Se trató de uno de los funerales reales más impactantes de los últimos tiempos. Miles de dolientes lloraron al joven rey, de 27 años, en su viaje a su morada final.
El 25 de noviembre de 1885, hace 135 años, la noticia de la muerte del rey de España, Alfonso XII, cayó como un rayo sobre su reino. El joven hombre tenía 27 años y esperaba un tercer hijo con la esperanza de que fuera el heredero del trono. Desde entonces, ningún otro monarca murió en suelo español, ya que su hijo falleció en el exilio en Roma.
Alfonso XII murió de tuberculosis en el Palacio Real de El Pardo, luego de varios días de una dolorosa agonía, y en compañía de su segunda esposa, la reina María Cristina de Habsburgo, quien estaba embarazada. Sus dos hijas mayores, la infanta María de las Mercedes y la infanta María Teresa, tenían 5 y 3 años de edad respectivamente.


Dos días después, el cuerpo del monarca fue retirado del Pardo para ser conducido con una solemnidad como no se había visto en la corte española en más de un siglo. El destino final era el Palacio Real de Madrid, o Palacio de Oriente, y en el trayecto se oyó un silencio espantoso, tan solo interrumpido por las campanas de la iglesia y los llantos de los españoles que no podían reprimir la emoción.
El cortejo que acompañó los restos de don Alfonso, colocado sobre un carruaje fúnebre, estaba formado por varios batallones militares, el de Cazadores de Manila, el de Guarnición y el de la Escolta Real, secundados por una enorme comitiva civil. A las 11 de la mañana del 27 de noviembre, al son de marchas fúnebres, trompetas, cañones y campanas, el cortejo partió desde la capilla ardiente escoltado por cuatro damas de la alta nobleza envueltas en amplios velos negros que representaban a las reinas María Cristina, Isabel II (ex reina, madre de Alfonso) y las infantas hijas y hermanas del rey.


Ocho caballos negros lujosamente enjaezados, dirigidos por el escuadrón de la Escolta Real, tiraban del carro fúnebre, que tardó dos horas en legar a la iglesia de San Antonio de la Florida. Dieciocho guardias reales y un imponente número de miembros de la servidumbre acompañaban el cortejo, conformado por gentileshombres y mayordomos de la corte. A ellos se unieron los altos mandos de la presidencia española, los jerarcas de la Iglesia católica y las representaciones de todos los ámbitos oficiales del reino.
El imponente cortejo, también compuesto por palafreneros, altos mandos de los ejércitos, caballerizos reales, personal del departamento de Caballerizas con uniformes y trajes de gala; ujieres y criados de Palacio, capellanes, músicos y cantores y capellanes de honor, duques, marqueses, condes y los mandos superiores de la corte real. Escoltado por el cuerpo de guardias alabarderos iba el “coche de respeto” llamado de Doña Juana la Loca, con ocho caballos, lacayos, palafreneros, escoltas reales y un regimiento de caballería. Más atrás, en varios carruajes, viajaba la familia real encabezada por la reina viuda y las dos infantas, seguidas por la reina doña Isabel II, las infantas doña Isabel, doña Pilar, doña Eulalia, doña Luisa Fernanda y el duque deMontpensier.


“El pueblo aclamó a la augusta viuda, que rompió a llorar amargamente al entrar en el regio Alcázar por la puerta del Príncipe”, dice una crónica de la época. “El cortejo fúnebre, tan brillante en esta ocasión dolorosa como en todas las solemnidades públicas de la corte de España, siguió en dicha forma por el largo trayecto hasta la portada principal del regio alcázar, y la muchedumbre se descubría respetuosamente ante el féretro y murmuraba frases de compasión y de amargura, y también piadosas oraciones”. En Madrid ya esperaban el rey Luis de Portugal, el infante don Augusto, el príncipe de Hohenlohe, los archiduques Federico y Eugenio, hermanos de la reina viuda, y representantes de los reyes de toda Europa.
La escena de la llegada al Palacio de Oriente fue grandiosa, irrumpida por cañonazos provenientes del cercano Campo del Moro y de los altos de la Montaña del Principe Pío. A las tres de la tarde, el carro fúnebre llegó al pie de la escalera principal del palacio, donde esperaban allí los ministros de la Corona (menos el de Gracia y Justicia, notario mayor del Reino, que presidía el cortejo), grandes de España y títulos de Castilla, altos dignatarios de la corte y varias damas de honor. Escoltado por alabarderos que formaban dos filas, presentando las armas, y representantes de la Iglesia liderados por el cardenal Benavides, el cadáver del rey Alfonso fue subido, en hombros de servidores de la casa real hasta el Salón de Columnas, capilla ardiente, y colocado en la cama imperial.


El 28 de noviembre (día en que el rey hubiera cumplido 28 años) las puertas del palacio real fueron abiertas para que la enorme masa de público que se lamentaba en las calles pudiera rezar ante el cadáver descubierto del monarca. La ceremonia de apertura de la capilla ardiente ocurrió en presencia del jefe superior de Palacio, el Duque de Sesto, y del intendente general de la Real Casa y Patrimonio. Se cantó la vigilia de difuntos y misa de cuerpo presente oficiada por el cardenal Benavides en presencia de la reina viuda, la grandeza de España y altos dignatarios de la corte. Se informó que “millares de personas de todas las clases sociales desfilaron por la fúnebre estancia hasta las cinco de la tarde, manifestando en su expresión la profunda pena que les dominaba al contemplar inerte el rey animoso en quien la patria había cifrado sus más legitimas esperanzas de progreso y de ventura”.
El 29 de noviembre fue el día elegido por la reina María Cristina para la sepultura de su esposo. El féretro real fue colocado en el carruaje fúnebre tapizado con terciopelo negro y sobre él fueron instalados el cetro real, la espada real y el bastón de mando del monarca. El cortejo, de igual magnitud que el primero, partió del Palacio Real a las diez y cuarto de la mañana rumbo al panteón de reyes del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. La comitiva fúnebre siguió por las plazas de la Armería y de Oriente, calle de Bailen y Paseo de San Vicente hasta la estación del Norte, rodeado de una inmensa multitud que llenaba toda la carrera en balcones y ventanas adornadas con crespones negros y banderas. Miles de dolientes silenciosos se descubrían al paso del ataúd real.


La crónica de la prensa detallaba: “La comitiva se puso en marcha por el siguiente orden: una batería de artillería rodada; una sección de ingenieros; un batallón de infantería; cuatro palafreneros carreristas; un timbalero, cuyo caballo conducirán, dos palafreneros a la Federica; dos clarineros a caballo; cuatro maceres, con uniforme de gala, a caballo; cuatro palafreneros carreristas á caballo; dos caballos de respeto, ensillados, de S.M. el rey; ocho caballos con reposteros cubiertos con gasa negra; picador mayor, ayudantes, domadores y alumnos, todos de gala, á caballo y en dos tilas; seis palafreneros carreristas (los de servicio) con los caballerizos y correos; personal de las reales caballerizas, con uniforme y traje de gala, en dos filas; estandarte de la Hermandad Real; cruz de la real capilla; furrier de la misma; capellanes de altar; músicos y cantores; capellanes de honor; gentiles-hombres de casa y boca; mayordomos de semana; gentiles-hombres de cámara. Altos servidores de palacio, maestrantes de las distintas órdenes militares y grandes de España”.
En el palacio quedaron la reina viuda y sus hijitas, que siguieron con tristeza la marcha del cortejo mirada anhelante y anegados en lágrimas los ojos, la marcha del cortejo hasta perderlo de vista. Trasladado en una plataforma especial a bordo de un tren, el cadáver llegó a El Escorial, donde fue recibido por los monjes que siguieron la antigua fórmula protocolar: “¡Monteros de Espinosa! ¿Es este cadáver el mismo que recibisteis al morir don Alfonso XII?”, preguntaron. “El mismo”, contestó el decano de los monteros. “Juradlo”, exigieron los monjes, a lo que la guardia real respondió al unísono: “¡Sí, juramos”. A continuación, el féretro fue conducido al templo, seguido de toda la comitiva y de setenta religiosos del monasterio, dando comienzo las exequias, que fueron presididas por los cardenales Benavides y González, el duque de Sesto y los generales Blanco, Martínez Campos, marqués de la Habana y Echagüe. Terminada la solemne ceremonia religiosa, á la que concurrieron más de dos mil personas, la caja mortuoria fue trasladada al panteón y colocada sobre un catafalco desde donde sería conducido después al Pudridero.