Se retiró a un convento, donde murió

Isabel permaneció en Nancy durante un corto tiempo con el duque de Lorena y luego regresó a Viena. Cuando murió su hermana Ana, reina de España en 1580, se mencionó el nombre de Isabel como nueva esposa de Felipe II, pero ella se negó. Como quería entrar en un convento, fundó el monasterio de Santa Clara en Viena y también creó la Iglesia de Todos los Santos en Praga. Cuando su cuñada Margot dejó a su marido Enrique de Navarra en 1587, se empobreció y se redujo a mendigar dinero de Isabel. Isabel acordó entregar la mitad de los ingresos de su dote a Margot para sus gastos de subsistencia. Cuando Isabel murió en 1592, los ingresos cesaron y Margot se vio obligada a desprenderse de todos sus bienes portátiles, incluidos sus cubiertos, solo para mantener en funcionamiento su pequeña casa.

La hija de Isabel, Marie-Isabel, vivió en Amboise y Blois antes de trasladarse al Hôtel d’Anjou en París, cerca del Louvre. Enrique, duque de Anjou vivió allí antes de partir hacia Polonia y en 1573, le cedió la casa a su hermana Margot, por lo que Marie-Isabel conocía bien a sus tíos. Ella fue descrita con una gentileza de espíritu y bondad de carácter como su madre. Marie-Isabel enfermó y murió el 2 de abril de 1578. Se realizó una autopsia de los restos y se determinó que murió de una infección pulmonar, probablemente tuberculosis. El 9 de abril, los restos de Marie-Isabel fueron trasladados del Hôtel d’Anjou a Notre-Dame para su funeral y al día siguiente fue enterrada en la Basílica de St. Denis junto a su padre. La madre de Marie-Isabel se retiró a su convento de Santa Clara y murió allí el 22 de enero de 1592. Fue enterrada en la Catedral de San Esteban en Viena.

Lecturas adicionales:Catherine de Medici: Renaissance Queen of France”, por Leonie Frieda; “Queens and Mistresses of Renaissance France”, por Kathleen Wellman; “Profiles in Power: Catherine de’Medici”, por R. J. Knecht; “The Rival Queens: Catherine de’Medici, Her Daughter Marguerite de Valois, and the Betrayal That Ignited a Kingdom”, por Nancy Goldstone; “Elisabeth of Austria and Mari-Elisabeth of France: Represented and Remembered”, por Estelle Paranque en “Forgotten Queens in Medieval and Early Modern Europe: Political Agency, Myth-Making, and Patronage” editadopor Valerie Schutte y Estelle Paranque.

La joya mágica y empeñada: la apasionante historia de la corona de los reyes de Hungría

El 30 de noviembre de 1916, Hungría presenció la coronación del último de sus reyes. Aquel día, la santa corona de oro de San Esteban -en húngaro, ‘Magyar Szent Korona’-, la preciada reliquia nacional húngara, se posó por última vez en su historia sobre la cabeza de un hombre ungido, Carlos I de Habsburgo, último rey húngaro.

La coronación del primer rey de la Hungría medieval, San Esteban (Itsvan) ocurrió en una fecha inolvidable, en el año 1000, cuando millones de persona de todo el mundo temían el fin del mundo. La corona recibió el nombre de parte del Papa Silvestre II, quien la obsequió a Esteban buscando que éste convirtiera a su reino del paganismo al catolicismo. Con la gran particularidad de tener torcida la cruz que le sirve de cimera, es una obra de rara perfección, de oro fino y con una multitud de perlas y de piedras, además de esmaltes, representando a la Virgen, a Jesucristo, a los Apóstoles.

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En 1072, el emperador de Oriente, Miguel Ducas, regaló al rey de Hungría una corona abierta, también muy rica, de estilo bizantino, y veinte años después las dos diademas fueron soldadas de modo que formaron una sola corona. A los ojos de los húngaros, la santa corona no es como un emblema de la realeza, sino en cierto modo la realeza misma, como si el toque santo de la corona convirtiera a un sapo en un príncipe.

Los reyes no eran verdaderos soberanos ni se consideraban como legales y definitivos sus actos, sino después de haber sido coronados. Si un rey moría entre su elección y su coronación, aunque cuando fuese combatiendo por Hungría, se anulaban sus actos y se borraba su nombre de la lista de reyes. En el acto de la coronación, se ponía la corona sobre el hombro derecho a la esposa del rey y sobre la frente a las reinas reinantes, las cuales no tomaban el título de reina, sino de rey.

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El archiduque Otto, hijo del emperador Carlos, se refirió a la “mística» de la corona: “Hungría es un país muy especial desde este punto de vista, porque es el único, que yo conozca, donde el verdadero jefe de Estado es una reliquia histórica, la Corona de San Esteban, que no puede cambiar su punto de vista. El rey, en Hungría, es servidor de la Corona. Si jura lealtad, a la corona, debe asumir las consecuencias que se derivan de ese juramento inalterable».

Para los húngaros la corona ha sido el símbolo milenario de la soberanía y de la independencia, del que era indispensable estar en poseción para reinar. En toda la historia solo hubo un rey que no se hizo coronar, por considerar la ceremonia poco seria para un monarca que comulgaba con la doctrina del absolutismo ilustrado, con cierto matiz de enciclopedista. Se trata de José II, hijo de María teresa y la desdichada María Antonieta. En la historia húngara figura como “el rey con sombrero”, o sea no coronado, y, como tal, no tuvo nunca la misma consideración, iguales derechos ni idéntico prestigio que sus sucesores o sucesores.

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Encerrada en una triple arca de hierro, detrás de murallas y rejas, bajo la guardia de una milicia numerosa y bien armada, dos prefectos eran responsables de cuidarla día y noche delante de la puerta del santuario del castillo de Budapest. Tales precauciones no fueron, sin embargo, lo suficientes para impedir ciertas aventuras que sufrió la santa corona durante las innumerables revueltas políticas de los siglos últimos siglos.

Los aspirantes al trono se disputaban sangrientamente la posesión de este preciado talismán, cuyo contacto dejaba sobre la frente el signo indeleble de la realeza. Fue robada multitud de veces de su santuario, entregada por traición, sacada fuera del reino de Hungría, vendida y vuelta a comprar, perdida y vuelta a encontrar, y el relato de sus aventuras llenaría un libro completo.

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Una vez la perdió en el camino un candidato nómada que se la había llevado oculta en un barril. Otra vez, en 1440, la emperatriz Isabel, madre de Ladislao el Póstumo, la robó para empeñarla en manos del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico III, el cual dio a cambio un papel como los que se expiden en las casa de empeño de la actualidad.

Cuando la causa nacional fue vencida, Kossuth y los otros jefes de la república, antes de expatriarse, enterraron piadosamente la corona al pie de un árbol, en un paraje solitario, para evitar que Austria la tomara. Pero un traidor la entregó por dinero, y el gobierno austríaco devolvió la corona solemnemente al castillo de Budapest.

La joya, reverenciada por los húngaros como símbolo de su nacionalidad y tradición cristiana, fue llevada de Hungría durante la Segunda Guerra Mundial y entregada al ejército norteamericano para ser salvaguardada de las fuerzas soviéticas que habían tomado Budapest. Permaneció oculta en las cámaras acorazadas de Fort Knox hasta su devolución a Hungría en 1987.

Experto en dinastías realza «la leyenda de la bella emperatriz» Sissi en el aniversario de su asesinato

El profesor de Historia e historiador especializado en casas reales Dativo Salvia y Ocaña participó de #ConversacionesconSC para rememorar la figura de la emperatriz Isabel de Baviera, conocida popularmente como «Sissi», al cumplirse el 10 de septiembre un nuevo aniversario de su asesinato. El experto aseguró que «su muerte fue tan impactante en primer lugar por lo violenta» y además «porque la leyenda de la bella Emperatriz oculta tras sus abanicos o velos negros, siempre viajando en pos de algo indefinido que le sirviera para mitigar su tristeza, ya comenzaba a expandirse por toda Europa», cuando la consorte del emperador Francisco José tenía 60 años. La emperatriz, asegura el experto, «fue victima de desordenes alimenticios provocados por trastornos más graves a nivel psicológico» y mencionó «neurosis diversas y bulimia» así como «rechazo a las relaciones sexuales frecuentes». «Puede ser que las gentes sintieran lástima por el destino de esta princesa, rodeada de desgracia desde prácticamente el inicio de su vida pública», analizó.

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—Hace unos 120 años la emperatriz «Sissi» murió en un atentado horrible y el shock fue mundial: ¿quién era Isabel y por qué su muerte fue tan impactante para Europa?

—Isabel fue Emperatriz de Austria, Reina de Hungría y Bohemia, como consorte del Emperador Francisco José I (1830-1916), uno de los soberanos más importantes de la Historia, con un reinado muy largo ya que subió al Trono con 18 años. Presidió la edad de plata de la cultura austríaca, que influiría en todo el mundo. Isabel, nacida en Munich en 1836, era su prima, ya que sus madres Sofía y Ludovica de Baviera, eran hermanas, hijas del Rey de Baviera, Maximiliano I. El padre de Sissi, era otro Maximiliano, jefe de la rama menor de la Casa de Wittelsbach, los Zweibrücken-Birkenfeld-Gelnhausen, por lo que su título desde su nacimiento era de Duquesa EN Baviera. Pasó una feliz y libre infancia y adolescencia en el castillo de Possenhofen, a orillas del lago Sternberg. Tuvo numerosos hermanos: los Duques Luis Guillermo, Carlos Teodoro y Maximiliano en Baviera, la Princesa Elena de Thurn y Taxis, la Reina María Sofía de las Dos Sicilias, la Princesa Matilde de las Dos Sicilias y la Princesa Sofía de Orleans, Duquesa de Alençon. Era prima hermana del famoso y perturbado Rey Luis II de Baviera, constructor de castillos. Y casó en 1854 a los 16 años.

Creo que su muerte fue tan impactante en primer lugar por lo violenta, llevada a cabo por un anarquista. No es que fuese extraño este tipo de atentados, pero en general no afectaban directamente a reinas consortes o princesas, sino que soberanos en ejercicio y miembros del gobierno, eran sus víctimas principales. En segundo lugar, porque la leyenda de la bella Emperatriz oculta tras sus abanicos o velos negros, siempre viajando en pos de algo indefinido que le sirviera para mitigar su tristeza, ya comenzaba a expandirse por toda Europa. No tanto en el seno del Imperio, donde sus continuas ausencias eran ciertamente impopulares. Por último, puede ser que las gentes sintieran lástima por el destino de esta princesa, rodeada de desgracia desde prácticamente el inicio de su vida pública.

—¿Qué puedes decirme del impacto que su muerte tuvo en su esposo, Francisco José, ¿y en lo que sucedería más tarde con la casa de Habsburgo?

El impacto fue enorme, como pueden imaginar. Las palabras que pronunció Francisco José al conocer la noticia, “nada me ha sido evitado”, son el reflejo de su desgarro al conocer la muerte de su bella esposa y una más en el cúmulo de desgracias de los últimos años (derrotas militares, pérdida de territorios, suicidio de su hijo, fusilamiento de su hermano en México).

Francisco José seguía queriendo mucho a su esposa, a pesar de las ausencias de esta y lo muestran las hermosas cartas que le enviaba continuamente y los ruegos permanentes a que regresara. La presencia de la amiga del Emperador, Catharina Schratt, no contradice esta aseveración, y más todavía no conociendo hasta el día de hoy la exacta naturaleza de esa amistad.

Respecto a lo que sucedería más adelante con la Casa de Austria, creo que la muerte de la Emperatriz no tuvo un efecto político significativo, descontando el aumento de la vigilancia que el gobierno ejercía sobre grupos anarquistas dentro del Imperio. Está claro que el impacto emocional y la tristeza, permaneció en Francisco José y sus hijas, hasta el final de sus días.

—La figura de Sissi ocupa un lugar notable en la memoria colectiva, no solo por su muerte, sino por su figura física. Se habló mucho sobre ello, ¿de verdad fue víctima de desórdenes alimenticios o ves algo más?

Sin duda fue victima de desordenes alimenticios provocados por trastornos más graves a nivel psicológico. Neurosis diversas y bulimia son claros diagnósticos, así como rechazo a las relaciones sexuales frecuentes. Sus etapas de obsesiones diversas nos dan una lista enorme y variada: viajes y largas horas para montar velozmente a caballo, interminables caminatas, ejercicios gimnásticos, viajes en la cubierta de los barcos en momentos de tormenta, pasión enfermiza por Hungría, por Grecia, por Heine, odio al ceremonial de la Corte y a la vida pública, etc. No ayudó en nada su temprano matrimonio y maternidad, a pesar del amor de Francisco José, y las presiones de la vida en la Corte.

—Muchas veces se ha comparado a Isabel con Diana, princesa de Gales, como epítome de la elegancia de su época ¿se puede establecer un paralelismo entre ellas, más allá de su trágico final?

Sin duda se pueden establecer paralelismos en muchos aspectos: belleza, elegancia inimitable, estilo, problemas de salud a nivel mental y alimenticio, diferencias de opinión con la Corte y alejamiento de esta; enfrentamientos con algunos miembros de su familia política, gran amor hacia sus hijos e intervención directa en su educación; interés por los desfavorecidos, amor por la música, apertura de su círculo social a personas de toda clase, etnia, país o creencias. Finalmente, el trágico final de ambas y su entrada en la leyenda colectiva del mundo, rematan esos paralelismos.

La fascinante corte de Rodolfo II, el emperador de los científicos, astrólogos, magos y mentirosos

Emperador del poderoso Sacro Imperio Romano Germánico, fue un hombre introvertido y extravagante que convirtió a Praga en el centro universal del conocimiento, las ciencias, las artes y la magia.

En su corte vivieron científicos, artistas y matemáticos, astrónomos… pero también astrólogos, magos, nigromantes, charlatanes y vividores que hicieron de la vieja Bohemia un lugar tan fascinante como lúgubre. Rodolfo de Habsburgo nació en Viena en 1552. Según los astrólogos cortesanos, el archiduque nació bajo una nefasta conjunción de astros, los mismos que tanto le fascinarían siendo adulto.

Y, en efecto, su vida no fue muy placentera desde el principio. Su hermano mayor, el archiduque Fernando, heredero del Imperio, falleció tres semanas antes de nacer él. Abatida por la pérdida, su madre, la española María de Austria, jamás le mostró cariño a su bebé. Para alejarlo de las influencias luteranas, su tío Felipe II de España lo llevó consigo a su corte de Madrid, donde lo educó. Gracias a los gustos secretos de Felipe II, el joven Rodolfo comenzó a interesarse en la alquimia y las ciencias ocultas.

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Rodolfo II de Habsburgo

Tras regresar a Viena, en 1676, tras la muerte de su padre, Rodolfo II fue elegido emperador, pero no estaba feliz con sus muchas coronas. Gobernar le espantaba, le parecía aburrido, monótono, absolutamente superficial. Prefería estudiar las ciencias, practicar las artes mágicas, coleccionar reliquias y objetos misteriosos. En lo que fue quizás la mayor jugada política de su reinado, en 1583, tomando como pretexto un terremoto, Rodolfo II abandonó Viena para transformar la ciudad checa de Praga en la capital de su imperio. Allí encontró la tranquilidad que necesitaba para entregarse a sus quehaceres mágicos y a sus experimentos alquímicos, ciencia en la que lo introdujo su tío español

Rodolfo II buscó en esta disciplina una fuente de riquezas y, al mismo tiempo, un elixir para calmar sus achaques físicos. Quiso aprender por sí mismo el arte de transmutar los metales y convertirlos en oro, y por ello decidió congregar a una serie de auténticos alquimistas, pero también de charlatanes, que querían enriquecerse a su costa. A partir de entonces, fundó en su corte una especie de academia científica donde la principal disciplina era la alquimia. Praga se convirtió en el centro científico, cultural y místico de Europa y hasta allí llegaban grandes sabios, químicos, astrólogos, astrónomos y artistas, quienes estudiaron y desarrollaron sus trabajos al amparo de Rodolfo II (y su ayuda financiera). Según el historiador Boleslays Balbinus, en su corte trabajaron sucesivamente 200 alquimistas.

El emperador alquimista no salía de los laboratorios del Castillo de Praga. Abandonó por completo los asuntos de gobierno, desoía los consejos de sus ministros y se negaba a recibir a los embajadores extranjeros. Solo le interesaban el trabajo de sus orfebres, las obras de arte y las investigaciones de sus científicos. Y, por supuesto, las premoniciones de sus astrólogos, la mayoría de los cuales resultaba ser un fraude.

«Los brujos, los magos, los alquimistas y todo el conjunto de talentos (muchos comprobados, algunos usurpados) sumergían al emperador en un universo fanástico casi irreal» [Jean Des Cars, La saga de los Habsburgo]

El doctor Tadeus Hájek, matemático, astrónomo y esoterista, gozaba de la confianza del monarca y fue el encargado de recibir a quienes decían ser alquimistas y desenmascarar a los impostores. En muchas ocasiones descubrió a los estafadores, pero otras veces lograban ocupar un puesto en las destilerías reales. Uno de los personajes más famosos de la corte de Rodolfo II fue Johannes Kepler, quien afirmaba que la Tierra giraba alrededor del Sol y que no era el centro del Universo, corriendo el peligro de ser quemado en la hoguera por herejía.

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Tycho Brahe

Otro personaje curioso de la corte de Praga fue el astrónomo danés Tycho Brahe, quien durante años había escudriñado los astros al amparo del rey Federico II de Dinamarca y, en 1599, llegó a Praga con la intención de conocer al emperador alquimista y gozar de su ayuda monetaria. De inmediato, Brahe se convirtió en un personaje indispensable para Rodolfo II, quien lo consultaba en todo momento. Brahe había descubierto la ecuación anual de la Luna y determinó la desigualdad principal de la órbita lunar con referencia al plano de la elíptica. Gracias a sus conocimientos consiguió convertirse en astrónomo, astrólogo y matemático imperial, obteniendo grandes riquezas y un observatorio exclusivo.

Pero lo que más llamó la atención del emperador fue la capacidad profética de Brahe. Nadie dudaba en que predecía el futuro y que era capaz de descubrir los misterios celestiales, además de curar las enfermedades. De hecho, comenzó a venderse un elixir que llevaba su nombre y que, supuestamente, tenía virtudes terapéuticas. Brahe también preparó un brebaje milagroso para Rodolfo II que contenía melaza, oro potable y tintura de coral. Cierto día, tras consultar los astros, Brahe le anunció a Rodolfo II unas predicciones preocupante: uno de sus descendientes legítimos lo asesinaría, por lo que era recomendable que no se casara ni tuviera hijos. Siguiendo el consejo, Rodolfo II permaneció soltero toda su vida, pero mantuvo como concubina a Catarina da Strada, hija de su proveedor de antigüedades, con la que tuvo cinco hijos turbulentos.

La tolerancia del emperador hacia personajes «herejes» provocó que Roma interviniera y declarar a Rodolfo II persona non grata en los círculos papales y que surgieran sospechas de que coqueteaba con la magia negra. Los enviados del papa, a quienes el emperador se negaba a recibir, informaron que Rodolfo II, rodeado de astrólogos, espiritistas, videntes, magos, nigromantes y alquimistas, estaba endemoniado.

Sin fuerzas para afrontar las conspiraciones y las luchas de poder, el ánimo de Rodolfo II se vino abajo. No recibía a nadie, sufría alucinaciones, ataques de pánico y trastornos obsesivos. Convencido de que existía una conspiración para asesinarle, comía solo en su habitación. Se hizo servir siempre por el mismo mayordomo, en el mismo plato y en el mismo rincón. Rodolfo II jamás volvió a recibir a un sacerdote y desarrolló un auténtico pánico hacia Dios y los sacramentos católicos.

En 1608, el melancólico Rodolfo II cedió el poder a su hermano, el archiduque Matías, y desapareció de la vista de todos. Cuando enfermó, solo aceptó ser tratado con un elixir preparado exclusivamente para él por el alquimista Sethon, pero ninguna pócima pudo curarlo. Rodolfo II murió abandonado por todos, el 20 de enero de 1612, poco después de su león y sus dos águilas imperiales negras, tal y como le había profetizado Tycho Brahe.

Uno de los grandes legados del emperador alquimista fue el «Gabinete de las Artes y las Maravillas», en el que atesoraba su colección de reliquias y otros objetos considerados «mágicos». En sus cientos de gabinetes, Rodolfo II llegó a reunir medallas, amuletos, cruces, péndulos, armas, piedras preciosas y otros objetos a los que el emperador atribuía poderes sobrenaturales. Entre ellos se encontraban la supuesta vara con la que Moisés separó el Mar Rojo, barro con el que Dios moldeó a Adán o figuras del Antiguo Egipto, monstris.

Según el historiador Oscar Herradón, «Rodolfo lamentó no conseguir el famoso ainkhurn y la copa de ágata de la familia, que pasaron a su tío Fernando, y a los que atribuía un poder sobrenatural«. El «ainkhurn» era un supuesto cuerno de unicornio, criatura que fue considerada real por muchos soberanos, mientras que la copa de ágata era para Rodolfo II aún más valiosa, ya que la tradición la consideraba como el Santo Grial.

El día que el Bazar de la Caridad ardió y el trágico final de la hermana de Sissi

El bazar de la caridad” («Le Bazar de la Charité” en su idioma original) es una serie francesa que ahora se emite en Netflix y está inspirada en un hecho real: el feroz incendio en el Bazar de la Charité en París en 1897, que se cobró la vida de decenas de jóvenes, entre ellas la hermana de la emperatriz Isabel de Austria, Sofía Carlota. Joven de vida complicada, esta princesa bávara estuvo destinada a ser reina de su país pero el capricho de su prometido la dejó a un lado. Casada por designios dinásticos con un príncipe que no la amaba, Sofía Carlota se volcó a la beneficencia, actividad que sellaría su trágico destino.

El 27 de enero de 1867, el reino de Baviera celebró a lo grande el compromiso del rey Luis II con su prima, la joven duquesa Sofía Carlota (1847-1897). La boda se planeó para el 12 de octubre del mismo año, pero para cuando ya estaba casi todo preparado para la gran ceremonia (entre ellos, la construcción de un carruaje real y la acuñación de monedas conmemorativas) de repente, sorprendentemente, Luis II canceló los planes apenas dos días antes.

Ante el estupor general, el desencanto de Sofía y la indignación de la familia de Ludovika, Luis II jamás volvió a pensar en casarse y nadie supo bien por qué. Un año más tarde, Sofía Carlota se casó con el príncipe Ferdinand de Orleáns, duque de Alençon y nieto del rey Luis Felipe de Francia. No se trataba, por supuesto, de un matrimonio por amor. Por el contrario, el compromiso fue acelerado por los padres de la duquesa, según se cuenta, porque ella había iniciado un romance con un fotógrafo llamado Edgar Hansftaengl.

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Los recién casados se instalaron en Londres, donde la familia real francesa vivía bajo la protección de la reina Victoria de Inglaterra. La flamante duquesa de Alençon comenzó a ser víctima de frecuentes períodos depresivos que se fueron agravando con el pasar de los años. Tuvo dos hijos, la princesa Luisa Victoria y el príncipe Emanuel, duque de Vendôme.

En busca de calmar el espíritu de su esposa, el duque de Alençon decidió mudarse a Palermo, a orillas del Mediterráneo, y luego en Merano. En esta última ciudad, Sofía Carlota se enamoró de su médico, Hans Glaser, con tanta pasión que quiso abadonar a su familia y fugarse con este hombre que le aliviaba sus dolores físicos y espirituales. Cuando el plan fue descubierto, a Alençon no le quedó más remedio que internar a su esposa en un hospital psiquiátrico. Sofía Carlota no salió de allí sino hasta dos años después. Sintiéndose recuperada, se dedicó a las obras de caridad y vivió casi todo el tiempo en un convento de París.

El Bazar de la Caridad antes de su inauguración.
Las llamas consumieron todo a su paso.

El 4 de mayo de 1897 Sofía Carlota presidía una gran feria de beneficencia, el “Bazar de la Charité”, pero durante la proyección de una película de los hermanos Lumiére una chispa provocó de inmediato un incendió. Murieron casi ciento cincuenta personas, carbonizadas y pisoteadas, entre las cuales se encontraban la duquesa. En lugar de huir, Sofía Carlota había decidido ayudar a escapar a algunas de las jóvenes que trabajaban allí y regresó varias veces al edificio hasta las llamas la alcanzaron y no pudo salir. Cuando recuperaron su cadáver, atrozmente mutilado, estaba tan quemado que sólo su dentista pudo identificarlo por la dentadura. La noticia llegó al otro día a la corte austrohúngara. La hermana, la emperatriz Sissi, destrozada por el dolor, solo atinó pudo murmurar: “La maldición crece…”

Búsqueda de restos y objetos de valor en las ruinas del bazar.
La zona donde estuvo emplazado el Bazar tras su incendio.

Así contaron los diarios europeos el asesinato de los archiduques austriacos hace 105 años

El regicidio de Francisco Fernando de Habsburgo conmocionó al mundo: aquí, los cables telegráficos publicados por la prensa.

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A 130 años de la muerte de Rodolfo de Habsburgo: ¿pacto suicida o asesinato político?

  • Se habló de atentado, de conspiración, de suicidio, pero nunca se supo la verdad sobre la muerte del heredero del Imperio Austrohúngaro y su amante, María Vetsera.
  • La verdad sobre lo ocurrido el 30 de enero de 1889 en el pabellón de caza imperial de Mayerling quedará en el misterio para siempre.

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