Así fue como el implacable «Sistema Kensington» amargó horriblemente la infancia de la reina Victoria

Fue emperatriz del imperio más grande del mundo, pero creció en una verdadera jaula de oro. Siete estrictas reglas dominaron su existencia alejada de cualquier contacto con otros niños.

“Entré en mi sala de estar (solo con mi bata) y los vi. Lord Conyngham luego me informó que mi pobre tío, el rey, ya no existía, y que había expirado a las dos y doce de la mañana y, en consecuencia, que yo era la reina». Así es como Victoria de Inglaterra recordó el momento que cambiaría su vida para siempre. A las seis de la mañana del 20 de junio de 1837, la joven princesa fue despertada de su cama para ser informada de que su tío, el rey Guillermo IV, había muerto durante la noche.

Esto significaba que Victoria, que solo tenía 18 años en ese momento, ahora era la reina de Inglaterra. A pesar de su corta edad, Victoria tomó las riendas estoicamente. Se mantuvo tranquila y no necesitó de las sales aromáticas que su institutriz había preparado para ella. En su primera reunión con su consejo privado, unas pocas horas después, los nuevos ministros de Victoria se alzaron sobre ella: Era pequeña y tuvo que sentarse en una plataforma elevada para poder verla. Sin embargo, lo que a Victoria le faltaba en altura, lo compensó con determinación y rápidamente causó una impresión favorable. Era, en definitiva, el primer día de su vida, después de haber pasado los anteriores 18 años sometida a una estricta y triste infancia.

Victoria nació el 24 de mayo de 1819 en el Palacio de Kensington.
Retratos de Victoria y sus padres Eduardo, duque de Kent, y Victoria Mary Luisa de Sajonia-Coburgo.

Aunque Victoria asumió sus responsabilidades reales con notable confianza, no había estado destinada al trono. Cuando nació en 1819, la posibilidad de convertirse en reina parecía muy remota. Como hija única del cuarto hijo del rey Jorge III, Eduardo (duque de Kent), era la quinta en la sucesión al trono. Sin embargo, cuando llegó a la adolescencia, a la muerte de su padre, sus hermanos y cualquier otro heredero legítimo la convirtieron en la heredera más cercana de Guillermo IV. Victoria pasó sus años de formación en el Palacio de Kensington, Londres. Sin embargo, en muchos sentidos, el palacio resultó ser una prisión para la princesa, y su infancia allí fue muy triste. Tras la muerte de su padre a causa de una neumonía, cuando ella tenía apenas ocho meses, su vida estuvo dominada por su madre, la duquesa de Kent, y su ambicioso asesor.

Justo hasta que se convirtió en reina, Victoria se vio obligada a compartir un dormitorio con su madre.

Su madre Victoria Mary Luisa era, por nacimiento, princesa de Sajonia-Coburgo-Saafeld. Desde que llegó a Londres en 1818, para casarse con el duque de Kent, la princesa alemana se empecinó en llevarse mal con todo el mundo, empezando por sus cuñados los reyes Jorge IV y Guillermo IV. Al morir su marido en 1820, la duquesa de Kent vio su oportunidad para alcanzar el poder mediante la regencia de su pequeña hija, que ya había ascendido todos los escalones posibles en la sucesión al trono. Se alió con sir John Conroy, un ambicioso, perverso, prepotente y violento funcionario que robaba dinero y hasta llegó a golpear a la duquesa frente a su hija cuando no conseguía lo que deseaba. Conroy tenía grandes esperanzas: imaginaba que la princesa Victoria llegaría al trono a una edad temprana, necesitando así un gobierno de regencia, que sería dirigido por la duquesa. Su plan era aislar a la duquesa de Kent y su hija de otros miembros de la familia real para que solo él estuviera en condiciones de aconsejarlos.

John Conroy mantuvo un control estricto sobre la princesa

Como secretario personal de la duquesa de Kent, sir John Conroy sería el verdadero «poder detrás del trono», pero no contaba con que Guillermo IV, sobreviviera el tiempo suficiente para que Victoria alcanzara su mayoría. Por la influencia de Conroy, la relación entre la duquesa viuda y Guillermo IV se agrió al punto de ser exiliada de la corte mientras ella impidió que el rey visitara a su sobrina y heredera. Confinada al palacio de Kensington y sin asignación propia, la duquesa vivía en el resentimiento, todo lo cual condujo a una dramática escena durante una cena en 1836 cuando el rey, harto de la duquesa y de Conroy, expresó en un banquete la esperanza de vivir lo suficiente para evitar la regencia de “una persona que está sentada cerca mío, que se encuentra rodeada por malos consejeros y es incompetente para comportarse con propiedad en cualquier posición en que se le situara”. Sintiéndose «groseramente insultada» la duquesa se retiró del banquete escandalosamente.

Sir John Conroy, asesor personal y ambicioso amante de la duquesa de Kent.

Victoria conservó pésimos recuerdos de su infancia, dominada por la ambición de la duquesa y su presunto amante, que tenía la intención de establecerse como el poder detrás del trono en el caso de una Regencia (en la que la madre de Victoria gobernaría con ella si ella accediera cuando aún era menor de edad). Viuda a los dos años de casada -cuando tenía apenas 32 años- la duquesa creó en torno a su hija una especie de proteccionismo neurótico, destinado a preservar la esperanza de la monarquía y, de esta forma, tanto su futura influencia en el gobierno como su bienestar económico. La pareja impuso un código de disciplina sofocante a la joven Victoria, que llegó a conocerse como el ‘Sistema Kensington’. Junto con un calendario estricto de lecciones para mejorar su rigor moral e intelectual, este asfixiante régimen dictaba que la princesa no pasaba mucho tiempo con otros niños y estaba bajo la supervisión constante de un adulto. Justo hasta que se convirtió en reina, Victoria se vio obligada a compartir un dormitorio con su madre. Se le prohibió estar sola, o incluso bajar las escaleras sin que alguien la tomara de la mano.

Victoria Mary Luisa, viuda del príncipe Eduardo de Inglaterra, duque de Kent.

Así, la princesa Victoria no pudo tener su propia habitación en el palacio de Kensington y tuvo que dormir en una pequeña cama, casi una cuna, al lado de la cama de su madre hasta que cumplió 18 años. La vigilancia de la duquesa hacia su hija era absoluta y las reglas de máximo cuidado reinaban en la casa: la princesa no podía subir ni bajar escaleras sin un adulto que le diera la mano. Cada tos, cada trozo de pan y mantequilla consumidos, cada carta y cada paso debía ser reportado a Conroy. Según el medio hermano de Victoria, el príncipe Karl de Leiningen, “la base de todas las acciones, de todo el sistema seguido en Kensington” era asegurar que solo la duquesa de Kent tuviera influencia sobre su hija y que “nada ni nadie fuera ser capaz de sacar a la hija de su lado”. Ese sistema implicaba la vigilancia constante de la niña «hasta el detalle más pequeño e insignificante».

La duquesa de Kent tuvo poca presencia en la corte de su hija y murió en 1861.

La joven Victoria aprendió a odiar a Conroy por su nociva influencia y el maltrato que les dispensaba a ella y a su madre. Lo describió como «un monstruo» y «un demonio». Más adelante en su vida, ya coronada como reina, Victoria reflexionó que tuvo “una vida muy infeliz de niña… y no sabía qué era una vida familiar feliz”. Ella mantuvo un profundo odio hacia John Conroy por manipular a su madre e imponerle reglas tan rígidas, que luego lo describió como «la encarnación del demonio». No fue sino hasta convertirse en reina, en 1837, cuando Victoria pudo liberarse de las garras claustrofóbicas de Conroy y su madre. Su relación con su madre permaneció tensa y distante durante muchos años y limitó ferozmente la influencia de Conroy en la corte. Apenas dos años después de que Victoria tomara el trono, el hombre renunció a su puesto y se fue a Italia en medio de vergüenza y escándalo.

Durante toda su infancia, la vida de Victoria estuvo dominada por 7 reglas inquebrantables:

1. No podía pasar tiempo sola y siempre tenía que dormir en la habitación de su madre. No podía bajar las escaleras sin tomar la mano de un adulto en caso de que se cayera.

2. No podía reunirse con ningún extraño o tercero sin que su institutriz estuviera presente.

3. Tuvo que escribir en un «Libro de comportamiento» qué tan bien se había comportado cada día, para que su madre pudiera evaluar su progreso. A veces era bueno, a veces «MUY SUCIA».

4. Solo podía aparecer en público en «giras publicitarias» cuidadosamente gestionadas por su madre y sir Conroy con el objetivo de distanciarla del impopular régimen de sus tíos, los reyes Jorge IV y Guillermo IV, y presentarla como «la esperanza de la nación».

5. No podía bailar la nueva danza escandalosa e íntima llamada el «vals», ni siquiera (como se suele decir) con personas de la realeza. Nunca lo haría hasta su boda con el príncipe Alberto.

6. Debía aumentar su fuerza corporal haciendo ejercicio con sus máquinas de madera y una máquina con poleas y pesas. Tomar suficiente aire fresco diariamente, otra de las reglas, la convertiría en una amante de las ventanas abiertas para toda la vida, incluso en invierno.

7. No podía elegir su propia comida. Se le permitía comer pan con leche y carne de cordero asada, y se le prohibió comer sus cosas favoritas: dulces y frutas. El menú era previamente aprobado por Sir John Conroy.

Enanos y deformes en palacio: la pasión de la reina Victoria por los circos de fenómenos

Cuando Charles Stratton, de 63 años de edad y 63 cm de altura, llegó al Palacio de Buckingham en marzo de 1844, con su espectáculo de fenómenos, marcó el comienzo de la obsesión de la reina Victoria de Gran Bretaña con el mundo de los «monstruos del circo».

Su “manager”, cuyo nombre artístico era “General Tom Thumb”, hechizó a la reina con trucos y parodias de enanos, que incluían una batalla ceremonial con el perrito de su majestad. La audiencia, que incluía al príncipe Alberto, pensó que todo aquello era divertidísimo. La reina Victoria quedó tan cautivada con Tom que escribió sobre él en sus diarios y lo invitó, junto con otros «monstruos» del circo, a varias reuniones más ese año.

Fue en ese mismo año de 1844 cuando Tom Thumb hizo su debut en los escenarios de Londres, con cientos de personas acudiendo en masa para ver al «el hombrecito maravilloso». Su llegada a Londres fue tan espectacular que su legado vive en la exitosa película de 2017 “The Greatest Showman”, protagonizada por Hugh Jackman como PT Barnum y Sam Humphrey como Stratton. Pero quizás nada de eso hubiera sido posible sin su fan más grande, que también era su fan más famoso: la obsesión de la reina Victoria por Tom Thumb y otros artistas extravagantes le aseguró a la compañía una vida de celebridad y riqueza.

El historiador John Woolf, autor de The Wonders: Levantando el telón sobre los shows de fenómenos, el circo y la era Victoriana dijo que la soberana en realidad popularizó el “freak show” en la Gran Bretaña de mediados del siglo XIX. «Antes de la década de 1840, el espectáculo freak se veía como un asunto humilde asociado con ferias itinerantes. Pero se convirtió en una forma respetable de entretenimiento, que disfrutan todos, de todas las edades, clases, géneros y orígenes», dijo Woolf. «El respaldo de la reina Victoria también abrió las puertas de los palacios europeos, y Tom Thumb hizo una gira europea en 1845 y se presentó ante el rey Luis Felipe de Francia, el rey Leopoldo y la reina Luisa María de Bélgica, y la reina de España. Años más tarde, se presentóante personas como el presidente Lincoln. Mientras tanto, Victoria siguió recibiendo a los fenómenos».

Según el doctor Woolf, el Palacio de Buckingham y el Castillo de Windsor se convirtieron en una puerta giratoria para personajes considerados “monstruos”, incluidos los enanos, los gigantes, los “aztecas”, los “terrícolas”, los gemelos siameses y guerreros zulúes: todo lo que no fuera “normal” era considerado un fenómeno para la diversión. «El amor de la reina Victoria por los intérpretes anormales era bien conocido en ese momento, aunque desde entonces los historiadores lo han ignorado en gran medida. Victoria escribió sobre muchos de los artistas que la visitaron”, dijo Woolf. “Busqué en sus diarios para encontrar sus entradas, lo que hace una lectura interesante. Por ejemplo, en julio de 1853 conoció a ‘los aztecas’: hermanos nacidos con microcefalia que desfilaron en espectáculos extraños y luego se casaron legalmente como parte un truco publicitario».

Mientras que la reina Victoria es recordada como la monarca de rostro severo, a menudo la lúgubre “viuda de Windsor” se convertía en una ferviente admiradora de la diversión que se sentía especialmente atraída por los forasteros. Woolf dijo que vale la pena recordar que Victoria era una princesa de sangre alemana nacida en Inglaterra y que vivía bajo el opresivo “Sistema Kensington” destinado a educarla como una monarca intachable. «Ella era, por nacimiento, una forastera. Incluso como reina fue marcada como diferente debido a su nacimiento. Y tenía sus propios problemas de cuerpo: era conocida como ‘la pequeña reina’, solo de 4 pies y 150 cm de altura, y ella solía lamentar que ‘todo el mundo crece menos yo’”. Se acercó más a sus sirvientes, John Brown y Abdul Karim, dos forasteros a quienes quiso mucho. Entonces, existe una conexión interesante entre Victoria y los artistas», dijo Woolf.

Las demostraciones anormales fueron muy importantes para la sociedad victoriana y tuvieron un gran impacto en cómo los victorianos veían el mundo. «Cuando era niña, Victoria encontró un escape de su difícil infancia en el circo”, finaliza Woolf en la entrevista con News.au. En 1839, unas semanas después de cumplir 18 años y poco después de que la hicieran reina, la cautivó el domador de leones Isaac A Van Amburgh, quien fue pionero en la combinación de menaje y circo. Ella lo vio actuar con leones siete veces en seis semanas; solía imaginarse luchando con los leones. Se sentía encantada y se ganó la reputación de preferir lo espectacular a lo agraciado, lo extranjero a lo británico».

¿Sabías que? La zarina Ana de Rusia era una gran amante de los espectáculos de fenómenos: su corte estaba repleta de enanos, paralíticos, deformes y otras criaturas.

12 datos sobre la extraordinaria vida de la reina Victoria a 120 años de su muerte

Nacida en el palacio de Kensington, nadie sospechaba que la niña se convertiría en la monarca más poderosa de su tiempo y que su nombre sería el emblema de una era histórica.

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Así eran los banquetes navideños de Victoria, una reina obsesionada por la buena mesa

Por DARÍO SILVA D’ANDREA

La reina Victoria de Gran Bretaña tenía una obsesión por la buena comida, mayormente producto de la depresión en la que la sumergió la prematura muerte de su amado esposo, el príncipe Alberto. El médico real, James Read, se mostraba especialmente exasperado con ella. No paraba de comer y, como era de esperarse, se quejaba de dolores de estómago y de hinchazón que la había mantenido despierta toda la noche, como resultado de un pesado pudín que disfrutó en la cena. Cuando el médico le prescribía una dieta estricta, Victoria se mostraba obediente pero al retirarse el médico volvía a atiborrarse de lujosos platos y abundante postre.

Dada la pasión que Victoria sentía por la buena mesa, durante su reinado se repitieron los banquetes y cenas formales en el Palacio de Buckingham con un flujo aparentemente interminable de platos exóticos fabricados en las amplias cocinas reales. En el transcurso de los banquetes reales, se servían entre cuatro y seis platos, con siete a nueve manjares en cada uno. Para grandes ocasiones, solían incluir bacalao con salsa de ostiones, patas de pato en salsa Cumberland y asado de cordero. Según los archivos reales, durante una comida en 1857 Victoria disfrutó de pasta italiana y sopa de arroz; caballa y merlán; carne asada y capón con arroz; pollo asado y espárragos; merengue y otros pasteles. De postre, los preferidos de Victoria: helado y profiteroles de chocolate.

Esto explica lo opulentos que solían ser los banquetes de Navidad y Año Nuevo, que fueron acrecentándose a medida que la reina envejeció. Victoria pasó las fiestas de diciembre de los últimos años de su vida en Osborne House, en la Isla de Wright. Mientras la cena navideña ofrecía platos muy bien elaborados, los menúes de las cenas de Año Nuevo demuestran que era una verdadera maestra del ahorro, ya que se comían las sobras de Navidad, incluyendo el pavo asado, chine de cerdo, pasteles de carne y pudín de ciruelas. Por supuesto, había un poco más de «restos» de la Navidad real, incluida toda la cabeza de jabalí, terrina Foie-Gras, pastel de gallo, ternera asada. El tradicional pudín de ciruelas era de un tamaño tan grande que tras la fiesta se cortaba en rebanadas y se enviaba en nombre de Victoria a sus parientes más importantes: la primera rebanada estaba reservada para su nieto imperial, el zar Nicolás II de Rusia, y llegaba por correo a San Petersburgo justo a tiempo para la Navidad ortodoxa rusa celebrada el 7 de enero.

En un menú de la cena navideña que se sirvió para la reina Victoria y sus invitados en la Navidad de 1894, consta la presencia de productos «de lujo» enviados como una cortesía por familias reales de toda Europa. La cabeza del jabalí solía ser un regalo del káiser Guillermo II de Alemania -nieto de Victoria- o del rey de Sajonia, mientras que el zar de Rusia enviaba algunos esturiones imperiales. El gran duque de Mecklenburg-Schwerin enviaba la mejor terrina de Pâté de Foie Gras, envuelta en masa de modo que pareciera una empanada de cerdo gigante, mientras el viejo emperador de Austria enviaba una docena de botellas de vino Tokay desde sus viñedos personales. A cambio, la reina Victoria enviaría 200 «puddings» navideños hechos en el Castillo de Windsor a todos sus familiares y familias reinantes de Europa para cuya cocción se necesitarían 24 botellas del mejor brandy.

5 datos históricos sobre el príncipe Alberto, el amado consorte de la reina Victoria

Primos hermanos -el padre de Alberto y la madre de Victoria eran hermanos- Victoria y Alberto nacieron con solo tres meses de diferencia, siendo Victoria la mayor de los dos (nació el 24 de mayo de 1819 en el Palacio de Kensington y Albert nació en Schloss Rosenau, en Baviera, el 26 de agosto). Incluso fueron recibidos por la misma partera, Charlotte Heidenreich von Siebold.

Para recordar su vida, descubrimos algunos hechos sorprendentes sobre la vida del más influyente consorte de la historia británica.

1. No fue él quien le propuso matrimonio a Victoria, sino ella a él

La reina Victoria se sintió atraída por Alberto desde el momento en que lo conoció. «Es extremadamente hermoso», escribió en su diario cuando su primo visitó Londres justo antes de cumplir 17 años en 1836. «Su cabello es del mismo color que el mío; sus ojos son grandes y azules y tiene una nariz hermosa y una boca muy dulce con dientes finos».

Aunque inicialmente se sintieron atraídos el uno al otro, pasarían más de tres años antes de volver a encontrarse. Durante este tiempo, Victoria se convirtió en reina (en 1837) y continuamente expresaó su renuencia a buscar un marido: «Temía la idea de casarme», escribió en abril de 1839. «Estaba tan acostumbrada a seguir mi propio camino…».

Sin embargo, el 10 de octubre de 1839, Alberto visitó Windsor como parte de un viaje “oficial” aunque empujado por su tío, el rey Leopoldo de Bélgica, un ambicioso casamentero. Como antes, Victoria se mostró completamente cautivada con él: “Él es tan amable y no se lo ve estirado, en resumen, es muy fascinante; él es excesivamente admirado aquí”, escribió en su diario.

Cinco días después de su reunión, durante la tarde del 15 de octubre, Victoria le propuso matrimonio. Como monarca reinante, era el deber de Victoria hacer la propuesta y Alberto debía aceptar debidamente su oferta. «¡Oh! ¡No puedo decir cuánto lo adoro y lo amo!”, escribió ella en su diario poco después de su compromiso. Albert, mientras tanto, le dijo a un amigo que había «alcanzado mi máximo deseo».

La pareja se casó el 10 de febrero de 1840 en la Capilla Real del Palacio de St. James y tuvo nueve hijos: cinco niñas (Victoria, Alicia, Helena, Luisa y Beatriz) y cuatro niños (Alberto, Alfredo, Arturo y Leopoldo).

2. Alberto diseñó Osborne House, la residencia familiar de la Isla de Wight

En mayo de 1845, Victoria y Alberto compraron la finca Osborne en la Isla de Wight por la suma de £ 28.000. Con sus extensos terrenos y su ubicación apartada, era el lugar perfecto para escapar del ajetreo y el bullicio de la vida londinense. Victoria apreciaba enormemente la casa y la utilizó durante más de 50 años para recibir visitantes. Es «imposible imaginar un lugar más bonito», escribió sobre la propiedad.

A medida que la familia de Victoria y Alberto se expandió, se hizo evidente que la casa original, una vez propiedad de Lady Isabella Blachford, requería una extensión. Por lo tanto, en 1848, Alberto encargó al maestro constructor Thomas Cubitt (que había trabajado anteriormente en la finca Belgravia del duque de Westminster en Londres) que remodelara la casa.

Por recomendación de Cubitt, la casa original fue demolida y se construyó una nueva desde cero. Alberto contribuyó significativamente al diseño de la nueva propiedad, un palacio italiano de estilo renacentista. También estuvo muy involucrado en el paisajismo de los terrenos y, según los informes, dirigiría a los jardineros desde la parte superior de una de las dos torres de la casa.

3. Alberto fue un padre «práctico»

El príncipe consorte «era un nuevo tipo de padre, adelantado a su tiempo, con un enfoque práctico para la crianza de los hijos», dice el escritor y productor de documentales Denys Blakeway. Ciertamente jugó un papel activo en la crianza de sus hijos (a diferencia de muchos esposos y padres en este período). Al comentar sobre su estilo de crianza, comentó una vez: «Hay un gran encanto, así como un profundo interés, en observar el desarrollo de sentimientos y facultades en un niño pequeño».

Pero Alberto también tenía estándares irrazonablemente altos para sus hijos, desarrollando un programa educativo riguroso para cada uno de ellos. Esto «tuvo muy poco en cuenta las habilidades de un intelecto promedio», dice Blakeway . “Alberto fue el producto de una educación intensiva en alemán que lo convirtió en un consumado polímato. Esperaba lo mismo de sus hijos, y más».

El príncipe consorte supervisó de cerca el funcionamiento diario del aula de sus hijos, dando consejos a sus maestros cada vez que lo creía conveniente. Una de ellas, una institutriz llamada Madame Hocédé, comentó una vez que Alberto nunca la dejó «sin mi sensación de que había fortalecido mi mano y elevado el estándar al que apuntaba».

Aunque padre riguroso, Alberto también tuvo una relación cercana con muchos de sus hijos, especialmente su primogénita, Victoria (“Vicky”), quien se parecía a él en su carácter. La institutriz de Vicky, Lady Lyttelton, una vez comentó sobre cómo el príncipe disfrutaba pasar tiempo con ella durante sus primeros años: «Alberto la sacudía y revoleaba, haciéndola reír, cantar y jugar con entusiasmo».

4. Alberto fue prácticamente el «rey» de Inglaterra

A los pocos meses de casarse con la reina Victoria, el príncipe movió su escritorio al lado del de su esposa y se habría convertido, efectivamente, en su secretario privado y principal asesor. Rápidamente se involucró en el funcionamiento del país, asesorando a su esposa en asuntos que iban desde la neutralidad política en el Parlamento hasta las disputas con Prusia y los Estados Unidos.

Según la historiadora Helen Rappaport, Albert fue en esencia un «rey sin título», particularmente después de que Victoria comenzó a tener hijos. «Con su esposa permanentemente marginada por el embarazo, Alberto [se volvió] todopoderoso, desempeñando las funciones de rey pero sin el título, conduciéndose implacablemente a través de un cronograma de deberes oficiales que incluso él admitió sentirse como en una cinta de correr», aseguró Rappaport.

5. La muerte de Alberto sacudió a Gran Bretaña

A las 10.50 pm del sábado 14 de diciembre de 1861, el príncipe consorte respiró por última vez. Había muerto relativamente joven, a lo 42 años, y había estado mal durante unas dos semanas. En su certificado de defunción, la causa oficial de su fallecimiento se dio como «fiebre tifoidea: duración 21 días». Más recientemente, sin embargo, los historiadores han atribuido su muerte a enfermedades como la enfermedad de Crohn, insuficiencia renal y cáncer abdominal.

Curiosamente, apenas unas semanas antes de su muerte, Alberto hizo el siguiente comentario, algo ominoso, a su esposa: “No me aferro a la vida. Tú lo haces… Estoy seguro de que si tuviera una enfermedad grave, debería rendirme de inmediato. No debería luchar por la vida. No tengo tenacidad de la vida”. El impacto de su muerte, tanto pública como políticamente, fue «enorme», escribió Rappaport. «Fue vista como nada menos que como una calamidad nacional, porque Gran Bretaña había perdido a su rey».

Victoria se hundió en una profunda depresión luego de la muerte de su esposo, se retiró de la vida pública y se negó a aparecer en funciones sociales. Su duelo duró décadas: se vistió de negro y durmió junto a una imagen de Alberto hasta su propia muerte casi 40 años después, en 1901. La habitación y el despacho de Alberto fueron conservados intactos durante toda la vida de Victoria, quien ordenó que a diario se cambiaran las sábanas, se colocara ropa limpia y agua fresca, como si Alberto todavía viviera.

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Con motivo del bicentenario del príncipe Alberto, documentos familiares relacionados con su vida fueron publicados en Internet.

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La biógrafa real Lucy Worsley cree que el consorte pensaba que, manteniendo a su esposa embarazada, podría cumplir su sueño de ser «rey en todo excepto de nombre». 

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Esta formidable reina no mintió ni cubrió sus puntos de vista, sino que expresó lo que muchas madres han pensado en secreto.

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La gran familia de la reina Victoria, un experimento real que conquistó Europa

La monarca odiaba ser madre y dejó la educación de sus nueve hijos en manos de su consorte, el príncipe Alberto. Deseaban que su prole fuera un ejemplo de virtudes y moralidad. ¿Lo consiguieron?

La reina Victoria de Gran Bretaña y su consorte el príncipe Alberto fueron dos amantes apasionados que sentían el uno por el otro una atracción física inusitada en la realeza del siglo XIX. Sin embargo, aparentemente no entendían el significado de la planificación familiar. El resultado fue nueve niños nacidos entre 1840 y 1857. Alberto, un príncipe alemán inteligente y ambicioso, estaba decidido a darle un buen uso a esta floreciente prole. Él y Victoria estaban unidos en el deseo de que no solo debían ser una familia modelo, amorosa y feliz, sino que también sentarían un ejemplo moral que redefiniría la realeza y sería la base de una gran familia que se extendería por toda Europa.

Desde el momento de su matrimonio con Victoria en 1840 hasta su prematura muerte, 21 años después, el influyente príncipe corsorte tuvo como propósito proteger y fortalecer a la monarquía británica en un momento en que la agitación política amenazaba y la revolución arrasaba Europa. Alberto creía que, para sobrevivir y prosperar, la realeza debería presentarse como una familia respetable, unida y amorosa. Como dice la historiadora Miranda Carter: “Es como si Alberto y Victoria trataran de llegar a sus súbditos de clase media y dijeran ‘mira, somos como tú, confía en nosotros'». Pero, por supuesto, la familia real no era como la clase media. Vivían en una burbuja cortesana donde las tensiones y las hostilidades se agravaron de a poco y los nueve niños eran adulados desde el momento en que nacían. Sin embargo, al mismo tiempo se esperaba que estos jóvenes fueran niños modelo, completamente obedientes a sus padres. Una tensión intolerable.

Infancias problemáticas

Una vida familiar tensa no fue algo sorprendente, dadas las experiencias propias de la pareja. Victoria y Alberto, de hecho, fueron producto de infelices infancias. La educación del príncipe en Alemania se había visto ensombrecida por la ruptura del matrimonio de sus padres. Su padre, el duque de Saxe-Coburg-Saalfield fue un mujeriego recalcitrante que prestó poca atención a sus hijos. Alberto creció con la determinación de, llegado el momento, ser un padre modelo y todo lo que su padre no era. Pero cuando se convirtió en padre, el problema fue que no tenía ningún ejemplo a seguir. Victoria, también, tuvo mucho contra qué reaccionar, ya que su padre murió pocos meses después de su nacimiento y creció completamente aislada en el Palacio de Kensington bajo el control de su dominante madre, la duquesa viuda de Kent.

Como era de esperar, dada la atracción física de la pareja, su primer hijo nació nueve meses después de su boda: se trató de la princesa Victoria, también conocida como “Vicky”. La reina estaba ocupada con sus deberes como monarca y podía dedicarle poco tiempo a su bebé, viéndola solo dos veces al día. Un año después, nació el príncipe Alberto Eduardo, el futuro rey, conocido como Bertie y titulado príncipe de Gales. La reina ahora tenía un heredero, el primer príncipe varón de la monarquía después de 60 años: «Nuestro niño pequeño es un niño maravillosamente fuerte y grande», escribió con orgullo. «Espero y rezo para que sea como su papá».

Con la sucesión razonablemente segura, muchos pensaron que Victoria y Alberto no tuvieran más hijos, pero en los próximos cinco años nacieron otros tres hijos: Alicia, Alfredo y Helena. Si bien la reina Victoria dio a luz a muchos hijos, odiaba estar embarazada, y los historiadores han sugerido que puede haber sufrido de depresión postparto. Comparó el embarazo con sentirse como “una vaca” y escribió que “un bebé feo es un objeto muy desagradable, incluso el más bonito es espantoso cuando está desnudo”. Tampoco quería amamantarlos, encontrando todo el proceso repulsivo. Por lo tanto, una nodriza fue empleada para todos sus hijos mientras Victoria volvía a entregarse a su consorte. El resultado fueron cuatro niños más: Luisa, Arturo, Leopoldo y Beatriz. La reina logró tuvo nueve bebés sanos que superaron la edad de 17 años, una hazaña física tremenda, y peligrosa dada las altas tasas de mortalidad materna de esa época.

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La familia real, un modelo de virtudes

La pareja real se puso a trabajar poniendo en acción su plan para tener una familia real modelo. Bajo los reyes de la Casa de Hannover, la monarquía había gozado de muy mala reputación, desgarrada por enfrentamientos y escándalos sexuales. Ahora, en innumerables pinturas y fotografías, Victoria y Alberto fueron mostrados al público en armoniosos retratos familiares. Hoy son un hermoso registro, si no uno estrictamente verdadero, del desarrollo de la familia real victoriana. La mecánica propagandísitca funcionó y Victoria se mostró encantada: «Dicen que ningún soberano nunca fue más amado que yo (me atrevo a decirlo), y esto se debe a nuestro feliz hogar y al buen ejemplo que presenta”, escribió.

En una ruptura de las convenciones de la época, Victoria se dedicó a tareas de gobierno mientras que Alberto asumió la responsabilidad de la educación de los niños y la organización de la casa real. Era un padre amoroso, especialmente con las princesas, pero Victoria fue mucho más distante y contenida. Observó atentamente a Alberto tomar el control de todos los aspectos del desarrollo de los niños y le dio total libertad para su educación. Al principio, el príncipe encontró esta tarea satisfactoria y estimulante, apelando a su sentido como experto en comportamiento humano: “Ciertamente hay un gran encanto, así como un profundo interés, en observar el desarrollo de los sentimientos y las facultades en un niño pequeño”, comentó una vez.

Educando a los príncipes

Hijo de una estricta educación alemana, el príncipe Alberto desarrolló un programa educativo punitivo para que sus hijos se convirtieran en príncipes modelo, aunque sin tener en cuenta las habilidades intelectuales. Según Baron Stockmar, su asesor, el régimen le daría a cualquier niño fiebre cerebral. “Los principales objetivos aquí”, estableció el príncipe, “son su desarrollo físico, la formación real, el entrenamiento para la obediencia”. El castigo corporal era el centro de este entrenamiento y los niños con frecuencia recibían “un castigo real con latigazos” si se salían de la rutina y el mismo Alberto golpeaba los dedos de sus hijos durante las lecciones de piano cuando tocaban las notas equivocadas.

También había instrucción sobre modales y, a medida que los niños crecieron, lecciones en los idiomas de las cortes reales de Europa, especialmente en alemán y francés. Además recibieron clases en latín, geografía, matemáticas y ciencias. Afortunadamente, Vicky, la hija mayor, era extremadamente inteligente y superó muy bien el estricto régimen educativo del palacio de Bucingham. Comenzó clases de francés a los 18 meses de edad y todavía era muy pequeña cuando hablaba latín y leía a William Shakespeare. Naturalmente, dada la herencia de sus padres, también hablaba alemán con fluidez, lo que le sería útil en su futura vida como emperatriz de Alemania.

La reina respaldó completamente el plan de su marido. Ella lo idolatraba y le decía a sus hijos que “ninguno de ustedes estará lo suficientemente orgulloso de ser hijo de tal padre, quien no tiene su igual en este mundo”. En el fondo, Victoria deseaba que todos sus hijos varones se parecieran al príncipe consorte, pero fracasó en su intento. Rezó para que “Bertie” creciera y se pareciera a su querido padre “angelical” en todos los aspectos, tanto en cuerpo como en mente. Pero el heredero resultó ser, en todos los aspectos, todo lo contrario de su padre.

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Desde temprana edad, Bertie se negó obstinadamente a ajustarse al plan educativo de su padre, encontró difícil el aprendizaje y le costaba mucho concentrarse. La intensa presión sobre el joven príncipe de Gales produjo una reacción negativa. Su tutor, Frederick Gibbs, recordó las frecuentes rabietas de la escuela durante las clases de aritmética con el Príncipe de Gales: «Se apasionó, el lápiz fue arrojado al final de la sala, el taburete fue expulsado”.

Alberto estaba seguro de que su hijo mayor resultó ser un tonto. Victoria se quejó de su “ociosidad sistemática, su pereza y su desprecio de todo”, y consultó con un frenólogo para conocer el estado del cerebro de Bertie. Su diagnóstico confirmó todo lo que temían: “La débil calidad del cerebro hará que el Príncipe sea altamente excitable… los órganos intelectuales están moderadamente bien desarrollados. El resultado será una fuerte voluntad propia, a veces la obstinación”. Alberto estaba perplejo y consternado, y llegó a sospechar que sus hijos estaban sufriendo por su herencia Estuardo.

Bodas reales, el as bajo la manga

Con el paso del tiempo, ocho de los niños se casaron con príncipes y princesas europeos. La primera en irse fue la princesa Vicky, la mayor, quien se casó con el kronprinz Federico de Prusia. Ambos padres se sintieron devastados por perder a su hija de 17 años, especialmente a Alberto, quien escribió que “la punzada de despedida fue grande en todos lados, y el vacío que Vicky ha dejado en nuestro hogar y nuestro círculo familiar se sentirá durante mucho tiempo”. Pero el deber dinástico tuvo que anular el sentimiento humano, y su hija favorita fue llevada a una vida nueva y desconcertante en la corte prusiana.

Alberto siguió adelante, desesperado por realizar su visión de la familia real y en 1860 organizó el matrimonio dinástico del Príncipe de Gales con la princesa Alejandra de Dinamarca. En un mundo cambiante, fue crucial que esto se describiera como una alianza diplomática valiosa (como lo fue), y una pareja de amor. El príncipe de Gales, sin embargo, ya era conocido como un bon vivant. Dedicó su juventud al placer, para desesperación de sus padres, y en 1861, cuando asistió a un campo de entrenamiento con los guardias granaderos en Dublín, sus compañeros oficiales hicieron arreglos para que una “dama de virtud fácil” se acercara a él por la noche. La historia fue conocida por todos y provocó en Alberto una respuesta furiosa, casi histérica.

Alberto, que se sintió fracasado, le advirtió a Bertie que que “las consecuencias para este país y para el mundo en general serían demasiado terribles”. Enfermo y febril, el consorte viajó para reunirse con su hijo en Cambridge para sacarlo de su mal camino. El hijo se disculpó y el padre lo perdonó, pero el viaje a Windsor enfermó al príncipe consorte. En diciembre de 1861, de solo 42 años, murió. El dolor de la reina Victoria fue tan grande que dominaría a su familia y a la nación durante las próximas décadas. Y, por supuesto, culpó a su hijo mayor, Bertie, por la muerte de su amada. Durante años, apenas pudo soportar siquiera mirarlo.

Con Alberto también murió la idea de criar hijos perfectos. “A medida que los hijos crecen, como regla general, se convierten en una decepción”, escribió la reina. “Su principal objetivo es, precisamente, hacer lo que sus padres no desean, y con frecuencia mientras menos vigilados y cuidados son, mejor resultan” La deprimida Victoria hizo desde entonces lo mejor que pudo, confiando en su posición como reina y su carácter dominante para hacer que sus hijos se inclinen a su voluntad. En este sentido, tuvo éxito y sus muchas cartas muestran que era, aunque egocéntrica y controladora, una madre amorosa, mucho más de lo que había sido cuando Alberto vivía. Lo cierto es que los hijos de Alberto y Victoria crecieron bastante bien, e incluso el mujeriego Bertie llegó a ser un monarca exitoso y con grandes habilidades diplomáticas que aseguraron la popularidad de la familia real británica.

[Este artículo es un extracto del ensayo “Queen Victoria’s children”, publicado por el documentalista británico Denys Blakeway en la revista History Extra en septiembre de 2016]

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