Fue emperatriz del imperio más grande del mundo, pero creció en una verdadera jaula de oro. Siete estrictas reglas dominaron su existencia alejada de cualquier contacto con otros niños.
“Entré en mi sala de estar (solo con mi bata) y los vi. Lord Conyngham luego me informó que mi pobre tío, el rey, ya no existía, y que había expirado a las dos y doce de la mañana y, en consecuencia, que yo era la reina». Así es como Victoria de Inglaterra recordó el momento que cambiaría su vida para siempre. A las seis de la mañana del 20 de junio de 1837, la joven princesa fue despertada de su cama para ser informada de que su tío, el rey Guillermo IV, había muerto durante la noche.
Esto significaba que Victoria, que solo tenía 18 años en ese momento, ahora era la reina de Inglaterra. A pesar de su corta edad, Victoria tomó las riendas estoicamente. Se mantuvo tranquila y no necesitó de las sales aromáticas que su institutriz había preparado para ella. En su primera reunión con su consejo privado, unas pocas horas después, los nuevos ministros de Victoria se alzaron sobre ella: Era pequeña y tuvo que sentarse en una plataforma elevada para poder verla. Sin embargo, lo que a Victoria le faltaba en altura, lo compensó con determinación y rápidamente causó una impresión favorable. Era, en definitiva, el primer día de su vida, después de haber pasado los anteriores 18 años sometida a una estricta y triste infancia.


Aunque Victoria asumió sus responsabilidades reales con notable confianza, no había estado destinada al trono. Cuando nació en 1819, la posibilidad de convertirse en reina parecía muy remota. Como hija única del cuarto hijo del rey Jorge III, Eduardo (duque de Kent), era la quinta en la sucesión al trono. Sin embargo, cuando llegó a la adolescencia, a la muerte de su padre, sus hermanos y cualquier otro heredero legítimo la convirtieron en la heredera más cercana de Guillermo IV. Victoria pasó sus años de formación en el Palacio de Kensington, Londres. Sin embargo, en muchos sentidos, el palacio resultó ser una prisión para la princesa, y su infancia allí fue muy triste. Tras la muerte de su padre a causa de una neumonía, cuando ella tenía apenas ocho meses, su vida estuvo dominada por su madre, la duquesa de Kent, y su ambicioso asesor.

Su madre Victoria Mary Luisa era, por nacimiento, princesa de Sajonia-Coburgo-Saafeld. Desde que llegó a Londres en 1818, para casarse con el duque de Kent, la princesa alemana se empecinó en llevarse mal con todo el mundo, empezando por sus cuñados los reyes Jorge IV y Guillermo IV. Al morir su marido en 1820, la duquesa de Kent vio su oportunidad para alcanzar el poder mediante la regencia de su pequeña hija, que ya había ascendido todos los escalones posibles en la sucesión al trono. Se alió con sir John Conroy, un ambicioso, perverso, prepotente y violento funcionario que robaba dinero y hasta llegó a golpear a la duquesa frente a su hija cuando no conseguía lo que deseaba. Conroy tenía grandes esperanzas: imaginaba que la princesa Victoria llegaría al trono a una edad temprana, necesitando así un gobierno de regencia, que sería dirigido por la duquesa. Su plan era aislar a la duquesa de Kent y su hija de otros miembros de la familia real para que solo él estuviera en condiciones de aconsejarlos.
John Conroy mantuvo un control estricto sobre la princesa
Como secretario personal de la duquesa de Kent, sir John Conroy sería el verdadero «poder detrás del trono», pero no contaba con que Guillermo IV, sobreviviera el tiempo suficiente para que Victoria alcanzara su mayoría. Por la influencia de Conroy, la relación entre la duquesa viuda y Guillermo IV se agrió al punto de ser exiliada de la corte mientras ella impidió que el rey visitara a su sobrina y heredera. Confinada al palacio de Kensington y sin asignación propia, la duquesa vivía en el resentimiento, todo lo cual condujo a una dramática escena durante una cena en 1836 cuando el rey, harto de la duquesa y de Conroy, expresó en un banquete la esperanza de vivir lo suficiente para evitar la regencia de “una persona que está sentada cerca mío, que se encuentra rodeada por malos consejeros y es incompetente para comportarse con propiedad en cualquier posición en que se le situara”. Sintiéndose «groseramente insultada» la duquesa se retiró del banquete escandalosamente.

Victoria conservó pésimos recuerdos de su infancia, dominada por la ambición de la duquesa y su presunto amante, que tenía la intención de establecerse como el poder detrás del trono en el caso de una Regencia (en la que la madre de Victoria gobernaría con ella si ella accediera cuando aún era menor de edad). Viuda a los dos años de casada -cuando tenía apenas 32 años- la duquesa creó en torno a su hija una especie de proteccionismo neurótico, destinado a preservar la esperanza de la monarquía y, de esta forma, tanto su futura influencia en el gobierno como su bienestar económico. La pareja impuso un código de disciplina sofocante a la joven Victoria, que llegó a conocerse como el ‘Sistema Kensington’. Junto con un calendario estricto de lecciones para mejorar su rigor moral e intelectual, este asfixiante régimen dictaba que la princesa no pasaba mucho tiempo con otros niños y estaba bajo la supervisión constante de un adulto. Justo hasta que se convirtió en reina, Victoria se vio obligada a compartir un dormitorio con su madre. Se le prohibió estar sola, o incluso bajar las escaleras sin que alguien la tomara de la mano.

Así, la princesa Victoria no pudo tener su propia habitación en el palacio de Kensington y tuvo que dormir en una pequeña cama, casi una cuna, al lado de la cama de su madre hasta que cumplió 18 años. La vigilancia de la duquesa hacia su hija era absoluta y las reglas de máximo cuidado reinaban en la casa: la princesa no podía subir ni bajar escaleras sin un adulto que le diera la mano. Cada tos, cada trozo de pan y mantequilla consumidos, cada carta y cada paso debía ser reportado a Conroy. Según el medio hermano de Victoria, el príncipe Karl de Leiningen, “la base de todas las acciones, de todo el sistema seguido en Kensington” era asegurar que solo la duquesa de Kent tuviera influencia sobre su hija y que “nada ni nadie fuera ser capaz de sacar a la hija de su lado”. Ese sistema implicaba la vigilancia constante de la niña «hasta el detalle más pequeño e insignificante».

La joven Victoria aprendió a odiar a Conroy por su nociva influencia y el maltrato que les dispensaba a ella y a su madre. Lo describió como «un monstruo» y «un demonio». Más adelante en su vida, ya coronada como reina, Victoria reflexionó que tuvo “una vida muy infeliz de niña… y no sabía qué era una vida familiar feliz”. Ella mantuvo un profundo odio hacia John Conroy por manipular a su madre e imponerle reglas tan rígidas, que luego lo describió como «la encarnación del demonio». No fue sino hasta convertirse en reina, en 1837, cuando Victoria pudo liberarse de las garras claustrofóbicas de Conroy y su madre. Su relación con su madre permaneció tensa y distante durante muchos años y limitó ferozmente la influencia de Conroy en la corte. Apenas dos años después de que Victoria tomara el trono, el hombre renunció a su puesto y se fue a Italia en medio de vergüenza y escándalo.
Durante toda su infancia, la vida de Victoria estuvo dominada por 7 reglas inquebrantables:
1. No podía pasar tiempo sola y siempre tenía que dormir en la habitación de su madre. No podía bajar las escaleras sin tomar la mano de un adulto en caso de que se cayera.
2. No podía reunirse con ningún extraño o tercero sin que su institutriz estuviera presente.
3. Tuvo que escribir en un «Libro de comportamiento» qué tan bien se había comportado cada día, para que su madre pudiera evaluar su progreso. A veces era bueno, a veces «MUY SUCIA».
4. Solo podía aparecer en público en «giras publicitarias» cuidadosamente gestionadas por su madre y sir Conroy con el objetivo de distanciarla del impopular régimen de sus tíos, los reyes Jorge IV y Guillermo IV, y presentarla como «la esperanza de la nación».
5. No podía bailar la nueva danza escandalosa e íntima llamada el «vals», ni siquiera (como se suele decir) con personas de la realeza. Nunca lo haría hasta su boda con el príncipe Alberto.
6. Debía aumentar su fuerza corporal haciendo ejercicio con sus máquinas de madera y una máquina con poleas y pesas. Tomar suficiente aire fresco diariamente, otra de las reglas, la convertiría en una amante de las ventanas abiertas para toda la vida, incluso en invierno.
7. No podía elegir su propia comida. Se le permitía comer pan con leche y carne de cordero asada, y se le prohibió comer sus cosas favoritas: dulces y frutas. El menú era previamente aprobado por Sir John Conroy.