Hace 135 años: así fue el funeral de Alfonso XII, el último rey que murió en España

Se trató de uno de los funerales reales más impactantes de los últimos tiempos. Miles de dolientes lloraron al joven rey, de 27 años, en su viaje a su morada final.

El 25 de noviembre de 1885, hace 135 años, la noticia de la muerte del rey de España, Alfonso XII, cayó como un rayo sobre su reino. El joven hombre tenía 27 años y esperaba un tercer hijo con la esperanza de que fuera el heredero del trono. Desde entonces, ningún otro monarca murió en suelo español, ya que su hijo falleció en el exilio en Roma.

Alfonso XII murió de tuberculosis en el Palacio Real de El Pardo, luego de varios días de una dolorosa agonía, y en compañía de su segunda esposa, la reina María Cristina de Habsburgo, quien estaba embarazada. Sus dos hijas mayores, la infanta María de las Mercedes y la infanta María Teresa, tenían 5 y 3 años de edad respectivamente.

Dos días después, el cuerpo del monarca fue retirado del Pardo para ser conducido con una solemnidad como no se había visto en la corte española en más de un siglo. El destino final era el Palacio Real de Madrid, o Palacio de Oriente, y en el trayecto se oyó un silencio espantoso, tan solo interrumpido por las campanas de la iglesia y los llantos de los españoles que no podían reprimir la emoción.

El cortejo que acompañó los restos de don Alfonso, colocado sobre un carruaje fúnebre, estaba formado por varios batallones militares, el de Cazadores de Manila, el de Guarnición y el de la Escolta Real, secundados por una enorme comitiva civil. A las 11 de la mañana del 27 de noviembre, al son de marchas fúnebres, trompetas, cañones y campanas, el cortejo partió desde la capilla ardiente escoltado por cuatro damas de la alta nobleza envueltas en amplios velos negros que representaban a las reinas María Cristina, Isabel II (ex reina, madre de Alfonso) y las infantas hijas y hermanas del rey.

Ocho caballos negros lujosamente enjaezados, dirigidos por el escuadrón de la Escolta Real, tiraban del carro fúnebre, que tardó dos horas en legar a la iglesia de San Antonio de la Florida. Dieciocho guardias reales y un imponente número de miembros de la servidumbre acompañaban el cortejo, conformado por gentileshombres y mayordomos de la corte. A ellos se unieron los altos mandos de la presidencia española, los jerarcas de la Iglesia católica y las representaciones de todos los ámbitos oficiales del reino.

El imponente cortejo, también compuesto por palafreneros, altos mandos de los ejércitos, caballerizos reales, personal del departamento de Caballerizas con uniformes y trajes de gala; ujieres y criados de Palacio, capellanes, músicos y cantores y capellanes de honor, duques, marqueses, condes y los mandos superiores de la corte real. Escoltado por el cuerpo de guardias alabarderos iba el “coche de respeto” llamado de Doña Juana la Loca, con ocho caballos, lacayos, palafreneros, escoltas reales y un regimiento de caballería. Más atrás, en varios carruajes, viajaba la familia real encabezada por la reina viuda y las dos infantas, seguidas por la reina doña Isabel II, las infantas doña Isabel, doña Pilar, doña Eulalia, doña Luisa Fernanda y el duque deMontpensier.

“El pueblo aclamó a la augusta viuda, que rompió a llorar amargamente al entrar en el regio Alcázar por la puerta del Príncipe”, dice una crónica de la época. “El cortejo fúnebre, tan brillante en esta ocasión dolorosa como en todas las solemnidades públicas de la corte de España, siguió en dicha forma por el largo trayecto hasta la portada principal del regio alcázar, y la muchedumbre se descubría respetuosamente ante el féretro y murmuraba frases de compasión y de amargura, y también piadosas oraciones”. En Madrid ya esperaban el rey Luis de Portugal, el infante don Augusto, el príncipe de Hohenlohe, los archiduques Federico y Eugenio, hermanos de la reina viuda, y representantes de los reyes de toda Europa.

La escena de la llegada al Palacio de Oriente fue grandiosa, irrumpida por cañonazos provenientes del cercano Campo del Moro y de los altos de la Montaña del Principe Pío. A las tres de la tarde, el carro fúnebre llegó al pie de la escalera principal del palacio, donde esperaban allí los ministros de la Corona (menos el de Gracia y Justicia, notario mayor del Reino, que presidía el cortejo), grandes de España y títulos de Castilla, altos dignatarios de la corte y varias damas de honor. Escoltado por alabarderos que formaban dos filas, presentando las armas, y representantes de la Iglesia liderados por el cardenal Benavides, el cadáver del rey Alfonso fue subido, en hombros de servidores de la casa real hasta el Salón de Columnas, capilla ardiente, y colocado en la cama imperial.

El 28 de noviembre (día en que el rey hubiera cumplido 28 años) las puertas del palacio real fueron abiertas para que la enorme masa de público que se lamentaba en las calles pudiera rezar ante el cadáver descubierto del monarca. La ceremonia de apertura de la capilla ardiente ocurrió en presencia del jefe superior de Palacio, el Duque de Sesto, y del intendente general de la Real Casa y Patrimonio. Se cantó la vigilia de difuntos y misa de cuerpo presente oficiada por el cardenal Benavides en presencia de la reina viuda, la grandeza de España y altos dignatarios de la corte. Se informó que “millares de personas de todas las clases sociales desfilaron por la fúnebre estancia hasta las cinco de la tarde, manifestando en su expresión la profunda pena que les dominaba al contemplar inerte el rey animoso en quien la patria había cifrado sus más legitimas esperanzas de progreso y de ventura”.

El 29 de noviembre fue el día elegido por la reina María Cristina para la sepultura de su esposo. El féretro real fue colocado en el carruaje fúnebre tapizado con terciopelo negro y sobre él fueron instalados el cetro real, la espada real y el bastón de mando del monarca. El cortejo, de igual magnitud que el primero, partió del Palacio Real a las diez y cuarto de la mañana rumbo al panteón de reyes del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. La comitiva fúnebre siguió por las plazas de la Armería y de Oriente, calle de Bailen y Paseo de San Vicente hasta la estación del Norte, rodeado de una inmensa multitud que llenaba toda la carrera en balcones y ventanas adornadas con crespones negros y banderas. Miles de dolientes silenciosos se descubrían al paso del ataúd real.

La crónica de la prensa detallaba: “La comitiva se puso en marcha por el siguiente orden: una batería de artillería rodada; una sección de ingenieros; un batallón de infantería; cuatro palafreneros carreristas; un timbalero, cuyo caballo conducirán, dos palafreneros a la Federica; dos clarineros a caballo; cuatro maceres, con uniforme de gala, a caballo; cuatro palafreneros carreristas á caballo; dos caballos de respeto, ensillados, de S.M. el rey; ocho caballos con reposteros cubiertos con gasa negra; picador mayor, ayudantes, domadores y alumnos, todos de gala, á caballo y en dos tilas; seis palafreneros carreristas (los de servicio) con los caballerizos y correos; personal de las reales caballerizas, con uniforme y traje de gala, en dos filas; estandarte de la Hermandad Real; cruz de la real capilla; furrier de la misma; capellanes de altar; músicos y cantores; capellanes de honor; gentiles-hombres de casa y boca; mayordomos de semana; gentiles-hombres de cámara. Altos servidores de palacio, maestrantes de las distintas órdenes militares y grandes de España”.

En el palacio quedaron la reina viuda y sus hijitas, que siguieron con tristeza la marcha del cortejo mirada anhelante y anegados en lágrimas los ojos, la marcha del cortejo hasta perderlo de vista. Trasladado en una plataforma especial a bordo de un tren, el cadáver llegó a El Escorial, donde fue recibido por los monjes que siguieron la antigua fórmula protocolar: “¡Monteros de Espinosa! ¿Es este cadáver el mismo que recibisteis al morir don Alfonso XII?”, preguntaron. “El mismo”, contestó el decano de los monteros. “Juradlo”, exigieron los monjes, a lo que la guardia real respondió al unísono: “¡Sí, juramos”. A continuación, el féretro fue conducido al templo, seguido de toda la comitiva y de setenta religiosos del monasterio, dando comienzo las exequias, que fueron presididas por los cardenales Benavides y González, el duque de Sesto y los generales Blanco, Martínez Campos, marqués de la Habana y Echagüe. Terminada la solemne ceremonia religiosa, á la que concurrieron más de dos mil personas, la caja mortuoria fue trasladada al panteón y colocada sobre un catafalco desde donde sería conducido después al Pudridero.

La historia de la reina Mercedes: del cuento a la pesadilla, del trono a la tumba

SEGUNDA PARTE | La “dulcísima” primera esposa de Alfonso XII conquistó a sus súbditos, que pasaron del sueño de una boda por amor a la pesadilla de una vida perdida a los 18 años.

Desde el primer momento la prensa vistió el compromiso del rey Alfonso XII de España con María de las Mecedes de Borbón con las gasas del amor triunfante sobre las razones políticas, cuando los más recientes historiadores parecen coincidir en que más bien hubo una conjunción de ambas cuestiones. Pero para la monarquía española la boda fue algo más serio. El reinado y el exilio de la reina Isabel II habían creado en la opinión pública un rechazo de la institución que con la llegada de Alfonso XII se había conseguido aliviar. El hecho de que el joven rey decidiera contraer matrimonio con su prima carnal pasó a ser una cuestión menor en el aprecio popular, si se comparaba con el hecho de que su prima era una sevillana.

Atrás quedaban años de enfrentamientos entre el duque de Montpensier, padre de la novia, y su cuñada la ex reina Isabel II, con la sucesión del trono por medio, y también la negativa materna -de Doña Isabel- a que su sucesor se casara con una hija de su enemigo más acérrimo. Para el pueblo, aquellos enfrentamientos no eran nada comparados con la alegría que suscitaba ahora el hecho de tener una española como reina, la primera en varios siglos. Una vez fijada la boda para el 23 de enero, la Corte y los duques de Montpensier se dispusieron a hacer todos los preparativos para el acontecimiento.

Doña Mercedes cuidó con todo detalle los preparativos de su enlace, teniendo especial cuidado en todas las decisiones que tomaba. Así, su equipo de bodas fue confeccionado íntegramente en España, al igual que su traje de novia. La ceremonia nupcial se celebró en la madrileña Basílica de Atocha, siendo los padrinos el rey Francisco de Asís y la reina María Cristina, abuela del novio, que enfermó esa mañana y estuvo representada por la princesa de Asturias, Isabel. A la boda le siguió un banquete y varios días de celebraciones diversas en la Villa y Corte. La nueva reina no tenía aún 18 años; Alfonso XII acababa de cumplir los veinte. Para ambos era su primera relación sentimental y las razones de Estado se compaginaron muy bien con las del corazón.

La boda fue celebrada por el pueblo español como si de una fiesta familiar se tratara: bailes, corridas de todos, ferias. Por primera vez unos sorprendentes globos iluminaron con aquella novedad llamada luz eléctrica la Puerta del Sol, las Fuentes de Neptuno, Cibeles y el Paseo del Prado. La mayoría de las Diputaciones Provinciales decretaron alguna construcción para la provincia con motivo del enlace real: carreteras, hospitales, iglesias, escuelas, etc. Madrid, por su parte, se vistió de gala y durante semanas se realizaron diversas obras para que la capital luciera en todo su esplendor. Del mismo modo se concedieron algunos indultos con motivo del enlace real. El mismo día, y para que el pan no faltara en ninguna familia, por pobre que fuera, éste se incluyó como limosna en el programa de actos públicos.

El día de la boda, con Madrid totalmente engalanado, la felicidad de la joven pareja era tan obvia y espontánea que transmitía a todos una embriagadora sensación de pura felicidad. La popularidad de la “Reina Niña” con sus parientes políticos ayudó a curar los restos de muchas disputas dinásticas y el placer total y natural de la familia real tuvo efectos beneficiosos para el país y en la corte. Todo pareció perfecto y España respiraba por fin, aliviada, después de amenazas militares, guerras, exilios y crisis dinásticas. Pero el sueño duraría apenas cinco meses.

¿Dónde vas Alfonso XII?

La nueva reina, única hasta el momento que nació y murió en Madrid, atendió sus deberes de soberana y recibió entusiasmada la idea de un gran templo para cobijar a su querida Patrona, que también contó con las simpatías de su suegra la Reina Isabel, quien donó para ella parte de sus joyas. La Reina Mercedes cedió para tal fin los terrenos adyacentes a la Plaza de la Armería, del Palacio Real de Madrid, para así poder ver desde su ventana la silueta del templo. Al tiempo, su comenzó a resentirse. A la joven reina le fue diagnosticada una tuberculosis que la debilitó día a día. A finales de febrero Mercedes comunicó a Alfonso XII y al Gobierno que estaba embarazada, pero el 28 de marzo sufrió un aborto del que no volvió a recuperarse.

La pérdida de su hijo la fue consumiendo. Un hijo era lo que Mercedes más ansiaba en esta vida, y para el que incluso ya había elegido nombre, Fernando. En una carta fechada en abril de 1878, Mercedes anunciaba a su abuelita, la Reina María Cristina, que se estaba recuperando de un aborto: “Podrá usted figurarse lo mucho que he sentido el percance que tuve, ya estoy completamente bien y quiera Dios que a la próxima no suceda lo mismo”. No hubo, sin embargo, próxima vez, y a partir de este momento, fue haciéndose evidente su trágico final. Mercedes pasó los últimos meses de su vida consumiéndose lentamente y sabiendo que no le quedaba otra salida que la muerte.

A partir de mediados de mayo su estado empeoró, y aunque ella intentó disimular acudiendo a actos públicos, Madrid entero supo que su reina ya se iba. Su última aparición pública fue en el estreno de la obra “Consuelo”, de López de Ayala, en el Teatro Real. El público, que empezaba a sospechar de la precaria salud de la soberana, le tributó una clamorosa ovación. A partir de los primeros días de junio se recluyó en palacio, para encamarse definitivamente el día 18, cuando se le presentaron una altísima fiebre tifoidea acompañada de hemorragias intestinales. Los médicos no vieron entonces ninguna posibilidad de salvar su vida. El día 24 de junio las salvas de ordenanza saludaron el cumpleaños dieciocho de la reina, mientras el cardenal primado la ungió con los Santos Óleos. El prelado llegó a preguntar a la reina: “¿Sentiría Vuestra Majestad dejar este mundo?” Y Mercedes, intentando sonreír, respondió con sencillez y con pena: “Sí, eminencia, lo sentiría, sobre todo por Alfonso…”

Cuando el día 25 se facilitó el informe médico en términos desesperantes, el pueblo de Madrid cerró espontáneamente cafés y espectáculos y se fue concentrando silencioso en torno al palacio. En la madrugada del día 26, Mercedes se encontraba ya al límite de su capacidad de resistencia. Mostrando una palidez cadavérica, los rasgos de su cara se fueron afilando a la vez que adquirían ese tinte mortecino. Apenas se percibía su respiración, no se movía y no reconocía a nadie. Alfonso XII tomó su mano, sin lograr reanimarla. Los Montpensier se arrodillaron, para rezar entre lágrimas, junto a las infantas Isabel, Pilar, Paz y Eulalia, que pasaron horas postradas de rodillas en la alcoba. Diez minutos después de las doce, Mercedes murió.

Cinco cañonazos transmitieron la luctuosa noticia a la ciudad de Madrid, sumida en una conmoción general. Había muerto la soberana española que menos tiempo ocupó el Trono de San Fernando: ciento cincuenta y cuatro días. Su agonía había sido larga y muy dolorosa, y así lo relataría Cortés Cabanillas: “Alfonso tenía entre sus manos las de la moribunda, sin separar la vista de su cara pálida y consumida. A las doce murió. El rey se desplomó sobre el cuerpo bienamado, mientras los bronces de las campanas y los cañones y los cañones anunciaban la muerte de la soberana, y el gentío estacionado frente al Alcázar prorrumpía en sollozos”.

Dice un cronista de la época que el Rey Alfonso se encerró en sus habitaciones: “lloraba como un niño; no quería, sin embargo, que nadie viese el dolor profundo de un monarca que era, ante todo, un hombre”. La muerte fue anunciada con cien cañonazos, mientras las campanas de la capital tocaban a muerte. Todo Madrid lloró con la noticia, cerrándose comercios, teatros y plazas de toros, mientras el desconsolado rey, lloroso, repetía: “¿Para qué habré conocido la felicidad?”. Hartzenbusch, célebre poeta, lo plasmaría así en unos versos: “La triste nueva de su fin recibo. ¡Era flor de virtud, joven y bella! Yo, viejo inútil vivo. ¡Quién fuera digno de morir por ella!”.

Por otra parte, así lo narra la infanta Eulalia, testigo de excepción de los acontecimientos: “Aquella historia de amor era quizá demasiado bella para ser duradera. Fue una continua luna de miel que duró seis meses escasos, y terminó con la muerte de la joven reina después de una agonía larga y terrible, abriendo ancho paréntesis de luto en la Corte de España, que lloró sinceramente a la reina de los lindos ojos con el mismo dolor que el pueblo español, que la adoraba por linda, por buena y por española”. La Familia Real decidió no embalsamarla, amortajándola con el hábito blanco de las monjas de La Merced, tal y como había manifestado durante su agonía.

La reina efímera, que no dejó un hijo para la nación, originó en su época romances que cada niño español aprendería casi en la cuna: “¿Dónde vas, Alfonso XII? ¿Dónde vas, triste de ti…? Voy en busca de Mercedes, que ayer tarde no la vi. Tu Mercedes ya se ha muerto, muerta está que yo la vi, cuatro duques la llevaban por las calles de Madrid”.

López de Ayala, presidente del Consejo, lleno de emoción, anunció la muerte de la reina ante las Cortes con suma emoción: “Nuestra cálida y bondadosa Reina Mercedes ya no existe. Ayer celebramos sus bodas; hoy lloramos su muerte…”. El pueblo desfiló incrédulo por el Salón de Columnas del Palacio Real, donde se instaló la capilla ardiente de la reina. Casi setenta mil personas desfilaron por allí para rendir un último homenaje a la reina “carita de ángel”, ahora atrozmente desfigurada dentro de su ataúd.

El 28 de junio, casi nadie en Madrid dejó de salir a la calle para ver salir el cortejo fúnebre desde el Palacio en dirección a El Escorial. Por decisión del rey, los restos de su amada -“aquel ángel que está en el cielo”- fueron llevados en ferrocarril al Monasterio de El Escorial, para ser sepultados en el Panteón de Infantes, y no en el Panteón de Reyes, reservado únicamente a las reinas que hubieran tenido descendencia. Una blanca lápida de mármol cerraba el sepulcro con esta entrañable inscripción: «María de las Mercedes, de Alfonso XII la dulcísima esposa».

El dolor de Alfonso XII fue sincero, como lo atestigua la infanta Eulalia: “Costó esfuerzos sin cuento hacerle abandonar El Escorial (…). Desde entonces cambió el carácter de mi hermano, y adquirió la falsa alegría de quienes ocultan una profunda tristeza (…). Tanto cambió su carácter, que todo, en él, producía la impresión de quien adquiere un forzado sentido de la vida, una falsa alegría que oculta verdaderamente una melancolía que jamás haya de superar”.

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La historia de la reina Mercedes: un romance de leyenda que desafió a la razón política

PRIMERA PARTE | La «dulcísima» primera esposa de Alfonso XII conquistó a sus súbditos, que pasaron del sueño de una boda por amor a la pesadilla de una vida perdida a los 18 años.

Fue en la Navidad de 1872 en Randan, la residencia francesa de los duques de Montpensier, donde Alfonso, todavía un príncipe de Asturias, y su prima hermana María de las Mercedes se enamoraron a primera vista, según la leyenda. Alfonso tenía quince años y Mercedes tenía doce. De regreso en París, los jóvenes príncipes se vieron con cierta frecuencia, y antes de partir para Madrid para ser proclamado rey, Alfonso le dijo a Mercedes: “Nada ha cambiado para mí; si soy Rey tú serás mi Reina, y prefiero dejar de serlo, antes que dejes de ser mi mujer”.

María de las Mercedes de Orleáns era una jovencita bajita, de cara redonda, cabellos y ojos negros y un aire gracioso; no era hermosa, pero toda su persona respiraba ternura y su simpatía la hacía pasar por linda. El pueblo madrileño, cuando la conoció, la llamaría “carita de cielo”, acertando plenamente con este cariñoso mote.

La elección matrimonial de Alfonso XII sorprendió a la familia, fue un balde de agua helada para su madre y la mayor de las alegrías para el duque de Montpensier, padre de Mercedes y tío de Alfonso, quien soñaba con el trono. Alojada durante una temporada en el Alcázar de Sevilla, la desterrada y destronada Isabel II estaba bastante enfrentada con Montpensier y mostró su oposición a la boda con estas palabras: “El casamiento con la hija de Montpensier, no puedo aprobarlo, no porque la muchacha no sea buena, sino porque no quiero nada de común con Montpensier, además por ser esto repugnante al país”.

La negativa de Isabel II a este casamiento, más que una calentura del momento, debe inscribirse en las fundadas sospechas que existían de la intervención del intrigante duque de Montpensier en el asesinato del general Juan Prim, presidente del Consejo de Ministros, un crimen que estremeció al establishment político de España. Los argumentos de Alfonso para convencer a su madre fueron inútiles. Isabel II se negó a estar presente en la boda, pero el que sí asistió fue Don Francisco de Asís, con el único objeto de mortificar a su esposa.

La reina madre escribió luego una carta a su hija, Pilar: “Mucho siento no asistir a la boda de tu hermano; pero, como quiera que sea, con el corazón estaré con ellos y con toda mi alma les bendigo, deseando que tengan durante muchísimos años toda clase de venturas. ¡Qué monas estaréis con los vestidos que os he elegido y que os regalo! Hasta las flores [que adornaban los vestidos] las he elegido yo… Me figuro el placer que tendréis en volver a ver a vuestro padre; yo me alegro mucho de que vaya”.

La infancia sevillana de una futura reina

Sexta hija, quinta mujer, de una infanta española y de un príncipe francés, nieta de Borbones y de Orleáns, descendientes de los Borbones de España, de los de Parma, y de los de Nápoles, nadie sabía, un 24 de junio de 1860, que la niña nacida en la primavera de Madrid despertaría pasiones, enamoraría a un rey, sería amada y llorada por toda una nación y su memoria se extendería en el paso del tiempo, haciéndola protagonista de un cuento de hadas, acaso el único que ha tenido la monarquía española.

Mercedes pasó su infancia en Sevilla, ciudad por la que sintió siempre una especial predilección. A lo largo de su corta vida le quedaría siempre el acento sevillano y la gracia y la simpatía de las mujeres del sur español, porque toda su infancia transcurrió entre las residencias que sus padres poseían en la mencionada Sevilla, en Sanlúcar de Barrameda y Villamanrique, en la hermosa finca andaluza donde los infantes pasaban sus temporadas de descanso.

Muchas son las descripciones que existen de la futura reina de España en sus años de adolescencia, aunque para obtener una imagen más completa de ella se puede recurrir a la descripción hecha por su futura cuñada, la infanta Eulalia, en sus Memorias: “Los ojos oscuros y grandes, sombreados por lindísimas pestañas, el pelo negro como de pura andaluza y la piel mate, suave y delicadísima, la hacían el prototipo de la garbosa española, a la vez llena de finura y aristocracia (…) Era una mujer altiva, llena de misteriosa sugerencia, dulce en el hablar meloso, que se había hecho al acento andaluz”.

Carita de Cielo

Tras algunos años en Francia, Mercedes regresó a España con su familia después de que se hubiera devuelto la corona a la dinastía Borbón, en la persona de Alfonso XII, instalándose con su familia en Sevilla, en el Palacio de San Telmo que ya había sido la residencia familiar. Dos años antes, en 1872, Mercedes y Alfonso XII habían iniciado una relación amorosa, en ese encuentro que el padre de Mercedes mantuvo con su gran enemiga, Isabel II, en Randan.

Llevaban los cuñados reconciliados apenas unos meses, y aquella fue la primera visita en años. Al ver a Mercedes, Doña Isabel exclamó: “¡Cómo ha crecido esta niña, si parece ya una mujer!” Fernando González-Doria, en su libro Las Reinas de España, escribe: “Mercedes de Orleáns ha crecido a sus doce años todo cuanto tenía que crecer, y ya no ganará nada más en estatura… Es una mujer bajita, de cara muy redonda, cabello y ojos negros, como los de su madre, y tiene un aire muy gracioso, por lo que, si es faltar a la verdad que fue bella, sí podía decirse perfectamente que resultaba linda y gentil. El pueblo madrileño le iba a adjudicar más tarde un sobrenombre muy certero: carita de cielo”.

Tres días pasaron la Reina Isabel y su hijo en Randan. Mercedes, que antes de conocer a su primo había comentado con zumbonería andaluza: “espero que no sea demasiado mandón y no nos tiranice con sus aires de heredero”, cambió pronto esta frase por una despedida más esperanzadamente: “Un día te llamarán los españoles y te despertaras siendo rey, y todos regresaremos a España”. Nunca olvidaron los jóvenes aquellas Navidades en Randan. Alfonso confesó más tarde: “Ella apareció ante mis ojos como la imagen de la felicidad y de la virtud”. Y Mercedes le habló siempre de su posible entrada triunfal en Madrid: “… te arrojarán flores desde los balcones y tú irás montado en un caballo blanco, completamente blanco…”

Así lo cuenta la biógrafa Ana de Sagregra: “Un día paseaba la infantita por el jardín de palacio cuando se acercó a las tapias una gitana solicitando una limosna; generosa, la princesa miró en su faltriquera [bolsillo] y depositó en la mano de la vieja todo su contenido. La mendiga, bendiciéndola por aquel rasgo de caridad, tomó su mano y, contemplando la palma, exclamó: «Veo en tu mano una corona de reina. Veo que serás coronada por gracia de tus virtudes y por virtud de tus gracias; un rey y un pueblo estarán de rodillas a tus pies… Pero, ¡oh!». Y la vieja, lanzando un grito de pavor, desapareció corriendo”.

Los sentimientos de Alfonso, ya rey, hacia su prima fueron pronto de dominio público, aunque el monarca sólo se lo confiase a su hermana la infanta Isabel, a Cánovas del Castillo, presidente del Consejo de Ministros, a quien, dicho sea de paso, no gustó para nada la idea de tener una Montpensier como reina. Ni que decir tiene cómo le sentó el noviazgo a Doña Isabel II. Con aquella personalidad arrolladora, toda genio y corazón, la “Reina castiza” no ocultó el disgusto que le produjo este enamoramiento de su hijo y heredero. Aunque en público manifestó aquello de “contra la muchacha no tengo nada, pero con los Montpensier no transigiré jamás”, entre sus íntimos no dejó de decir que Mercedes le parecía “una mosquita muerta”.

Para entonces, los Borbones estaban establecidos en España. Hasta Isabel II, siempre tan temida y vigilada por Cánovas. Los Montpensier pasaban el verano en La Granja, mientras que desde El Escorial, Alfonso XII hacía frecuentes escapadas a Segovia para ver a Mercedes. El 13 de septiembre de 1877, la infanta Paz escribió en su diario: “Acabo de volver de un largo paseo con Alfonso. Hace dos días que está aquí, y nos ha prometido quedarse más tiempo. El pobre está muy enamorado de nuestra prima Mercedes; pero ni al Gobierno ni a mamá les gusta este casamiento. Espero que se resuelva felizmente esta cuestión…”

Dos días más tarde, Pilar escribió: “Ayer mañana nos dijo Alfonso que quería hablar seriamente de su boda con mamá y que no marcharía de El Escorial antes de que se hubiera tomado una resolución. Por la tarde vi en los ojos de mamá que había llorado, y Alfonso nos dijo que todo estaba en orden y que al día siguiente vendrían de La Granja los tíos Montpensier con las primas”.La reina madre, desaprobando el noviazgo, regresó a París, mientras que Alfonso XII, terco y enamorado, siguió obstinado en su matrimonio. Y con él, el pueblo español recibió la noticia de sus amores con extraordinario alborozo. Les encantaba a los españoles que el rey se hallara perdidamente enamorado de una princesa española, y estuviera enfrentado, por su amor, a las opiniones de su madre, del Gobierno y de numerosos miembros del Congreso, enemigos de que Montpensier sea suegro del rey. España por fin tenía su cuento de hadas.

Los ángeles no se discuten

A pesar de la oposición de Isabel II y de la preferencia del gobierno por un matrimonio con alguna princesa europea (una de las candidatas deseadas fue la princesa inglesa Beatriz), se impusieron los deseos del rey. El 28 de noviembre de 1877, el monarca cumplió veinte años, y comunicó al gobierno que había llegado la hora de casarse y que su esposa sería la infanta María de las Mercedes, Y siguiendo las regias instrucciones, el político inició los trámites exigidos por la Constitución, solicitando la debida dispensa a Roma, ya que los futuros esposo eran primos carnales.

El 12 de diciembre, el duque de Sesto y el Marqués de la Frontera -representando al Rey- pidieron a los Montpensier la mano de su hija, a lo que Don Antonio accedió encantado. Fuera de todo protocolo, la noche anterior se había recibido un telegrama en el Palacio de San Telmo, la residencia sevillana de los Montpensier. En este telegrama, Alfonso XII le dijo a su tío:

Nuestro muy caro y amado tío: Después de meditar por Mí propio el asunto con todo el detenimiento que su importancia merece, y oído Mi Consejo de Ministros, he resuelto, de conformidad con su dictamen, contraer inmediatamente matrimonio; y siéndome tan conocidas las altas prendas que adornan a la Infanta de España Doña María de las Mercedes de Orléans y Borbón, hija vuestra y Mi prima, no he titubeado en elegirla por esposa, seguro de que, mediante el divino auxilio, será ésta unión dichosa para los dos y útil a la nación nobilísima cuyos destinos tengo a Mi cargo. Vivamente deseo, por tanto, que Mi muy querida prima consienta este enlace, y que vos y Mi muy cara y amada tía, vuestra esposa, me otorguéis su mano, con cuyo fin lleva y os entregará esta carta el Marqués de Alcañices y de los Balbases, Duque de Alburquerque, Mi Mayordomo Mayor, esperando que vuelva con la respuesta tan pronto como ya anhela mi corazón. Madrid, diciembre de 1877. Vuestro sobrino, Alfonso”.

El duque de Montpensier remitió a Madrid dos telegramas, de los cuales el primero, más formal, es el siguiente: “Alcañices desempeñó admirablemente su comisión y sale mañana domingo para Madrid, llevándose las contestaciones más favorables; todos rebosando en alegría, y más que nadie, tu respetuoso tío, que tanto te quiere. Antonio de Orléans”. El segundo telegrama tiene un tono más familiar: “Sabes que la contestación a tu carta será un Sí, como lo deseas y lo desea también tu respetuoso tío y afectísimo tío”.

Mercedes escribió a la directora del colegio Asunción, donde estudió, para darle la novedad del compromiso: “Segura del profundo cariño que hacía mi siente usted, mi querida Madre, me es grato comunicarle, llena de regocijo, que se abre ante mí un porvenir radiante de venturas inacabables y de dicha sin ocaso, en una alianza que no está inspirada por meras razones de Estado, sino que obedece a la elección hecha libre y espontáneamente por el corazón hidalgo del joven monarca”.

Recibida la contestación favorable, el rey decidió pasar las Navidades en Sevilla con su amada. Alfonso XII dirigió a la Comisión del Congreso de los Diputados un discurso con motivo de su enlace, a lo que un diputado respondió con un tierno discurso: “Señores, podemos seguir discutiendo de todas esas cosas, pero jamás voy a discutir sobre la infanta Mercedes, porque los ángeles, señores diputados, no se discuten”. Los diarios recogían, a su vez, el clamor popular: “El joven soberano se casa enamorado y esto se percibe hasta en la atmósfera madrileña, que está envuelta en aroma nupcial”.

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