Hace 46 años murió Knud de Dinamarca, el príncipe amargado que no pudo ser rey

En la milenaria dinastía danesa, una línea genealógica ininterrumpida conformada por medio centenar de monarcas, la reina Margarita II ocupa un lugar muy especial: es la primera mujer que reina de verdad.

Su predecesora y homónima, Margarita Valdemarsdotter (1353-1412) reinó en nombre de su hijo, Oluf II. Durante siglos, el ascenso de una mujer al trono danés estuvo vetado, hasta que en pleno siglo XX el rey Federico IX dio el primer paso hacia la igualdad sexual.

La nueva “Ley de Sucesión al Trono” promulgada el 27 de marzo de 1953, permitió la sucesión al trono de la princesa Margarita, la mayor de las tres hijas de Federico IX, y desplazó a un segundo lugar al hermano menor del rey.

El rey Christian X con sus hijos, el futuro Federico IX y Knud.

El príncipe destronado

El hermano menor, el príncipe Knud (1900-1976), estaba llamado a ser el siguiente rey danés. De hecho, en 1947 le fue otorgado el título de Príncipe Hereditario, ocupando desde entonces el primer lugar en la sucesión al trono, debido a que el rey Federico IX y la reina Ingrid solo habían tenido tres hijas mujeres.

En 1933 contrajo matrimonio con su prima hermana, la princesa Carolina Matilde (1912-1995), junto a la que llevó una activa vida social, muchas veces en representación de los reyes Federico e Ingrid. El matrimonio tuvo tres hijos. La princesa Elisabeth fue la mayor, nacida en 1935. En 1940 nació el príncipe Ingolf, destinado a ser el siguiente rey. En 1942 nació el príncipe Christian.

Los reyes Christian X y Alejandrina con sus hijos Federico y Knud.


En 1947, al llegar al trono Federico IX, se hizo evidente que la reina Ingrid no tendría más hijos. Los nuevos monarcas tenían tres hijas -Margarita, Benedicta y Ana María- y las leyes danesas indicaban que solo los hombres podían reinar.

Se nombró príncipe heredero a Knud, pero los daneses demandaron que la princesa Margarita fuera la siguiente reina. La necesidad de la nueva ley de sucesión separó al rey Federico de su hermano, y creó entre ellos una rivalidad que duraría toda la vida.

En 1933 Knud se casó con su prima hermana Carolina Mathilde de Dinamarca.


El referéndum de mayo de 1953 en el que la población danesa podía aprobar la sucesión femenina se convirtió en una elección entre la elogiada y muy inteligente familia del rey Federico y la familia del príncipe Knud, ridiculizada por “fea y estúpida”. El referéndum aprobó la nueva Constitución y la Ley de Sucesión recibió el apoyo del electorado.

En una entrevista concedida en 2010, el príncipe Ingolf recordó que fue ridiculizado al día siguiente del referéndum por todos sus compañeros en la escuela: había perdido la posibilidad de ser rey y eso era motivo de burla. La nueva Constitución y la Ley de Sucesión recibieron la aprobación real en un Consejo de Estado que tuvo lugar en el palacio de Christiansborg el 5 de junio de 1953.

Knud y Carolina Mathilde tuvieron tres hijos (Elisabeth, Ingolf y Christian)


Una enemistad que duró décadas

El entonces primer ministro Erik Eriksen dijo más tarde el historiador Tage Kaarsted que el príncipe Knud trató de sabotear la firma de la Constitución que le arrebataría el trono. Al salir de la reunión, el príncipe heredero Knud era apenas el cuarto en la línea de sucesión, por detrás de sus tres sobrinas, lo que consideró una traición por parte de su hermano.

A pesar de que ya no era el heredero de la Corona, se le otorgó el título de “Príncipe Hereditario”, lo que podía parecer irónico, ya que estaba claro que iba a heredar nada. Los hermanos casi no volvieron a hablarse y el príncipe Knud conservó toda su vida el dolor de haber sido despreciado por los daneses.

Knud y Carolina Mathilde tuvieron tres hijos (la princesa Elisabeth, única sobreviviente, y los fallecidos Ingolf y Christian)


“Creo que mis padres sólo vieron al rey Federico y la reina Ingrid cuando se reunían en las actividades oficiales”, recordó el príncipe Ingolf. El rey murió en enero de 1972 y su hermano Knud le sobrevivió unos años. “Le hubiera gustado mucho ser rey durante esos años”, dijo Ingolf, quien agregó que su padre “murió como un hombre amargado” durante el reinado de su sobrina Margarita II.

El príncipe Ingolf perdió su título cuando se casó con una plebeya en 1968 y adoptó el de “Conde de Rosenborg”. Recibe anualmente 1,5 millones de coronas danesas de la Lista Civil, como una especie de “compensación” por haber perdido el trono. Después de la muerte de su padre, sintió que era hora de poner fin al conflicto familiar y se acercó a su prima, la reina Margarita II, muy en contra de la voluntad de su madre.

El conde la convenció de que los problemas de la vieja generación no debían interferir en la relación de la generación joven, y desde entonces Ingolf y sus hermanos apoyaron a la reina en sus labores oficiales. Tras la muerte de Knud en 1976, Carolina Matilde salió poco de su residencia, y su frágil salud le impidió asistir a muchos acontecimientos familiares, pero tuvo tiempo de reconciliarse con la reina Ingrid antes de morir, en 1995.

Quién fue el príncipe Knud. Titulado príncipe hereditario, nació el 27 de julio de 1900 y fue bautizado Knud Christian Frederik Michael. Casado con la princesa Caroline-Mathilde de Dinamarca, prima hermana suya (1912-1995), tuvo tres hijos: la princesa Elisabeth, Ingolf y Christian, que perdieron sus títulos principescos por sus matrimonios, adoptando los títulos de Condes de Rosenborg. La familia vivió durante muchos años en el castillo de Sorgenfri y en Klitgaarden en Skagen. Knud murió el 14 de junio de 1976.

Quién es quién en la realeza: Sir Timothy Laurence, el discreto consorte de la princesa Ana

El vicealmirante Timothy Laurence, de 67 años, sí necesita presentación. Su figura pasó inadvertida incluso para las multitudes que lo vieron pasar en un carruaje durante el jubileo de platino de Isabel II.

Casi nadie sabe quién es este caballero discreto y silencioso que conduce su propio automóvil, no tiene un cuerpo de seguridad y viste sencillamente. Y eso a pesar de ser el yerno de la reina de Inglaterra.

Alto, de espalda recta y con cierto aire de autoridad, producto de su larga carrera en la Marina Británica, Tim es el segundo esposo de la princesa Ana de Inglaterra. Conoció a su futura esposa estando al servicio de su futura suegra, Isabel II, y hoy su matrimonio dura veinticinco años. La pareja superó muchísimos titulares de la prensa que indicaban que ya no se amaban, que se llevaban mal y que Ana lo despreciaba.

Cuando Tim conoció a Ana, ella era una mujer casada con el padre de sus dos hijos, el capitán Mark Phillips. Al parecer fue un flechazo instantáneo. Ana ya estaba cansada de lo que se consideraba «un matrimonio falso y de ficción» con el engreído y mujeriego Phillips, sobre quien los tabloides esparcían rumores -bastante creíbles- sobre aventuras amorosas extramatrimoniales.

La tormenta llegó en 1989, justo cuando también llovían los rumores sobre el matrimonio de pesadilla formado por Carlos -hermano mayor de Ana- y la princesa Diana de Gales. La prensa amarillista británica contó y retrató el romance que Mark Phillips mantuvo con una mujer neozelandesa llamada Heather Tonkin. Aseguraban que el capitán le pagó 80.000 dólares anuales, durante cinco años, para que callara la existencia de una hija suya.

Los rumores resultaron ser la verdad absoluta, aunque jamás se comprobó la versión de que el policía Peter Cross fuera el amante de la desdichada princesa Ana. Lo que sí pudo comprobarse es que la princesa mantenía un fogoso, muy fogoso, romance con el comandante Laurence, uno de los ayudantes más cercanos, fieles y queridos de la reina.

La bomba estalló ese mismo año de 1989, cuando la prensa publicó una serie de cartas de amor que se intercambiaban Tim y la princesa, cinco años mayor que su amigo secreto. Las misivas, que abundaban en frases románticas, habían aparecido en una redacción de prensa después de haber desaparecido misteriosamente de las habitaciones de la princesa en el palacio de Buckingham.

La princesa Ana era todo un personaje en la monarquía británica: no era bonita ni era amable, como era de esperarse en una princesa. Todo lo contrario: según su padre, solo le interesaban los caballos, el gran amor de su vida. Tenía un lado humano, ya que era una gran activista por los derechos de los niños, pero detestaba la publicidad y odiaba a la prensa, cosa que no ayudaba en nada a mejorar su imagen.

Pero Tim amaba a Ana como era. Tras la sentencia de divorcio, el comandante de la Marina, que comandó cuatro buques de guerra, llevó a cabo la misión más importante de su vida: pedirle a la reina la mano de su hija. Todos felices, excepto una persona: la abuela de Ana, la implacable reina madre, para la cual la palabra “divorcio” era un tabú, una mancha imperdonable.

El 12 de diciembre de 1992, cuando todavía no se apagaba el estruendo mundial provocado por la separación de los príncipes de Gales, la princesa Ana se casó en Escocia. Eligió las Highlands escocesas porque la Iglesia de Escocia, a diferencia de la de Inglaterra, no bendecía el matrimonio de personas divorciadas. Al igual que la reina madre, que amenazó con no ir a la boda…

Mientras millones de personas de todo el mundo vieron su primera boda a través de la televisión, en 1973, la segunda boda de Ana no llamó la atención de nadie. Apenas unos fotógrafos retrataron a la princesa con un vestido usado y unos zapatos viejos conduciendo su propio automóvil al salir de la capilla donde se casó con Tim. No había carruajes, desfiles, ni multitudes ni protocolo alguno.

Aunque casado con la hija de la reina, la vida de Tim Laurence, que no recibió ningún título de nobleza, no cambió mucho. La princesa Ana y el discreto consorte alquilaron un departamento en el Dolphin Square de Londres, más tarde se mudaron a Gatcombe Park y finalmente se acomodaron en un apartamento del palacio real de St James. No tuvieron hijos, y apenas se ha escuchado hablar de Tim en los últimos 25 años.

Tim Laurence siguió yendo a pie a su oficina en el Ministerio de Defensa o a veces en su propio automóvil, aunque se comenta que su entrada a la familia no fue fácil, especialmente a causa del trato de la reina madre y de otros miembros de la Casa de Windsor, donde muchos años después todavía no era aceptado. Incluso por los hijos de Ana, Peter y Zara Phillips, y la prensa, que lo tachaba de «mantenido real».

Brian Hoey, escritor y periodista británico, afirma en su libro sobre la Casa de Windsor que el almirante Laurence tampoco muy querido por parte del personal del Palacio de Buckingham: «Es considerado como un hombre con ideas previamente formadas y con actitudes que no se encuentran entre los nacidos en la realeza», escribe.

Por esos años, la prensa volvía a acechar a la princesa Ana con especulaciones sobre su matrimonio: que no vivían juntos, que no se hablan, que apenas se ven en compromisos oficiales. «La verdad es que raramente se ven. Ya no están enamorados y depositan sus energías en el trabajo», publicó el sensacionalista “Daily Express”.

En privado, pese a los comentarios, la vida de Ana y Tim sigue tranquila y sin cambios. En diciembre alcanzaron los 29 años de matrimonio, un récord bastante notable entre las turbulentas generaciones jóvenes de la Casa de Windsor. La pareja sigue llevando un estilo de vida simple y quizás su mayor lujo es el yate que tienen atracado en Loch Craignish, Escocia, donde pueden hacer lo que más les gusta: escapar del mundo.

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Así fue como el implacable «Sistema Kensington» amargó horriblemente la infancia de la reina Victoria

Fue emperatriz del imperio más grande del mundo, pero creció en una verdadera jaula de oro. Siete estrictas reglas dominaron su existencia alejada de cualquier contacto con otros niños.

“Entré en mi sala de estar (solo con mi bata) y los vi. Lord Conyngham luego me informó que mi pobre tío, el rey, ya no existía, y que había expirado a las dos y doce de la mañana y, en consecuencia, que yo era la reina». Así es como Victoria de Inglaterra recordó el momento que cambiaría su vida para siempre. A las seis de la mañana del 20 de junio de 1837, la joven princesa fue despertada de su cama para ser informada de que su tío, el rey Guillermo IV, había muerto durante la noche.

Esto significaba que Victoria, que solo tenía 18 años en ese momento, ahora era la reina de Inglaterra. A pesar de su corta edad, Victoria tomó las riendas estoicamente. Se mantuvo tranquila y no necesitó de las sales aromáticas que su institutriz había preparado para ella. En su primera reunión con su consejo privado, unas pocas horas después, los nuevos ministros de Victoria se alzaron sobre ella: Era pequeña y tuvo que sentarse en una plataforma elevada para poder verla. Sin embargo, lo que a Victoria le faltaba en altura, lo compensó con determinación y rápidamente causó una impresión favorable. Era, en definitiva, el primer día de su vida, después de haber pasado los anteriores 18 años sometida a una estricta y triste infancia.

Victoria nació el 24 de mayo de 1819 en el Palacio de Kensington.
Retratos de Victoria y sus padres Eduardo, duque de Kent, y Victoria Mary Luisa de Sajonia-Coburgo.

Aunque Victoria asumió sus responsabilidades reales con notable confianza, no había estado destinada al trono. Cuando nació en 1819, la posibilidad de convertirse en reina parecía muy remota. Como hija única del cuarto hijo del rey Jorge III, Eduardo (duque de Kent), era la quinta en la sucesión al trono. Sin embargo, cuando llegó a la adolescencia, a la muerte de su padre, sus hermanos y cualquier otro heredero legítimo la convirtieron en la heredera más cercana de Guillermo IV. Victoria pasó sus años de formación en el Palacio de Kensington, Londres. Sin embargo, en muchos sentidos, el palacio resultó ser una prisión para la princesa, y su infancia allí fue muy triste. Tras la muerte de su padre a causa de una neumonía, cuando ella tenía apenas ocho meses, su vida estuvo dominada por su madre, la duquesa de Kent, y su ambicioso asesor.

Justo hasta que se convirtió en reina, Victoria se vio obligada a compartir un dormitorio con su madre.

Su madre Victoria Mary Luisa era, por nacimiento, princesa de Sajonia-Coburgo-Saafeld. Desde que llegó a Londres en 1818, para casarse con el duque de Kent, la princesa alemana se empecinó en llevarse mal con todo el mundo, empezando por sus cuñados los reyes Jorge IV y Guillermo IV. Al morir su marido en 1820, la duquesa de Kent vio su oportunidad para alcanzar el poder mediante la regencia de su pequeña hija, que ya había ascendido todos los escalones posibles en la sucesión al trono. Se alió con sir John Conroy, un ambicioso, perverso, prepotente y violento funcionario que robaba dinero y hasta llegó a golpear a la duquesa frente a su hija cuando no conseguía lo que deseaba. Conroy tenía grandes esperanzas: imaginaba que la princesa Victoria llegaría al trono a una edad temprana, necesitando así un gobierno de regencia, que sería dirigido por la duquesa. Su plan era aislar a la duquesa de Kent y su hija de otros miembros de la familia real para que solo él estuviera en condiciones de aconsejarlos.

John Conroy mantuvo un control estricto sobre la princesa

Como secretario personal de la duquesa de Kent, sir John Conroy sería el verdadero «poder detrás del trono», pero no contaba con que Guillermo IV, sobreviviera el tiempo suficiente para que Victoria alcanzara su mayoría. Por la influencia de Conroy, la relación entre la duquesa viuda y Guillermo IV se agrió al punto de ser exiliada de la corte mientras ella impidió que el rey visitara a su sobrina y heredera. Confinada al palacio de Kensington y sin asignación propia, la duquesa vivía en el resentimiento, todo lo cual condujo a una dramática escena durante una cena en 1836 cuando el rey, harto de la duquesa y de Conroy, expresó en un banquete la esperanza de vivir lo suficiente para evitar la regencia de “una persona que está sentada cerca mío, que se encuentra rodeada por malos consejeros y es incompetente para comportarse con propiedad en cualquier posición en que se le situara”. Sintiéndose «groseramente insultada» la duquesa se retiró del banquete escandalosamente.

Sir John Conroy, asesor personal y ambicioso amante de la duquesa de Kent.

Victoria conservó pésimos recuerdos de su infancia, dominada por la ambición de la duquesa y su presunto amante, que tenía la intención de establecerse como el poder detrás del trono en el caso de una Regencia (en la que la madre de Victoria gobernaría con ella si ella accediera cuando aún era menor de edad). Viuda a los dos años de casada -cuando tenía apenas 32 años- la duquesa creó en torno a su hija una especie de proteccionismo neurótico, destinado a preservar la esperanza de la monarquía y, de esta forma, tanto su futura influencia en el gobierno como su bienestar económico. La pareja impuso un código de disciplina sofocante a la joven Victoria, que llegó a conocerse como el ‘Sistema Kensington’. Junto con un calendario estricto de lecciones para mejorar su rigor moral e intelectual, este asfixiante régimen dictaba que la princesa no pasaba mucho tiempo con otros niños y estaba bajo la supervisión constante de un adulto. Justo hasta que se convirtió en reina, Victoria se vio obligada a compartir un dormitorio con su madre. Se le prohibió estar sola, o incluso bajar las escaleras sin que alguien la tomara de la mano.

Victoria Mary Luisa, viuda del príncipe Eduardo de Inglaterra, duque de Kent.

Así, la princesa Victoria no pudo tener su propia habitación en el palacio de Kensington y tuvo que dormir en una pequeña cama, casi una cuna, al lado de la cama de su madre hasta que cumplió 18 años. La vigilancia de la duquesa hacia su hija era absoluta y las reglas de máximo cuidado reinaban en la casa: la princesa no podía subir ni bajar escaleras sin un adulto que le diera la mano. Cada tos, cada trozo de pan y mantequilla consumidos, cada carta y cada paso debía ser reportado a Conroy. Según el medio hermano de Victoria, el príncipe Karl de Leiningen, “la base de todas las acciones, de todo el sistema seguido en Kensington” era asegurar que solo la duquesa de Kent tuviera influencia sobre su hija y que “nada ni nadie fuera ser capaz de sacar a la hija de su lado”. Ese sistema implicaba la vigilancia constante de la niña «hasta el detalle más pequeño e insignificante».

La duquesa de Kent tuvo poca presencia en la corte de su hija y murió en 1861.

La joven Victoria aprendió a odiar a Conroy por su nociva influencia y el maltrato que les dispensaba a ella y a su madre. Lo describió como «un monstruo» y «un demonio». Más adelante en su vida, ya coronada como reina, Victoria reflexionó que tuvo “una vida muy infeliz de niña… y no sabía qué era una vida familiar feliz”. Ella mantuvo un profundo odio hacia John Conroy por manipular a su madre e imponerle reglas tan rígidas, que luego lo describió como «la encarnación del demonio». No fue sino hasta convertirse en reina, en 1837, cuando Victoria pudo liberarse de las garras claustrofóbicas de Conroy y su madre. Su relación con su madre permaneció tensa y distante durante muchos años y limitó ferozmente la influencia de Conroy en la corte. Apenas dos años después de que Victoria tomara el trono, el hombre renunció a su puesto y se fue a Italia en medio de vergüenza y escándalo.

Durante toda su infancia, la vida de Victoria estuvo dominada por 7 reglas inquebrantables:

1. No podía pasar tiempo sola y siempre tenía que dormir en la habitación de su madre. No podía bajar las escaleras sin tomar la mano de un adulto en caso de que se cayera.

2. No podía reunirse con ningún extraño o tercero sin que su institutriz estuviera presente.

3. Tuvo que escribir en un «Libro de comportamiento» qué tan bien se había comportado cada día, para que su madre pudiera evaluar su progreso. A veces era bueno, a veces «MUY SUCIA».

4. Solo podía aparecer en público en «giras publicitarias» cuidadosamente gestionadas por su madre y sir Conroy con el objetivo de distanciarla del impopular régimen de sus tíos, los reyes Jorge IV y Guillermo IV, y presentarla como «la esperanza de la nación».

5. No podía bailar la nueva danza escandalosa e íntima llamada el «vals», ni siquiera (como se suele decir) con personas de la realeza. Nunca lo haría hasta su boda con el príncipe Alberto.

6. Debía aumentar su fuerza corporal haciendo ejercicio con sus máquinas de madera y una máquina con poleas y pesas. Tomar suficiente aire fresco diariamente, otra de las reglas, la convertiría en una amante de las ventanas abiertas para toda la vida, incluso en invierno.

7. No podía elegir su propia comida. Se le permitía comer pan con leche y carne de cordero asada, y se le prohibió comer sus cosas favoritas: dulces y frutas. El menú era previamente aprobado por Sir John Conroy.

Así fue como Catalina la Grande abrazó la inoculación contra la viruela y salvó miles de vidas

Thomas Dimsdale, un médico inglés, se basó en una técnica existente para inmunizar a las personas contra la viruela. La técnica consistía en encontrar un portador de la dolencia, luego tomar una cuchilla sumergida en una cantidad muy, muy pequeña de «la materia inmadura, cruda o acuosa» de las pústulas de esa persona e inyectarla en el cuerpo del paciente. Los pacientes infectados con esta cepa más leve desarrollaron inmunidad y podrían combatir cepas más mortales en el futuro.

La enfermedad había asolado Europa durante siglos, desfigurando gravemente al zar Pedro III de Rusia. Decidida a librar a sus compatriotas del flagelo que estaba matando a decenas de miles en Rusia, en 1767 la emperatriz Catalina II, viuda de Pedro, citó a Dimsdale a la corte, ansiosa por ver si la estrategia de Dimsdale funcionaba. Cuando llegó a Rusia, la emperatriz insistió en recibir la inoculación, a pesar de las fuertes protestas los funcionarios, que estaban preocupados si el tratamiento todavía experimental fallaba. Después de la inoculación, cayó enferma durante unas semanas pero se recuperó.

Relata el historiador Fernando Díaz-Plaja: «Desde los Padres de la Iglesia y su favorito Orlo al bajo pueblo de San Petersburgo, la alarma es general y las peticiones llegan unánimes: ‘No lo hagas, matrioshka, no te expongas a ese peligro’. Las súplicas de sus amigos valieron tan poco como las advertencias de los científicos rusos, poco seguros todavía de aquel invento extranjero. Catalina II se vacuna y tras unos días de angustia nacional, aparece en público con la más sana de las apariencias y la mejor de sus sonrisas».

El procedimiento fue un éxito y, con el apoyo de la zarina, Dimsdale inoculó a unos 150 miembros de la nobleza. Para los últimos años de vida de Catalina, dos millones de rusos habían recibido vacunas contra la viruela.

“Es bastante sorprendente que, en el siglo XVIII, la mejor estrategia publicitaria para Catalina fuera mostrar a todos que estaba planeando leyes y reformas pensando en conceptos como justicia y derecho natural y hablando con los mejores pensadores europeos sobre las necesidades de Rusia. ¿No sería fantástico si los líderes políticos de hoy pudieran ganar votos apelando a la razón y la investigación?” escribió Kelsey Rubin-Detlev, profesora asistente de lenguas y literaturas eslavas en la Facultad de Letras, Artes y Ciencias de la USC Dornsife. «Catalina no solo interactuaba con intelectuales públicos: ella misma era una intelectual pública. Fue dramaturga, periodista, historiadora, teórica política y mucho más. De esto se trataba ser un gran monarca en la Ilustración: combinar ideas con poder».

Quién es quién en la realeza: «Katherine Kent», la duquesa que escapó del esplendor y abrazó el catolicismo

Prima de la reina de Inglaterra, renunció a su status real para ayudar a los necesitados. Solidaria y sencilla, causó controversia al convertirse al catolicismo.

La duquesa de Kent, Katharine Mary Lucy Worsley, nació el 22 de febrero de 1933 y creció en el campo, en la casa familiar de Hovingham Hall, Yorkshire. Sus padres, Sir William y Lady Joyce la enviaron a la St Margaret’s School y a Runton Hall, en Norfolk, donde se destacó en música. A los 23 años Katherine conoció al príncipe Eduardo de Inglaterra. Nieto del rey Jorge V y primo hermano de la reina Isabel II, Eduardo había heredado el título de duque de Kent siendo muy joven, al morir su padre en un accidente de aviación en 1942. Su madre era la princesa Marina de Grecia. Símbolo de sus orígenes plebeyos, Katharine era descendiente directa de Frances, hija de Oliver Cromwell, famoso por liderar la revolución que derrocó a la monarquía y decapitó al rey Carlos I en 1649.

La pareja se comprometería cinco años después y celebró una gran boda real en York, en 1961, a la que asistieron las reinas Ingrid de Dinamarca y Victoria Eugenia de España, y en la que se conocieron Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia. El escenario elegido para la boda, el 8 de junio de aquel año, fue York Minster, donde Katherine había aprendido a tocar el órgano y también donde, 600 años antes, se habían casado el rey Eduardo III y Filipa de Hainaut. La cobertura noticiosa del evento hizo hincapié en que ella era «una chica de Yorkshire» que se casaba con el nieto de un rey, mientras que miles de lugareños se alinearon en la ruta desde York Minster para ver a la pareja mientras se dirigían a la fiesta. Sir Richard Buckley, quien fue el secretario privado del duque durante 28 años, recordó a Katharine como «una novia de cuento de hadas«.

Katherine, duquesa de Kent, es la esposa del príncipe Eduardo, duque de Kent, primo hermano de la reina Isabel II. Su suegra fue la famosa Marina de Grecia.

Muy celebrada como la primera boda de un príncipe británico con una plebeya, la unión tuvo una ferviente opositora, la madre del príncipe. Marina, duquesa de Kent, princesa por vía doble y descendiente de los zares de Rusia, odió la idea de que su hijo se casara con una chica de clase media y lo envió a estudiar a Alemania durante un año con la idea de que se olvidara a de ella. Viendo que los chicos estaban muy enamorados, la duquesa viuda no vio otra opción más que dar su permiso al matrimonio y deslumbró en la ceremonia.

La joven duquesa de Kent inmediatamente se compenetró muy bien en sus obligaciones reales y también, como esposa de un oficial del Ejército, acompañó al duque cuando fue enviado a Hong Kong y Alemania. Sir Richard Buckley fue testigo de la influencia positiva de Katherine sobre su esposo, quien, cuando asumió por primera vez sus citas reales en el extranjero, era bastante tímido. Katharine, que era «una duquesa moderna y una gran admiradora de Pink Floyd«, le dio confianza al príncipe. Durante su visita a la Feria Mundial de Brisbane: Expo 1988, Katherine fue vista como la princesa Diana de su época. Los Kents establecieron su residencia en Anmer Hall, en dentro de la propiedad real de Sandringham, que era el lugar ideal para criar a sus hijos. En 1962 nació el primero, George Windsor, conde de St. Andrews. Lady Helen Windsor nació en 1964 y seis años más tarde nació el tercero, Lord Nicholas Windsor.

Lamentablemente, la mala salud persiguió a la duquesa durante gran parte de su vida: en 1975, durante su cuarto embarazo, sufrió un aborto espontáneo, y dos años más tarde dio a luz a un niño que nació muerto. El dolor fue abrumador: “Tuvo el efecto más devastador en mí”, reveló en una entrevista años más tarde. “No tenía idea de lo devastador que podía ser para una mujer. Me ha hecho extremadamente comprensiva con otros que sufren el nacimiento de un bebé muerto”. Una profunda depresión comenzó a alejar lentamente a la duquesa del esplendor real para sumergirla en en la vida espiritual. Dos años después, toda esa emoción llegó a un punto crítico y fue ingresada en el hospital durante siete semanas de «tratamiento y descanso supervisado». «Creo que sería una persona bastante rara si no cedo bajo esas circunstancias», reflexionó en 1997. «Fue algo horrible lo que sucedió y no pensé que debía darme tiempo para superarlo. No fue un buen período, pero una vez que salí y volví a un estado de normalidad, rápidamente me di cuenta de que a muchas personas les sucede. Nunca he tenido depresión desde entonces”.

En busca de respuestas espirituales, rompió con la tradición de la Familia Real y se convirtió al catolicismo en 1994, con la aprobación de la reina: “Me encantan las pautas y la Iglesia Católica te ofrece pautas. Siempre he querido eso en mi vida. Me gusta saber qué se espera de mí. Me gusta que me digan: irás a la iglesia el domingo y si no lo haces, ¡te lo perderás!” Hasta que se retiró de la vida pública, Katharine fue muy popular por su papel en el campeonato de Wimbledon,donde entregaba los trofeos: última vez que lo hizo fue en 2001, a Venus Williams.

Un año más tarde se retiró oficialmente de la vida pública, renunciando a sus deberes reales para vivir en privado en su propio apartamento alquilado lejos de la corte real. Además, renunció al tratamiento de Alteza Real, pasando a ser conocida como “Katherine, duquesa de Kent” o simplemente “Katharine Kent”. “No me gusta ser una figura pública y lo digo con mucha humildad”, reveló en una entrevista. “Es mi naturaleza, la forma en que nací. Me gusta hacer las cosas en silencio detrás de las escenas. Soy una persona muy tímida”. Un asesor real la describió como “una figura tímida, casi solitaria”, aunque asistió a la boda del príncipe Guillermo con Catalina Middleton y a otros grandes eventos de la familia real.

Las especulaciones sobre el estado de su matrimonio la han perseguido desde finales de los años setenta cuando sufría depresión, y muchas personas creen que ella y el duque de Kent han estado llevando vidas separadas. También se dijo que su decisión de convertirse al catolicismo en 1994, el primer miembro de la familia real en hacerlo desde 1685, fue tomada por sentirse incómoda con la fe anglicana del duque. Sin embargo, el propio duque de Kent acompañó a su esposa cuando ella juró en la Iglesia Católica y posteriormente asistió a misa con ella. Hablando en un documental de la BBC en 2004, todo lo que diría sobre el tema de su matrimonio fue: “Cuido de mi familia y cocino para mi esposo”.

En el plano íntimo, la duquesa sin embargo continuó desarrollando actividades que encuadran con su perfil solidario: enseñó música en secreto durante 10 años en la escuela primaria estatal Wansbeck en Kingston-upon-Hull y en la que su verdadera identidad como miembro de la Familia Real permaneció oculta: “Siempre me ha gustado el talento, me encanta el cosquilleo cuando ves talento y comencé a darme cuenta de que estaba enseñando a niños muy, muy dotado”. En los últimos años, dio clases como maestra voluntaria a los niños que vivían en el edificio Greenfeld, que se incendió en 2017. En una visita a la India en la década de 1990, habló le dijo a un periodista: “Me encantan las personas, las valoro ¿De qué se trata el mundo? No de las posesiones sino de personas que se cuidan unas a otras”.

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Hace 75 años: una tragedia de aviación que cambió la vida de la familia real de Suecia

La muerte del príncipe Gustavo Adolfo de Suecia, padre del actual rey, a los 40 años, en un accidente aéreo en Copenhague es recordada como uno de los capítulos más dramáticos de la dinastía Bernadotte.

En el castillo de Haga, la princesa Sibylla y sus cinco pequeños hijos esperaron despiertos toda la noche la llegada del padre pero, en su lugar, llegó la reina Luisa, quien mandó a los niños a sus dormitorios para darle la noticia a la princesa Sibylla. A la mañana siguiente, el lunes 27 de enero, los pequeños príncipes se enteraron de la noticia que ya se había extendido por todo el país: su padre estaba muerto al estrellarse su avión en las cercanías del aeropuerto de Kastrup, al igual que el resto de los pasajeros.

“Fue un gran impacto”, dijo el conde Carl Johan Bernadotte, hermano de Gustavo Adolfo, muchas décadas después.

Carl Johan era el menor de los cinco hermanos y se había mudado a Nueva York dos años antes del terrible accidente. Cuando se casó con la periodista semanal sueca Kerstin Wijkmark, perdió su título principesco y fue expulsado del Palacio. Se enteró de la muerte de su hermano mientras jugaba golf en Nueva York. “Fue horrible. Por lo que tengo entendido, todo fue completamente innecesario. Alguien se había olvidado de quitar el bloqueo del timón e hizo que el avión se elevara y luego se hundiera directamente en el suelo”, relató.

Fue el embajador sueco en Copenhague, Gustaf von Dardel, quien identificó los restos del príncipe con la ayuda de un pañuelo, tres tarjetas de visita de acero y una caja de pastillas para la garganta. La reina Ingrid de Dinamarca y el príncipe Sigvard, hermanos del fallecido Gustavo Adolfo, vivían en Copenhague y acompañaron el ataúd desde el Instituto de Medicina Forense a la Iglesia Sueca en la capital danesa antes de que el cuerpo fuera enviado a Malmö a bordo de crucero “Oscar II”.

Gustavo Adolfo y su ayudante, el conde Albert Stenbock, habían viajado en tren a los Países Bajos el jueves 23 de enero. El viernes fueron a cazar jabalíes y ciervos por invitación del príncipe Bernardo de Holanda en los campos alrededor de Soestdijk, el castillo rural de la familia real holandesa cerca de Utrecht. En 2011, la prensa sueca reveló cartas hasta entonces desconocidas en los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores que mostraban que el príncipe, por pura cortesía hacia sus anfitriones, eligió el avión de la aerolínea holandesa KLM.

Una carta, escrita al día siguiente del accidente por el embajador sueco Joen Lagerberg al canciller Östen Undén, relata su último encuentro con el príncipe. La carta, fechada el 27 de enero, dice que la noche del 24 se ofreció a Gustavo Adolfo una cena en la residencia de la reina Guillermina en Amsterdam. “Simplemente no quería ser grosero con la gente anfitriona”, escribió Lagerberg. El domingo, el embajador y el príncipe se habían vuelto a encontrar en el aeropuerto de Schiphol, donde príncipe compró regalos para su esposa y sus hijos.

«Negligencia humana»

El mismo día, Lagerberg envió una carta menos formal al ministro de Relaciones Exteriores sueco, Sven Grafström, que aborda la cuestión de por qué el príncipe voló con la empresa holandesa KLM y no con la sueca ABA, lo que debería haber sido natural. El embajador escribe que el propio príncipe le había explicado que el avión de ABA despegó tan temprano en la mañana que tendría que levantarse “en medio de la noche y por lo tanto causaría a sus anfitriones un problema innecesario en su opinión”. Simplemente no quería ser grosero y despertar a los anfitriones demasiado pronto, por lo que tomó el último avión de KLM con escala en Kastrup, Copenhague.

“Las cartas refuerzan la tragedia del accidente. Todo dependía del factor humano”, reflexionaría Carl Johan Bernadotte. Ese cambio de planes resultó ser una decisión que cambió toda la historia de Suecia. Con la muerte de Gustavo Adolfo, que era el segundo en la línea sucesoria al trono, se alteró dramáticamente el orden sucesorio y el único hijo varón del difunto príncipe, es decir, el actual rey, que tenía solo ocho meses cuando el avión se estrelló, ocupó su lugar. Tres años más tarde, Gustavo V murió y dejó el trono a Gustavo VI Adolfo, padre del trágico Gustavo Adolfo. El pequeño Carlos Gustavo se convirtió en heredero del trono a la edad de cuatro años.

Los archivos del Ministerio de Relaciones Exteriores sueco conservan una copia de la investigación danesa del accidente, que consistía en un resumen taquigráfico de 110 páginas de las investigaciones realizadas por el juez Baerentsen. Se afirma simplemente que la negligencia humana estuvo detrás del accidente. El avión, un DC-3, hizo escala a las 14.55 en Kastrup. Debido a las fuertes ráfagas, se instaló un bloqueo de timón externo, a pesar de la breve escala. Una de las cuñas se olvidó, lo que hizo que el avión fuera inmanejable. Cuando el DC-3 despegó, se elevó incontrolablemente en un ángulo pronunciado para finalmente colisionar con el suelo a las 15:23. Las 22 personas a bordo murieron en la explosión.

La vida que el príncipe Gustavo Adolfo y su esposa, Sibylla de Sajonia-Coburgo (bisnieta de la reina Victoria de Inglaterra) habían creado en el Castillo de Haga desapareció de repente. “Sibylla era en realidad una persona bastante feliz antes, pero quedó muy sola después de la muerte de su esposo”, dijo el conde Bernadotte. Su esposo, que sufría de dislexia durante la escuela, no temía en absoluto la actividad física. Era un oficial entrenado en Karlberg, pertenecía a la élite sueca en esgrima y realizaba carrera de obstáculos. Además, fue campeón múltiple de sable y fue miembro del equipo olímpico sueco en 1936, un tirador habilidoso y muy activo en el movimiento scout. “Amaba los deportes y la vida al aire libre, al igual que el rey. La caza era uno de sus mayores intereses, recordó su hermano.

Un funeral multitudinario

El entierro se realizó en la Gran Iglesia de Estocolmo el 4 de febrero de 1947, con más de 100.000 dolientes apostados en silencio en las calles de la ciudad. El entierro tuvo lugar luego en el Cementerio Real de Haga, muy cerca de la residencia que Gustavo Adolfo y Sibylla habían convertido en su hogar. Las princesas Margarita, Birgitta y Désirée acompañaron a su enlutada madre al funeral, pero los más pequeños de la familia, Christina y Carlos Gustavo, quedaron al cuidado de la niñera en el castillo.

Cuando el rey Carlos Gustavo pronunció su discurso después del desastre del tsunami de 2005 en el Sudeste Asiático, fue la primera vez que expresó el dolor por su padre en público. Nunca llegó a conocer a su padre y, durante toda su infancia, la estricta corte sueca prohibió a cualquier persona que se hablara de su fallecido padre en su presencia. Lo que pocos recuerdan hoy es que el padre del actual rey, y sus hermanos habían pasado por el mismo trauma: su madre, la princesa Margarita, murió de manera completamente inesperada cuando eran niños. Entonces estaba embarazada de ocho meses. “Fue un golpe increíble para mi padre, pero nadie debía hablar de eso. Mi padre nunca habló de mi madre”, recordó Carl Johan.

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Batalla por el trono zulú: quién es quién en la disputa dinástica

La familia gobernante del grupo étnico más grande de Sudáfrica, compuesto por 11 millones de súbditos, está dividida desde la muerte en marzo del rey Goodwill Zwelithini kaBekhezulu. Los rumores de envenenamientos y falsificación de testamentos aumentaron aún más las tensiones reinantes.

El príncipe Misuzulu Zulu, el hijo mayor del difunto líder, fue nombrado heredero por la también fallecida reina regente Mantfombi Dlamini, pero numerosos miembros de la familia rechazaron su reclamo al trono. Esta semana, diversos informes apuntaron que se intentó envenenarlo, después de que se sintió mal repentinamente en una fiesta.

El rey de los zulúes, Goodwill Zwelithini, murió el viernes 12 de marzo a la edad de 72 años tras estar hospitalizado varias semanas por complicaciones relacionadas con la diabetes.

Una semana antes, el rey Misuzulu había reconocido que la disputa dinástica se debe a que una vasta facción de la familia real -liderados por el príncipe Mbonisi y la princesa Thembi, sus tíos- se oponen a su coronación y presionan para que el príncipe Simakade, el hijo mayor sobreviviente del rey Zwelithini kaBhekuzulu, ascienda al trono.

El príncipe Misuzulu Zulu, de 46 años, fue nombrado heredero en el último testamento de su madre, la fallecida reina regente Shiyiwe Mantfombi Dlamini, lo que exacerbó las divisiones dentro de la familia real.

La noticia del posible envenenamiento del rey llegó cinco meses después de que su madre, Mantfombi Dlamini, elegida como reina regente durante tres meses, falleciera repentinamente entre rumores de haber sido envenenada.

La reina regente, que declaró a su hijo Misuzulu como nuevo rey, fue acusada póstumamente de haber falsificado el testamento del rey Zwelithini y, por lo tanto, asesinada por orden de sus rivales. “La gente piensa que somos asesinos”, dijo la princesa Thembi, pero agregó que “no estaban conspirando para derrocar a nadie”.

Jugadores clave de la intriga del palacio

El rey Misuzulu KaZwelithini

Misuzulu KaZwelithini.

La muerte del rey Zwelithini en abril y el repentino deceso de la reina Mantfombi en mayo desató una disputa sucesoria de desenlace incierto. El rey Zwelithini, que dejó 6 esposas y al menos 26 hijos, no dejó un heredero, que siguiendo la tradición zulú debe ser elegido después del período de luto por el rey fallecido. Nacido en 1974, Misuzulu es el hijo mayor de Zwelithini y la reina Mantfombi y reconoce que una facción de la familia real se opone a su coronación por considerar que el testamento del rey ha sido falsificado.

La reina regente Mantfbombi Dlamini

La reina, que era la principal de las seis esposas del rey Zwelithini, fue nombrada Regente en marzo para gobernar durante tres meses hasta que, terminado el período de luto por el rey, fuera elegido y coronado su sucesor. Semanas después, la reina (hermana del rey Mswati III de eSwatini) fue hospitalizada pocas semanas después y murió repentinamente. Surgieron entonces rumores de que había sido envenenada después de que ella hubiera falsificado el testamento del rey fallecido para nombrar heredero del trono a su hijo mayor, el príncipe Misuzulu.

La primera esposa del rey Zwelithini y sus hijas

El rey Goodwill Zwelithini dejó 28 hijos de 6 esposas, de las cuales la primera es Sibongile Dlamini.

Sibongile Dlamini, quien se casó con Zwelthini en 1969, desafió a las otras esposas del rey, alegando que ella es su única esposa legal y que solo sus hijos pueden ascender al trono. Es apoyada por sus hijas, la princesa Ntandoyenkosi y la princesa Ntombizosuthu, quienes afirman en una acción legal separada que el testamento del rey fue falsificado.

Según los informes, se contrató a un experto en caligrafía para intentar demostrar que la firma del rey Zwelithini en su testamento era falsa y la reina Sibongile MaDlamini y sus hijas están llevando sus respectivos casos al Tribunal Superior de Pietermaritzburg en batallas legales que cautivan a Sudáfrica. Exige la mitad de los bienes del monarca, así como el reconocimiento de que ella es la verdadera “Gran Esposa”, debido al hecho de que fue la primera esposa del fallecido rey.

El príncipe Mbonisi y princesa Thembi: En medio de la disputa familiar sobre quién debe ser el rey zulú, el príncipe Mbonisi y la princesa Thembi (hermanos del fallecido Zwlithini) negaron los rumores de que desempeñaron un papel en la muerte de la reina zulú. El jefe Mangosuthu Buthelezi, que se desempeña como primer ministro tradicional del difunto rey y ha jugado un papel central en el mecanismo sucesorio, no apoya a la princesa Thembi por ser “una hija ilegítima de mi primo, el rey Cipriano”.

El príncipe Mbonisi y la princesa Thembi lideran a la facción dinástica que se opone a la coronación del rey Misuzulu y presionan para que ascienda al trono el príncipe Simakade, el hijo mayor sobreviviente del rey Zwelithini kaBhekuzulu, ya que mayor de los hijos de Zwelithini, el príncipe Lethukuthula, hijo de la reina Sibongile MaDlamini, murió en noviembre de 2020 y cinco personas fueron acusadas de su asesinato.

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La historia pocas veces contada del infante Luis Fernando, oveja negra de la realeza española

Este infante, nieto de la reina Isabel II y primo del rey Alfonso XIII, heredó el aire bohemio y rebelde su madre, y la pasión desenfrenada por las mujeres de poca clase que tenía su padre. Un periódico, en los años 30, lo describía categóricamente: “Luis Fernando es famoso internacionalmente por ser un aprovechado y un personaje de dudosa reputación. Fue arrestado al menos dos veces, expulsado de dos países y se ha hecho despreciable al casarse con una tonta y vieja mujer, treinta y dos años mayor que él, contra las protestas de su familia. Mucha gente cree que el príncipe Luis Fernando es capaz de llegar a cometer cualquier acto vergonzoso”. En otra crónica se le apodaba “el príncipe pantalones de hierro”: “porque se lo ha expulsado de tantos países y hoteles sin demostrar ningún dolor que pareciera estar blindado”.

A Luis Fernando de Orleáns y Borbón, que nació infante y murió plebeyo, secretamente le gustaba ser apodado en los bajos fondos como el “rey de los maricas”. Consumía cocaína, malgastó fortunas propias y ajenas, y comprometió, con un crimen, la imagen de la Casa de Borbón dentro y fuera de España. Nació en el Palacio Real madrileño en 1888 y tuvo una infanta, fue hijo de Doña Eulalia de Borbón, hermana de Alfonso XII, uno de los mayores dolores de cabeza que tuvo desgraciada, al ser testigo del odio que unía sus padres, de las batallas legales y, por sobre todo, de la falta de cariño.

El niño se crió en España, Francia e Inglaterra. Una legión de institutrices y profesores particulares se encargó de los idiomas, alcanzando desde muy niño un espectacular dominio del inglés, el francés, el alemán y el materno, idiomas que hablaba con gran fluidez cambiando de uno a otro con gran facilidad. La infanta Beatriz, su cuñada, escribió: “Cuando Alfonso fue a vivir a Madrid, ella frecuentaba más la corte, quería mucho a este hijo, pero a veces parecía preferir al otro, que era un bala perdida, homosexual… aunque se casó con una vieja por dinero, para arruinarla, claro. Pero era su hijo y la infanta Eulalia lo quería y lo defendía. Era severa con sus hijos pero no con nosotros”.

Las cosas cambiaron cuando, en 1904 -cuatro años después del divorcio de sus padres- Luis Fernando comprendió lo difícil que era mantener buenas relaciones con su madre. Doña Eulalia le prohibió terminantemente que siguiera la carrera de actor, lo que engendró en el joven un odio terrible. Heredó una finca, la cual quería explotar, pero todo quedó en la nada cuando decidió, abruptamente, instalarse en el París de la belle epoque. Fue invitado de todas las fiestas, las cuales competían por ser la más ostentosa y extravagante. Fue célebre una fiesta en la que apareció con el torso desnudo totalmente pintado de azul, montado sobre un elefante y con un turbante adornado por brillantes, a semejanza de un maharajá indio. Desde entonces, su vida estuvo plagada de excesos, donde la droga, el alcohol y el sexo indiscriminado fueron moneda corriente. Su afición al juego y a la cocaína lo tenía siempre al borde de la ruina y llegó a traficar drogas para poder mantener sus vicios y su rumboso tren de vida.

Melchor de Almagro San Martín, que había sido condiscípulo del infante, testimonia su excentricidad: “En el baile de la condesa de Chabrillan, se presentó Luis teñido con añil de pies a cabeza para representar el dios Azul, seguido por un deslumbrante cortejo de sacerdotisas y hieroferantes, como sacados de un friso antiguo. El infante cabalgaba sobre un elefante, arreado con atalajes de oro y pedrería. Hizo su entrada semidesnudo, cubierta la cabeza con un turbante verde gayo y coronado de garzotas sujetas por broches de enormes diamantes”. Desde entonces, se vio vinculado a todo tipo de escándalos que hicieron correr ríos de tinta en los periódicos del mundo. Su hermano mayor y su primo el rey realmente lo despreciaban, y Luis Fernando se vengaba con ironías punzantes y un comportamiento tremendamente promiscuo, llegando a hacerse célebre la queja de una dama de la alta sociedad: “Yo tenía dos lacayos negros y guapos, pero los perdí a los dos. Al primero se lo llevó la tuberculosis; al segundo, el infante de España”.

En octubre de 1924, Luis Fernando de Orleáns fue expulsado de Francia mediante una orden judicial. Los relatos «oficiales» publicados en los periódicos de París cuentan que el infante paseaba por los pintorescos paisajes o quizás los barrios bajos del viejo París cuando se encontró con un hombre que se ofreció hacerle de guía a sitios más interesantes. Ambos se dirigieron al número 32 de la Rue des Tournelles, a una casa antigua donde se supone que el galante Enrique IV de Francia fue un visitante frecuente. La entrada a la casa era a través de un café frecuentado por hombres de dudosa reputación. “Aquí estaba la habitación real”, dijo el extraño guía turístico mientras abría la puerta. El infante entró y fue recibido por dos hombres vestidos como marineros. El guía cerró la puerta con llave y los marineros sacaron revólveres y apuntándole al infante le exigieron que entregara todo el dinero que llevaba consigo. Luis Fernando saltó hacia la ventana, la abrió y pidió ayuda. Dos policías oyeron sus gritos, fueron a su auxilio. Otras fuentes dicen que, en realidad, Luis Fernando fue expulsado de territorio francés luego de haber dado muerte, por estrangulamiento, a un joven marinero durante una orgía homosexual en la que completaba el trío cierto aristócrata portugués, apellidado Vasconcellos y otro supuesto amante del infante. Ambos habrían paseado por París el cadáver del desdichado, envuelto en una manta, intentando abandonarlo en las embajadas de España y Portugal para huir de la justicia francesa. 

Por aquellos años solía decir que “las desgracias de España están relacionadas directamente con las sensualidades y extravagancias del Rey Alfonso”, pero Luis Fernando había hecho ahora algo que logró indignar al propio rey.

Un periodista comentaba: “La difícil situación del príncipe Luis Fernando es más que un mero divertimento o un escandaloso episodio. Es probable que sea parte del capítulo final de la caída de la más antigua y desacreditada familia real en el mundo, los reales Borbones. Los Habsburgo y los Romanov han sido depuestos, arruinados, diezmados por asesinatos y dispersados. Aquellas antiguas familias estaban más manchadas de sangre que los Borbones pero no se podían comparar con ellos en derroche y autoindulgencia. Los Borbones aún retienen algo de su poder y mucho de su fortuna y se divierten de la misma manera en la que lo hacían siglos atrás”. Dijo el gran Talleyrand sobre los Borbones, después de que retornaran al trono de Francia en 1815: “No aprendieron nada ni olvidaron nada”.

Harto de la «oveja negra» de los Borbones, el 9 de octubre de 1924 Alfonso XIII anuló sus privilegios como infante de España y le retiró el título, a pesar de las protestas de Don Luis Fernando. En respuesta a semejante afrenta, Luis Fernando lanzó una profecía: “He nacido y moriré infante de España, como tú has nacido y morirás rey de España, mucho tiempo después de que tus súbditos te hayan dado la patada en el culo que mereces”.

Incapacitado para vivir ni en España o Francia, Luis Fernando hizo sus maletas y se trasladó a Lisboa, donde no abandonó su vida errante y pronto, en marzo de 1926 fue arrestado cerca de la frontera con España, disfrazado de mujer, siendo acusado de contrabando. En julio de 1930 anunció su compromiso matrimonial con Marie Say, viuda del príncipe Amadeo de Broglie y dueña del hermoso Castillo de Chaumont, donde vivía lujosamente como una princesa del Renacimiento, y de una gran fortuna sólo comparable con la de los Barones de Rothschild.

Marie era hija de Constant Say, del cual había heredado la azucarera del mismo nombre. Durante décadas, la millonaria había sido la anfitriona de decenas de excéntricas fiestas a las que acudían el maharajá de Kapurthala, el shah de Persia, el rey de Inglaterra, los reyes de Suecia, de Rumania y de Portugal. Su último capricho fue casarse con el infante don Luis cuando él tenía 41 años y ella superaba los 70.

A partir de entonces, la fortuna de Marie, ya un poco menguada por las crisis financieras y administradores poco escrupulosos, comenzó a mermar aceleradamente. Poco a poco, terrenos, obras de arte, mobiliario, cuadros y hasta su piano se fueron vendiendo mientras la familia política de Marie Say acusaba a Luis Fernando de dilapidar la fortuna que pertenecía a los Brissac. Finalmente su bien más preciado, el Castillo de Chaumont, debió ser cedido al Estado por 1.800.000 francos, en 1938.

Tres años antes, Luis Fernando había sido nuevamente extraditado de Francia, tras ser arrestado en una redada de la brigada antivicios. Volvió a Francia una vez más y durante la ocupación se dedicó a causas más loables: salvó a muchos miembros de la Resistencia, con la ayuda de su tía, la infanta Paz, que le proveía de información. Hasta llegó a pasearse, a plena luz del día por Berlín, luciendo la estrella amarilla cosida a su ropa como estaban obligados a hacer los judíos, a modo de protesta.

Viudo en 1943, Luis Fernando pasó los últimos años de su vida en compañía de una bailarina que lo cuidó durante su larga enfermedad. Murió el 20 de junio de 1945 y nadie de la familia, ni siquiera su madre, fue al funeral, en una iglesia de París.

Hace 123 años: nació Carlota de Mónaco, la bastarda convertida en princesa que salvó a la dinastía Grimaldi

El príncipe Luis II de Mónaco (1822-1949), hijo de un matrimonio escandalosamente roto, nunca se casó. Maltratado en su infancia por los duros enfrentamientos que protagonizaron sus padres, creyó conveniente no buscar una esposa. Enlistado en el Ejército francés, recorrió varios puertos hasta conocer en Constantinopla a la hermosa Juliette Louvet, de quien se dice que era hija de una lavandera. Alberto I, padre de Luis, jamás apoyó esa relación y se negó a dar su consentimiento.

Del romance de Luis y Juliette nació en 1898 en Constantinopla una niña, Carlota (Charlotte), quien por decisión de su padre fue llevada a París para recibir una educación digna de la hija de un príncipe. No hay que olvidar que, al no tener Luis hijos, ni hermanos ni tíos, la niña es la única heredera de la dinastía Grimaldi, por lo que el 15 de mayo de 1911, cuando tenía 13 años, se aprobó una ley que la reconoció como hija de Luis.

Al no tener Alberto I más que un solo heredero, Luis, aparecieron en Mónaco otros pretendientes al trono. Uno de ellos era el duque alemán Wilhelm von Urach, miembro de una rama secundaria de la familia real de Württenberg, casado con la princesa Florestine, hija a su vez de Florestan I. El segundo era el francés marqués de Chabrillan, heredero directo de José Grimaldi, hijo del príncipe Honorato III.

Para evitar que un alemán se quedara con la corona de los Grimaldi, el príncipe Alberto I ya en los últimos años de su vida se resignó a adoptar a Carlota, su única nieta, en 1919. La firma de la adopción tuvo lugar en París, con el presidente francés Poncaire y su canciller como testigos, y de esta forma Carlota Louvet Grimaldi se convirtió en la princesa Carlota de Mónaco.

Como heredera legítima del trono, Carlota tuvo que adecuarse a un matrimonio digno, y se casó en 1920 con el conde francés Pierre de Polignac, descendiente de una dama de honor de la reina María Antonieta de Francia. Ese año Carlota dio a luz a su primera hija, la princesa Antonieta, y tres años más tarde a su hijo, el futuro príncipe Rainiero III. En el medio, la muerte de Alberto I había convertido a Carlota en la presunta heredera.

Diez años más tarde, Carlota anunció su divorcio del príncipe Pierre, una noticia que despertó un gran escándalo en Europa. La princesa había abandonado el hogar y a sus hijos para viajar por Europa y curar sus depresiones crónicas, provocadas en parte por haberse casado con un hombre que nunca amó. De Pierre se decía que era homosexual.

Pierre de Polignac era guapo, elegante y refinado, y “su voz tan cultivada que era prácticamente inaudible”, escribió la revista Life en 1947. Los informes decían que el príncipe, un asiduo de los círculos literarios donde pudo cultivar su pasión por la literatura y la poesía, conoció a Jean Cocteau y mantuvo una relación sentimental con Marcel Proust.

El 18 de febrero de 1933 Luis II firmó la ordenanza que rompió definitivamente el matrimonio entre su hija y Pierre y ordenó posteriormente a su ex yerno no volver a Mónaco a menos que quisiera enfrentarse al Ejército monegasco. Pierre se fue a vivir a París y cuando quiso ver a sus hijos iba a una finca en la frontera del principado, con una renta anual de 500.000 francos concedidos como “pensión alimenticia” de parte de Carlota.

Aunque Antonieta y Rainiero quedaron al cuidado de su abuelo, el príncipe Pierre nunca cortó las relaciones con ellos, especialmente con el varón, a quien acompañó a Los Ángeles (EEUU) para pedir la mano de la actriz Grace Kelly.

En 1944, la princesa Carlota decidió renunciar a su derecho al trono, con lo cual al morir Luis II, cinco años más tarde, su nieto se convirtió en el príncipe Rainiero III. La antigua heredera retuvo el título de princesa y fue a la universidad en su vida posterior, obteniendo un título en trabajo social fuera de sus deberes reales.

Carlota asistió a la entronización de su hijo y luego se mudó a una finca en las afueras de París para vivir su vida posterior. Allí ayudó a rehabilitar a los presos y vivió con su amante, un ex ladrón de joyas francés, lo que la convirtió en una figura real bastante singular en sus últimos años. En 1956 asistió a la boda de Rainiero III con Grace Kelly y se la vio muy poco hasta su muerte en 1977.

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La inusual vida de Takako, la princesa japonesa que dejó la corte para trabajar en una tienda

Justo cuando la princesa Mako de Japón está a punto de despedirse del palacio y de su vida en la realeza para iniciar su camino como esposa de un abogado plebeyo, el país asiático empieza a recordar la historia de un personaje de la Familia Imperial hasta ahora poco conocido para las nuevas generaciones. Se trata de la exprincesa Takako, una de las dos hermanas sobrevivientes del emperador Akihito y tía abuela de la princesa Mako.

Takako fue la primera persona de la milenaria dinastía nipona que trabajó como un ciudadano común después de abandonar la corte en los años 60. Séptima hija del emperador Hirohito y de la emperatriz Nagako, Suga no miya Takako (princesa Suga) nació en el Palacio Imperial de Tokio en 1939, cuando sus padres llevaban ya quince años de matrimonio y su alumbramiento fue considerado un “milagro”: los emperadores ya habían tenido cuatro hijas mujeres y dos hijos varones y no se esperaba que Nagako quedara embarazada por séptima vez.

“Hasta que llegué a la edad de jardín de infantes, vivía con mis padres”, relató la princesa hace 50 años en una entrevista que concedió al New York Times. “Luego me enviaron al Salón Kuretake, un edificio dentro del recinto imperial pero a cierta distancia del Palacio del Emperador, para que las institutrices me criaran con mis hermanas”. “En la familia imperial”, explicó, “la costumbre era que los niños varones fueran criados por separado, cada uno en su propio lugar con sus propios tutores, y que las niñas fueran criadas juntas, pero por separado de sus hermanos varones”.

Primera princesa que fue a la universidad

La princesa Takako siempre consideró que la vida en el palacio era extremadamente estricta, pero no se rebeló activamente. «Solía ​​pensar de qué sirve hacer un escándalo, ya que no puedo cambiar las cosas de ninguna manera», dijo. Adoctrinada por estrictos maestros de probado linaje noble, la princesa y sus hermanas aprendieron a realizar refinados arreglos florales, a desarrollar la meticulosa ceremonia del té y otras artes que las jóvenes japonesas de la aristocracia debían adquirir. Por lo demás, no podían tener contactos con el mundo exterior y solamente entablaban comunicación con familias nobles de varios siglos de antigüedad.

Al igual que sus hermanos mayores, el príncipe Akihito (futuro emperador entre 1989 y 2019) y Masahito (príncipe Hitachi), Takako asistió a la Escuela de Nobles, una institución ahora abierta a todos, pero originalmente destinada a los niños de la nobleza y altísimos funcionarios del gobierno y la corte imperial. Sus hermanas mayores, educadas antes y durante la Segunda Guerra Mundial, no fueron más allá de la Escuela Secundaria de Nobles). Primera princesa japonesa que fue a la universidad, se especializó en inglés, pero cuando cursaba el tercer año se sugirió un matrimonio arreglado con Hisanaga Shimazu, un compañero de clase del príncipe Akihito y descendiente de una familia feudal de comprobada ascendencia imperial, que había gobernado Kagashima durante siglos.

La princesa aceptó su obligación dinástica, pero con una condición: después de un período de noviazgo, tanto a ella como a su prometido se les permitiría cancelar los planes matrimoniales si se encuentran incompatibles, porque consideraba que debía pasar el resto de su vida con una persona que fuera de su agrado. “En mi caso”, relató al Times, “un matrimonio a distancia no prácticamente era imposible. Pero no quería repetir el tipo de matrimonio por el que todas mis hermanas mayores tuvieron que pasar: ‘cómo te va’ por la mañana y te ignoro durante el resto del día”. Recordaba que su madre había visto solo en cuatro ocasiones a su padre antes de concretar el matrimonio, también orquestado por funcionarios imperiales.

Del palacio a un modesto departamento

Cuando se conocieron, los dos jóvenes comenzaron a salir y su compañía se convirtió en matrimonio. Tras la elaborada boda sintoísta, la princesa Suga perdió automáticamente su título de Princesa porque la Constitución japonesa de la posguerra conserva al emperador como un «símbolo de estado», y su descendencia masculina y sus hijos son los principales príncipes imperiales, pero las hijas que se casan fuera de la familia imperial se convierten en plebeyos. La única condición para retener su título hubiera sido mantenerse soltera, pero el matrimonio era la única forma de escapar a la estricta vida cortesana.

Banquero de profesión, Shimazu fue enviado a Washington como empleado del Japan Export-Import Bank, con lo que la exprincesa Takako (tras su boda titulada Señora Takako Shimazu) pasó dos años trabajando como ama de casa en un departamento modesto de la capital estadounidense. “No tuve ninguna dificultad para adaptarme a la vida estadounidense», dijo la relató la exprincesa. “Nos criaron con ropas occidentales, comidas occidentales y japonesas, así que no me sorprendió ni me sorprendió nada de lo que encontré en Estados Unidos. El cambio se produjo, por extraño que parezca, después de que volvimos a Japón. Es dificil de explicar. No creo que haya cambiado, pero no siempre he podido volver a la misma relación con amigos y conocidos que tenía antes de ir a América. “Nunca me lo dicen, pero tengo la sensación de que algunos de ellos me reprochan en silencio que me haya vuelto demasiado americano”, se sinceró.

En los siguientes años tras su regreso a Japón los Shimazu y su hijo, Yoshihisa, vivieron modestamente en comparación con la vida que mantenía la familia imperial, que contaba en su entorno más cercano con una lista de personal que incluía médicos de guardia las 24 horas del día, guardianes del guardarropa y sacerdotes que los asistían en los ritos sintoístas, además de un millar de sirvientes, entre músicos, jardineros, cocineros, fontaneros, electricistas y constructores. Por entonces, el palacio requería de 160 sirvientes para mantenerlo en funcionamiento, en parte debido a reglas como una que una criada que limpiaba una mesa no puede limpiar el piso.

Empleada de una tienda

A contrario de sus hermanas mayores (las princesas Yigeko, Sachiko y Kazuko), Suga no vivió en el esplendor de la vida burguesa y se convirtió en la primera princesa japonesa que consiguió un trabajo como una ciudadana común. En 1970 comenzó a trabajar como consultora en la exclusiva tienda Seibu Pisa del Hotel Tokyo Prince, para gran sorpresa de sus padres. “No pedí el consejo de mis padres porque nuestras posiciones son tan diferentes que sentí que no lo entenderían”, explicó ella. “Intenté informarles justo antes de aceptar el trabajo, pero los periódicos se hicieron cargo de la historia, y pude recibir una llamada telefónica al palacio solo en la tarde del día en que los periódicos de la noche iban a publicar la noticia”.

Su trabajo consistía en ofrecer a clientes especiales y acaudalados consejos sobre moda, mobiliario y regalos, ofreciendo ideas a los clientes indecisos, y los diarios japoneses, que en los años 70 criticaron sus presuntos intentos de capitalizar su nombre y su relación sanguínea con la casa imperial para tener éxito en el mundo laboral. Autoconvencida de que no debía avergonzar a sus padres y a la familia imperial, hizo todo lo posible por llevar una vida laboral discreta que mantuvo a lo largo de las décadas hasta su jubilación: “Me doy cuenta de mi posición y de que hay cosas que no puedo hacer. No tengo título, pero soy la hija del Emperador. No quiero avergonzar a mis padres de ninguna manera”, reflexionó.

Hace 119 años: murió la reina María Enriqueta, una Habsburgo en el dramático trono de Bélgica

En la primavera de 1853, como con cada resurgimiento de esta naturaleza, Viena comenzó a girar de nuevo al son de valses que hechizaban a la ciudad imperial. El Imperio Austro-Húngaro estaba viviendo sus mejores momentos en el apogeo de un poder incomparable. Allí se hablaban tantos idiomas que el latín se convirtió en el idioma administrativo como en los tiempos de la Antigua Roma.

Nacida el 20 de agosto de 1836, María Enriqueta era la hija del archiduque José, Palatino de Hungría, y de la duquesa Dorotea de Wurtemberg, su tercera esposa. Su padre se adaptó fácilmente al estilo de vida de sus ciudadanos húngaros, hasta el punto de ponerse sus ropas tradicionales y dominar a la perfección su complicado idioma. Al igual que su padre, a la archiduquesa le gusta viajar por el campo.

Era bastante bonita aunque ella se sentía muy gorda y luchaba por disimular su figura. Pasó su juventud galopando por la llanura húngara, desdeñando la posición de amazona que corresponde a las chicas de su rango, lo que sorprendió a buena parte de la corte. A ella no le importaba.

Su educación distaba mucho de ser perfecta, pero era multilingüe y una gran admiradora de los aires gitanos. Un poco masculina en sus gestos a veces abruptos, su risa ronca recordaba un poco el cambio en la voz de los adolescentes. Esta vida al aire libre llegó a su fin un buen día, cuando conoció al hombre que había sido elegido para pasar el resto de su vida con ella.

Para su cumpleaños 18, el príncipe heredero, duque de Brabante y futuro rey de Bélgica Leopoldo II fue llevado por su padre en una gira por las cortes europeas que tuvo a Viena como su lugar central. Allí es se diseñó ese matrimonio con María Enriqueta, que resultaría ser el más siniestro de la historia de la monarquía belga.

La boda por poderes tuvo lugar el 10 de agosto a las 6 de la tarde en el Palacio de Schönbrunn

El conde O’Sullivan de Grass, embajador belga en la capital austriaca, escribió a Henri de Brouckère, el ministro belga de Asuntos Exteriores: “La futura duquesa de Brabante no es alta, pero está muy bien formada, su rostro expresa suavidad, sus facciones son muy agradables, sus ojos llenos de encanto e inteligencia, su tez notablemente fresca, su cabello rubio ceniza es muy hermoso. Recibió una educación brillante, habla muy bien francés, italiano e inglés, es buena música, pinta muy bien, en óleos, flores y frutas”.

En el Castillo de Laeken, en Bruselas, una residencia todavía ensombrecida por la prematura muerte de la reina Luisa María (madre del príncipe), solo la princesa Carlota, futura emperatriz de México, parecía estar encantada de dar la bienvenida a una nueva cuñada a la familia. Circulaba el rumor según el cual la futura duquesa de Brabante era una joven abrupta y muy independiente, todo lo contrario de la hija del rey de los belgas, romántica a voluntad que ya soñaba con el príncipe azul que vendrá a llamar a la puerta de su corazón.

En el séquito del rey Leopoldo y su hijo chismes abundaban. La duquesa de Dino escribió: “Encontramos al duque de Brabante a veces demasiado bien educado, tan educado, dulce, inclinado a la humildad, la imagen de su padre”. Mientras que el geógrafo Alexander von Humboldt llegó allí con un pensamiento propio: “Dicen que sería hermoso si su nariz no perfilara una sombra similar al Monte Athos”.

Los jóvenes prometidos no tenían casi nada en común: el príncipe Leopoldo odiaba profundamente todo lo que amaba la joven austrohúngara: los caballos, la música, el baile… Ante la consternación de María Enriqueta, su madre la obligó a ser el centro de la escena de las celebraciones y los honores con los que la corte de Viena celebró su compromiso: ¡Otra Habsburgo sería reina de un país de Europa!

Bautizo de la princesa Clementina

Curiosamente, el rey Leopoldo I, que forzaba a su heredero a este matrimonio, olvidó que se casó por amor dos veces: primero, con la princesa inglesa Carlota de Gales, y después con la princesa francesa Luisa María de Orleáns. Viudo dos veces, ahora pasaba su tiempo en los brazos de su amada, Arcadie Claret-Meyer, con quien tuvo hijos.

La boda por poderes tuvo lugar el 10 de agosto a las 6 de la tarde en el Palacio de Schönbrunn, magnífica sede oficial de la monarquía Habsburgo. Es el archiduque Carlos Luis, el hermano menor del emperador Francisco José, cumplió el papel de novio e incluso intercambió alianzas con su sobrina frente a toda la familia imperial y la aristocracia. Cuatro días después, María Enriqueta partió para siempre hacia Bélgica.

Antes de abandonar definitivamente Austria, María Enriqueta hizo una parada en la residencia de su tío Stéphane, el personaje más original de la familia imperial cuyo carácter alegre contrastaba con la severidad de la corte de Francisco José. Amaba los libros tanto como el buen vino y tranquilizó a su sobrina recordándole que los miedos iniciales de Luisa María antes de llegar a Bruselas rápidamente se desvanecieron.

Muerte del príncipe Balduino

Una esplendorosa boda carente de amor

Ante los vítores de la multitud, el tren de María Enriqueta llegó a Herstal, desde donde la llevaron al castillo de la vizcondesa de Biolley, no lejos de Verviers. Nada más instalarse llegaron el rey Leopoldo I, sus dos hijos y toda una serie de dignatarios del Estado y la nobleza. María Enriqueta fue entregada a Bélgica siguiendo un rito inmutable, iniciado por Felipe II de España.

El viaje continúa en tren en medio del júbilo popular. “Cuando llegué a Bruselas, tuve un doloroso calambre en el brazo por saludar tanto”, le escribió la archiduquesa a una amiga. La doble boda real tuvo lugar el 22 de agosto: el casamiento civil fue ante el alcalde de Bruselas, Charles de Brouckère, y el religioso bajo la dirección del arzobispo de Malinas. Una procesión histórica, una cena de gala y un gran concierto sellaron ese largo día.

No fue hasta noviembre que la joven pareja emprendió un viaje de incógnito a Egipto, bajo el nombre de vizconde y vizcondesa de Ardenne. Antes de contemplar las pirámides y la Esfinge (de la que en ese momento, solo la cabeza emergía de la arena), la pareja pasó por Alemania y Austria, antes de pasar un buen tiempo en Venecia y embarcarse en Trieste para conocer Alejandría. Llegados a El Cairo, son recibidos por el virrey de Egipto, quien les prepara muchas fiestas. Pero el duque de Brabante ciertamente prefiere las orillas del Nilo y a ambos les gusta llevarlo en barco a Asuán, parando en las mismas paradas que los turistas de hoy.

Sin duda, fue durante este viaje cuando nació el espíritu explorador del futuro Leopoldo II, que también será el único viaje fuera de Europa en toda su vida. En el plano romántico, el viaje resultó ser menos placentero y según la princesa Carlota: “Si Leopoldo no está contento con ella, es porque no quiere serlo, porque ella es completamente digna de su cariño”.

María Enriqueta nunca sería feliz como esposa de Leopoldo. A sus expresiones de interés en sus ideas y proyectos, Leopoldo siempre respondió con ironía o, peor aún, con sarcasmo.

Los caballos y su cuñada eran el objeto de su amor

Durante los primeros años, nacieron cuatro niños: el príncipe Leopoldo y las princesas Luisa, Clementina y Estefanía. De su hijo, que murió a los 10 años de neumonía y problemas cardíacos, rara vez se habló. Tras la muerte de Leopoldo I, en diciembre de 1865, María Enriqueta se convirtió en la segunda reina de los belgas, cosa que no la hizo más feliz. Solo su pasión por la equitación, que comparte en particular con el general Chazal, el ministro de la Guerra y confidente suyo, era capaz de hacerla feliz y hacerle olvidar por breves momentos su eterna amargura. En los establos de Laeken, la reina cuidaba personalmente de veintidós caballos. Su hija Luise relató en sus memorias que su caballo favorito subía los escalones de la entrada, entraba en la casa de la reina y, después de una sesión de caricias y recompensas, regresaba a su lugar.

Pero los equinos no eran su única preocupación. La princesa Carlota, su querida cuñada, se hundió en la locura desde que su esposo Maximiliano, efímero emperador de México, fue ejecutado en Querétaro. El sueño imperial de Carlota se derrumbó junto con la confianza que ha depositado en su marido, un mujeriego acérrimo, lo que definitivamente la trastornó. La emperatriz se volvió loca y no recuperaría jamás la cordura.

La reina María Enriqueta viajó hasta el castillo de Miramar, Trieste, para llevar de vuelta al campo a la infortunada emperatriz Carlota, a quien los médicos habían encerrado en un pabellón del jardín con todas las puertas y ventanas tapiadas.

Tan pronto como crucé la antesala, Carlota se arrojó a mis brazos y me besó con conmovedor afecto, luego me hizo sentar a su lado y retuvo mi mano, que ella acariciaba todo el tiempo. Creo que está loca, el conde de Flandes lo atestigua y aquí lo afirman tres médicos; pero mentiría si te dijera que no da la más mínima prueba de ello”, escribió María Enriqueta antes de sacar a la infortunada Carlota de su asilo forzado para finalmente regresar la Bélgica.

Durante la guerra de 1870, librada por Francia y Prusia, María Enriqueta consiguió que su marido transformara el Castillo de Ciergnon y el Palacio Real de Bruselas en hospitales de campaña para tratar a los heridos franceses que cruzaban la frontera belga. Los libros de historia la retratan corriendo entre las camas para repartir ayuda a los convalecientes y ofrecerles entradas para el espectáculo para su primera salida autorizada. A pesar del peligro de contagiarse, visitó a las víctimas de la epidemia de viruela y tifus que llegó a Bélgica en 1871.

Una sucesión de tristezas rompieron su corazón

En el plano íntimo, su vida familiar era una desgracia: la princesa Estefanía se casó con Rodolfo de Habsburgo, el hijo del emperador Francisco José y la hermosa emperatriz Sissi. Esta unión podría haber sido la más feliz si su esposo no se hubiera enamorado locamente de la baronesa Marie Vetsera, junto a la cual se suicidó en el pabellón de caza de Mayerling, en 1889. Estefanía recibió una carta de Rodolfo antes de la tragedia: “Querida Estefabía, ya estás liberada del tormento de mi presencia. Sé feliz a tu manera, sé buena por la pobre pequeña que es lo único que me queda”.

Leopoldo II, todavía shockeado por la muerte de su pequeño y único hijo varón en 1880 e inmerso en sus sueños imperiales africanos, se mostró ausente de todos los dramas que rodearon a la reina. “Leopoldo me preocupa seriamente. Está pasando por una profunda depresión moral. Durante horas, no dice una palabra y, de repente, su irritabilidad se vuelve aterradora”, escribió María Enriqueta.

El 23 de enero de 1891, como colofón, el príncipe heredero Balduino, sobrino de Leopoldo, murió de neumonía tras un desfile de su regimiento en el gélido invierno. La reina lo había convertido en su protegido y sufrió mucho esta pérdida. Un año antes, María Enriqueta había sufrido la muerte de su ama de llaves favorita en un incendio del Castillo de Laeken. Un año después, su querido amigo Chazal murió y la reina lloró a un viejo compañero con el que compartió todo, mucho más de lo que compartió con Leopoldo.

Hasta 1893, sin pestañear, la reina siguió desempeñando su papel, pero deprimida por tantas trageduas pronto decidiría huir de todo. En 1893 y 1894, María Enriqueta y su hija Estefanía encontraron refugio en el castillo de la familia Peltzer en Spa, donde recibió, en un carruaje con colores franceses, a su tío, el famoso duque de Aumale.

Más atraída por el bosque salvaje que por la solemnidad del palacio de Bruselas, la reina obtuvo de su marido el derecho a adquirir una residencia en la ciudad balneario. Su elección recayó en el Hôtel du Midi, una gran casa con tres edificios principales con un magnífico jardín. Allí volvió a sentirse feliz y recibió visitas de familiares de media Europa.

Bélgica lloró sinceramente su muerte

María Enriqueta fue a Bruselas por última vez el 6 de octubre de 1900 para participar de la bienvenida a la princesa bávara Isabel, que acababa de casarse con el príncipe heredero Alberto en Múnich. La joven sería posteriormente la “reina enfermera”, una heroína para Bélgica durante los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Tras esto, María Enriqueta regresaría a Spa para siempre: no quería volver a ver a su marido, que ya no disimulaba su idilio con la escandalosa baronesa de Vaughan.

Vivió allí durante dos años, propensa a numerosos problemas cardíacos, aunque recibió a su voluble marido en raras ocasiones. Cuando la visitó por última vez a principios de septiembre de 1902, Leopoldo II le confió a uno de sus amigos: “Ya no somos jóvenes, sin duda, pero la reina y yo lo estamos haciendo bien”. El 19 de septiembre, la soberana acudió al hospicio de ancianos al que apoyaba activamente. Queriendo comprobar la calidad de los platos que se servían allí, pidió un plato de sopa, dos huevos y una tostada. Luego se quedó dormida. Pidiendo ayuda para levantarse de su silla, cayó lentamente al suelo y murió instantáneamente y sin dolor alguno.

Como reina consorte María Enriqueta tuvo derecho a un funeral de Estado que paralizó a la capital belga y cubrió las calles y avenidas de miles de dolientes silenciosos. La baronesa de Vaughan, que se casaría en secreto con Leopoldo II años más tarde, señaló en sus Memorias: “Al enterarme de la muerte de la reina, fui al Hôtel Scarron donde vi al rey entre lágrimas, colapsado de verdadero dolor. Su emoción mostró una sensibilidad desconocida para el público”.

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Hace 470 años: nació Enrique III de Francia, el último «rey maldito» de la dinastía Valois

Enrique III fue el último de los reyes malditos de la Casa de los Valois y reinó en Francia hasta su asesinato 1589. Niño mimado por su madre, altanero, extravagante, seductor y perverso, en el siglo XVIII, Voltaire lo acusó de malicia, debilidad y cobardía, mientras el dramaturgo Charles d’Outrepont lo representó como un idiota extravagante, un niño malcriado, lleno de complejos y manías. Balzac lo acusó sencillamente de todos los males de la época. Pasó a la historia como el “rey ninfa” y el “rey de los hermafroditas”.

Nacido el 19 de septiembre de 1551, para su madre, Catalina de Médicis, Enrique era la esperanza de los Valois: «Si mueres, me enterraré viva contigo«, le decía. Lo idolatraba. «Aunque Catalina regía las vidas de todos sus hijos, utilizándolos como marionetas para conseguir sus fines políticos, Enrique era sin duda su favorito«, explica el autor Michael Farquhad. «La devoción de ella hacia él rayaba en el incesto. Catalina mostraba ciertamente una gran indulgencia hacia el estilo de vida ostentoso de su hijo, e incluso llegaba a organizar lujuriosas orgías para su real disfrute«.

Según relata el libro «Amantes y reinas, el poder de las mujeres», cuando «en mayo de 1577, en Pessisles-Tours, a orillas del Loira, Enrique III dio una fiesta en honor de su hermano menor, fiesta que se transformó luego en una orgía en la que los hombres iban vestidos de mujer y las mujeres de hombre y era obligatorio el verde -el color de la locura-, Catalina de pestañeó; lo que es más, tres semanas después ofreció a su hijo un banquete no menos fantasioso y escandaloso, durante el cual se vio a ‘las mujeres más alegres y exquisitas damas de la corte medio desnudas con el cabello suelto y desgreñadas’«.

«Les mignons du Roi»

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Enrique III reinó en Francia durante quince turbulentos años y llenó sus palacios de un numeroso grupo de jóvenes muy atractivos que se hacían llamar “Les mignons du roi” (Los bonitos del rey). Afeminados, arrogantes, atrevidos, refinados y ambiciosos, la moral de estos cortesanos era tan extravagante como las ropas que lucían en todas las ceremonias cortesanas en las que escoltaban a Enrique III, incluida la sagrada ceremonia de su coronación. Se dedicaban a servir y consentir en todo a Su Majestad: compartían su comida y su cama, copiaban sus modales y lo ayudaban a hacer valer su autoridad.

Las cartas escritas por Enrique a sus ‘mignons’ están repletas de expresiones de amor, a las que aquellos jovencitos responden con halagos y promesas de sacrificar su vida por el rey. Pronto los mignons despertaron los celos de sus superiores sociales (la vieja nobleza) que se sentían excluidos injustamente del círculo real, y también se peleaban entre sí, incluso hasta el punto de duelos de lucha a muerte, para conseguir el favor y el amor del rey. Así, en abril de 1578 seis de los bonitos mignons del rey se enfrentaron a duelo, conocido como el «duel des Mignons», en la que dos de ellos murieron en el acto. El rey expresó su pena por ellos ofreciéndoles funerales diseñados para inmortalizar su intimidad con aquellos jovencitos que le servían de mayordomos y compañeros sexuales.

Para cuando llegó el momento de su coronación, en 1574, aparte de ser un gran amante y mecenas del ballet y la danza, Enrique III era un travesti popularmente reconocido que se rodeaba -y se dejaba influenciar- por aquella aduladora corte de jóvenes atractivos que peleaban, intrigaban e incluso urdían asesinatos, por conseguir los favores del rey. Enrique y su bello harén masculino estaban interesados únicamente en usar las mejores ropas, ofrecer grandiosas fiestas y en pasearse por París con elegantes accesorios y pelucas.

¿Era un rey o una reina?

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EL REY ENRIQUE III Y SU ESPOSA, MARÍA DE LORRAINE

En las ocasiones más especiales, Enrique III se vestía como una fina muñeca de porcelana, con maquillaje, vestido de seda y diamantes. Además, se hacía confeccionar los corsets más delicados para afinar su silueta y cargamentos con los mejores perfumes de Europa llegaban con frecuencia al palacio real. «Era difícil decir si se trataba de un rey o de una reina«, comentó un indignado testigo. No obstante, había veces en que Enrique sentía repentinamente un completo y sincero arrepentimiento por su conducta frívola y se transformaba en un fanático religioso, azotándose públicamente hasta sangrar, realizando procesiones y vistiendo como monje junto a los mignons que también participaban de los azotes.

«Enrique III había sido siempre el hijo predilecto de Catalina y quiso tener junto a sí a su madre, invistiéndola de hecho de las funciones de primer ministro; con todo, desde un principio se mostró bien resuelto a no permitirle entrometerse en su vida privada. Para empezar, escogió por sí solo a su esposa (…) que llegó como dote únicamente su belleza, su gentileza y su abnegación total a su marido; además, se rodeó de un grupo de jóvenes favoritos -los célebres mignons- que se distinguían por su lujo, su arrogancia y su conducta escandalosa; finalmente, lo que es aún más grave, traslado a su estilo de gobierno sus cambios de humor, las oscilaciones de una naturaleza contradictoria e inestable. Enrique alternaba el hedonismo más desenfrenado con la más austera penitencia, el culto a lo efímero con la fascinación de la muerte, la conciencia de sus prerrogativas reales con un visible desinterés por los asuntos de gobierno«.

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Su mejor biógrafo, el historiador Jean Héritier, escribió: «A menudo se viste de mujer, satisface su placer con muchachos guapos, y se separa de ellos para ir a acostarse con la reina, a la que siempre sigue queriendo, y cuyo amor no conoce eclipse. De la cama conyugal, pasa al oratorio, reza con todo fervor y hace penitencia«. Por su conducta, el rey y sus mignons se convirtieron pronto en objeto de burla de todos los franceses, que los ridiculizaban por su actitud poco varonil. Poco después de su coronación, Enrique III contrajo matrimonio con la princesa María de Lorena-Vaudemont (1553-1601), a la que el rey en persona confeccionó el vestido de novia, maquilló y peinó para su boda.

Los calvinistas, dada su repugnancia hacia todo aquello que fuera o pareciera frívolo, empezaron a asociar públicamente el término «Mignon» con la homosexualidad, un pecado mortal. Difundieron verdades y mentiras sobre la pecaminosa vida de del rey y la iglesia católica lo excomulgó. Finalmente, el 2 de agosto de 1589, un religioso dominico llamado Jacques Clément entró a la cámara de audiencias reales y acuchilló al rey en el vientre. A las pocas horas, el rey que avergonzaba a los franceses murió a los 34 años de edad.

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Hace 355 años: nació Sophia Dorothea, la reina que fue encarcelada por adulterio

Cuando la reina Ana de Inglaterra falleció a los 49 años de edad y sin descendencia, en 1714, hubo un momento de confusión antes de que se difundiera una sorprendente noticia: el nuevo rey sería un pariente lejano y el único protestante disponible, un príncipe alemán de 54 años de edad, Jorge de Hannover, Brunswick y Luneburg (1660-1727).

Coronado como Jorge I, el rey alemán de Inglaterra se encontró ante una situación extraña, ya que jamás había puesto un pie en Inglaterra, no hablaba inglés e ignoraba la cultura, las tradiciones y hasta las buenas maneras inglesas. La población ridiculizó hasta el hartazgo a ese alemán de maneras burdas y poco educado cuyo único mérito para ser rey era ser primo lejano de la reina muerta. Una de las cosas que más risa les causó a los ingleses fue ver a su nuevo rey desembarcar en la corte de Londres con una serie de amantes alemanas, feas y gordas a las que Jorge quería mucho.

El nuevo monarca se instaló en Londres con dos amantes: una era desmedidamente obesa y se la apodó popularmente “el Elefante”, mientras la otra era exageradamente delgada. El ensayista Horacio Walpole recordaba de este modo su encuentro con la gorda, sintiéndose aterrado por el enorme porte de su cuerpo: “Dos fieros ojos negros, enormes e inquietos bajo un par de cejas altas y arqueadas; dos acres de mejillas cubiertos de purpurina; un océano de pescuezo que rebosaba y que no se distinguía de un tronco donde nada se mantenía firme… ¡No es de extrañar que un niño se asustara de tal ogro, y que la chusma de Londres se divirtiera tanto por la importación de este particular serrallo!”.

Sofia Dorotea de Celle (1666-1726)

Lord Chesterfield se mostró especialmente sarcástico en sus comentarios sobre las favoritas del rey Jorge I: “El estándar del gusto del rey, tal y como demuestran sus amantes, exige que todas sus pretendientes… se obliguen a engordar, como las ranas de la fábula, para rivalizar con la envergadura y la dignidad del buey. Algunas tienen éxito, y otras… revientan”.

Pero lo que más sorprendió a los ingleses es que el nuevo rey llegara a Inglaterra con sus dos hijos pero sin su esposa. ¿Dónde estaba la nueva reina? Pronto se supo la verdad. Sofía Dorotea de Celle (1666-1726), la mujer con la que Jorge de Hannover se había casado en 1682, permanecía desde hacía muchos años encerrada en un castillo alemán como castigo por haber “abandonado” a su esposo.

La hermosa pero imprudente esposa del príncipe y madre de dos hijos había sido descubierta en flagrante adulterio con un oficial sueco, el conde Philipp Christoff von Konigsmark. Descubierta la relación, en 1694, Konigsmark desapareció misteriosamente y desde entonces se sospechó que Jorge había ordenado que lo descuartizaran y enterraran bajo el suelo de su palacio de Hannover.

El destino de Sofía Dorotea fue todavía peor. Después de divorciarse de ella, con el consentimiento del propio padre de Sofía Dorotea, Jorge mandó que su mujer fuera encerrada de por vida en el Castillo de Ahlden bajo una estricta vigilancia. Así, permaneció treinta y dos años sin poder siquiera ver a sus propios hijos, el príncipe Jorge y la princesa Sofía. Además, le fue prohibido volver a casarse y comunicarse con sus padres, aunque se le permitió tener servidumbre y una pensión, y dar paseos en su carruaje de caballos en los alrededores del castillo.

El mayor de ellos, también llamado Jorge, estaba tan desesperado por el encierro de su madre que en una ocasión cruzó a nado el foso del castillo donde estaba recluida para intentar, en vano, liberarla de su prisión. Sofía no volvió a ver a sus hijos, que marcharon a Inglaterra cuando Jorge fue coronado rey, y solo supo de ellos mediante las cartas que solía enviarle su hija menor, Sofía, reina de Prusia. El 23 de noviembre de 1726 murió a los 60 años y tras haber pasado 32 de esos años en su prisión. Desde Londres llegó una orden para que el ataúd de plomo, que permaneció varios meses olvidado en un sótano, fuera sepultado en el cementerio de Aldhen sin ninguna ceremonia hacia la que, en teoría, había sido la reina consorte de Inglaterra.

Qué familia real europea podría ocupar el trono británico si la Casa de Windsor se extinguiera

Las familias reales de todo el mundo comparten vínculos más estrechos de lo esperado. La reina Victoria, que gobernó el Imperio británico durante 64 años, entabló relaciones familiares con la mayoría de las principales familias reales europeas, lo que significa que actualmente muchos otros miembros de la realeza, incluidos monarcas de la actualidad, tienen a la soberana como antepasada. La reina Victoria fue la monarca británica que más tiempo reinó en la historia hasta que la reina Isabel II batió su récord.

El reinado de la reina Victoria duró 63 años y siete meses, más que cualquiera de sus predecesores. Heredó el trono a la edad de 18 años después de que los tres hermanos mayores de su padre murieran sin hijos legítimos sobrevivientes. Durante su vida, la reina Victoria tuvo nueve hijos con su esposo, el príncipe Alberto, muchos de los cuales se casaron con otras familias reales europeas.

JORGE V EN LA RECEPCIÓN OFICIAL DE SU YERNO, EL REY HAAKON VII DE NORUEGA.

A través de la reina Victoria y su contemporáneo el rey Christian X de Dinamarca, la reina Isabel II y el príncipe Felipe de Inglaterra, el rey Harald V de Noruega, la reina Margarita II de Dinamarca, el rey Carlos XVI Gustavo de Suecia, el rey Felipe VI de España, el rey Felipe de Bélgica y el gran duque Enrique de Luxemburgo tienen amplias conexiones sanguíneas. Pero, ¿qué familia real europea está más vinculada a la familia real británica?

A lo largo de la historia, las casas reales de Gran Bretaña y Noruega han estado estrechamente relacionadas. Esto se remonta a la época vikinga, cuando los reyes noruegos gobernaban partes de lo que hoy es Gran Bretaña. En los tiempos modernos, la relación diplomática entre los dos países ha sido más armoniosa que hace 1.000 años.

MAUD, PRINCESA INGLESA QUE FUE REINA DE NORUEGA, CON SU HIJO Y SU NUERA EN LA CORONACIÓN DE JORGE VI (1937)

Las familias reales noruega y británica descienden del rey Eduardo VII (1901-1910), que era hijo de la reina Victoria, lo que significa que los miembros de ambas familias están estrechamente relacionados. La hija menor de Eduardo VII, la princesa Maud, se casó con el príncipe Carlos de Dinamarca, quien más tarde fundaría la actual Familia Real de Noruega al aceptar la corona del país nórdico con el nombre de Haakon VII. Su hijo, Olav V, era bisnieto de la reina Victoria.

Maud y Carlos de Dinamarca vivieron principalmente en Inglaterra antes de ser coronados en Noruega, y ella mantuvo una fuerte conexión con su país natal, visitando a su familia durante los meses de invierno. En 1937 Maud asistió a la coronación de su sobrino, Jorge VI, y un año más tarde murió en Londres tras ser sometida a una cirugía. La casa real guardó luto por la última británica que fue reina de un país europeo.

ISABEL II EN EL CASTILLO DE WINDSOR CON SU TÍO, OLAV V DE NORUEGA

Maud estuvo en el bautizo de su sobrina nieta, la actual reina Isabel II, en 1926. Isabel es nieta del rey Jorge V, el hijo y sucesor de Eduardo VII y rey fundador de la Casa de Windsor, tras haber renunciado al apellido Sajonia-Coburgo-Gotha. El padre de Isabel, Jorge VI, era primo hermano del rey Olav V, hijo de la princesa Maud, reina de Noruega.

El rey Harald V y la reina Isabel II son primos segundos, lo que significa que es el miembro de la realeza extranjera más estrechamente relacionado con la reina inglesa. Las visitas de Estado ocurridas a lo largo de las últimas décadas también fueron visitas familiares y el rey Olav, sobre quien pesaron rumores de un posible matrimonio con la reina madre de Inglaterra, estuvo muy presente en los acontecimientos familiares más importantes de la Casa de Windsor. Por descender de Eduardo VII, el rey Harald V ocupa actualmente el puesto 84 en la línea de sucesión.

Los hijos y nietos del rey Harald también ocupan un lugar en la sucesión al trono británico: el príncipe Haakon Magnus, el príncipe Sverree Magnus, la princesa heredera Ingrid Alejandra, la princesa Martha Luisa, y posteriormente sus hijas Maud A. Behn, Leah I. Behn, Emma T. Behn. En los siguientes puestos se encuentran los hijos y nietos de la fallecida princesa Ranhild de Noruega, hermana de Harald V; la princesa Astrid de Noruega, otra hermana de Harald, viene después, seguida por sus hijos y nietos.

Nació hace 98 años: quién fue Pedro II, el último rey de Yugoslavia

Huyó de la Yugoslavia comunista arrastrándose por un desagüe, se casó con una princesa griega y llevó una vida de intrigas geopolíticas en declive que con frecuencia lo llevaron a Chicago. Enterrado en Libertyville, el cuerpo de Pedro II (1920-1945) permaneció allí durante cuatro décadas siendo el primer y único monarca europeo sepultado en suelo estadounidense, mientras su tierra natal se reconciliaba con su pasado monárquico, ayudada por un popular programa de televisión estadounidense y la caída del comunismo. ¿Cómo llegó a Estados Unidos ese rey, educado en Cambridge, esposo de una reina griega y empleado de una banca de ahorros y préstamos de Los Ángeles?

El rey Pedro II fue una especie de rey por accidente. Su padre, Alejandro I, fue el segundo hijo de Pedro I, primero Rey de Serbia y después Rey de los Serbios, Croatas y Eslovenos (1903-1921); Alejandro I solo se convirtió en príncipe heredero porque su temperamental hermano Jorge fue presionado para que dejara el papel después de patear y matar a su sirviente. Alejandro I gobernó una tierra culturalmente tensa, y en 1934 fue asesinado (junto con el ministro de Relaciones Exteriores francés Louis Barthou) por un miembro de la Organización Revolucionaria Internacional de Macedonia, que apoyó la autonomía de Macedonia yugoslava, que finalmente obtuvo en 1991.

Su hijo y príncipe heredero, Pedro, tenía 11 años cuando debió juramentar como el rey Pedro II. Su primo, el príncipe Pablo de Yugoslavia (sobrino de Pedro I), dirigió la regencia que gobernó Yugoslavia y firmó el pacto del Eje entre Alemania, Italia y Japón, convirtiendo efectivamente a Yugoslavia en un aliado de la Alemania nazi y recibiendo una promesa de integridad territorial a cambio, unos meses antes de que el rey se convirtiera efectivamente en rey al cumplir 18 años. Dos días después, un golpe militar liderado por el comandante de la fuerza aérea yugoslava derrocó a la regencia e instaló a Pedro II, de 17 años, como rey títere. Un par de semanas después, cayó Yugoslavia y Pedro II se convirtió en un rey sin patria ni pasaporte que huyó a Oriente Medio tras escapar por una tubería de desagüe.

En 1944, el joven rey se casó con la princesa Alejandra de Grecia, a quien había conocido durante la guerra en Londres: “La princesa, una linda chica de cabello oscuro, solía servir gofres y café a los oficiales y enfermeras estadounidenses en un snack bar en el club de la Cruz Roja de Londres. Allí conoció al rey Pedro, un joven esbelto con uniforme naval que solía venir a escuchar la música de una banda de infantería de los Estados Unidos”, escribió el Chicago Tribune. Pero el amor por la princesa, sobrina de 22 años del rey de Grecia, le costó al rey Pedro la oportunidad de liderar la batalla de su país contra los nazis: para los críticos, el monarca prefería pasar la luna de miel en plena guerra antes que luchar por su pueblo.

Establecido como jefe de Estado en Londres (donde en 1945 nació su hijo, Alejandro), al joven rey se le presentaron dos opciones: unirse al antimonárquico y futuro dictador Tito contra los nazis, o continuar su gobierno en el exilio en El Cairo. Tito, que lideraba Yugoslavia contra los nazis, había obtenido el apoyo de los aliados y tenía todo el poder, fue hostil hacia el rey, intentando congelar sus ahorros en el extranjero.

Pero el rey Pedro regresó al país, dándole a Tito el control del ejército, sin mencionar el acceso al oro de la monarquía. Tito presionó aún más, tratando de obligar al rey a volver a una regencia, y el gabinete existente se negó a disolverse. En el centro del poder yugoslavo se declaró una guerra interna que terminaría mal: Tito afirmaba que quería establecer una democracia y el rey lo acusó de construir una dictadura. Finalmente, el mariscal derrocó a la monarquía en 1945 y su gobierno fue inmediatamente reconocido por Estados Unidos.

Desaparecida cualquier posibilidad de volver al poder, o incluso a Yugoslavia, que se convirtió en una dictadura comunista, Pedro II se convirtió en un ex rey, un un hombre rico que había tenido una corona y se sumaba a una enorme lista de príncipes deshauciados de una Europa desgarrada por la guerra y el comunismo. (Su primo, el príncipe Alejandro, fue descubierto en 1948 vendiendo lavadoras en Bristol).

Viajando por los Estados Unidos en busca de suerte, Pedro II, la reina Alejandra y el príncipe heredero Alejandro llegaron a Los Angeles para reunirse con la comunidad serbia en el exilio. En el matrimonio las cosas empeoraron y surgió la idea de un divorcio después de que su esposa, presa de la depresión, hubiera intentado suicidarse varias veces y de que Pedro II se diera al alcoholismo.

El diario inglés Sunday Express describió a Pedro II como “el más desafortunado de todos los tataranietos de la reina Victoria” y afirmaba que probablemente nunca recuperaría el trono. Entre tanto, los periódicos difundían noticias y rumores sobre la patética vida de los ex monarcas, jalonada por la penuria económica. Los reyes finalmente se reconciliaron en 1955.

Ilka Chase, la actriz y escritora, se encontró con la pareja en la Riviera francesa:

“Gran parte de su comportamiento en la búsqueda inútil de su trono perdido fue tan lamentable, imprudente y estúpido que parecía increíble. Creo que el pobre diablo odiaría verlo en blanco y negro, pero aparentemente derrochó toda su fortuna, acumuló deudas asombrosas, abandonó a su esposa, le mintió, trató de que le quitaran su hijo y, en general, se comportó de una manera lejos de ser adorable. Pero ella lo amaba”. “Después del distanciamiento y la deserción se reencuentran y viven en un apartamento de cuatro habitaciones en Cannes, cuando fui a visitarlos. Son sinceros al explicar que sus ingresos provienen de los serbios que viven en el exilio y que contribuyen semanalmente con lo que pueden gastar para que su rey y su reina puedan mantener un hogar”.

Los intentos de Pedro II por restaurar la monarquía en Yugoslavia se alternaron con sus repetidas crisis personales. En 1963, la reina tomó una sobredosis de pastillas para dormir y entró en coma, pero se recuperó después de dos días; se supo que, durante su distanciamiento, ella había intentado suicidarse cortándose la muñeca. Más tarde, el rey consiguió un trabajo en la Sterling Savings & Loan Association en Los Ángeles. Cuando se le preguntó si ese trabajo dañaba su imagen, respondió: “Creo que eleva un poco mi estatura”.

Tres años después, Pedro II murió de cirrosis hepática en Los Ángeles el 3 de noviembre de 1970. Nunca había regresado a casa y no podría hacerlo en la muerte, ya que Tito, que todavía gobernaba Yugoslavia con mano de hierro, prohibió la repatriación de su cuerpo. Así que fue enterrado en Libertyville en St. Sava, siendo el primer y único rey europeo sepultado en los Estados Unidos.

La monarquía nunca fue restaurada en el país de Pedro, que ahora se llama Serbia, pero la familia real exiliada pudo conectar con la población en los años 90. De hecho, el primer miembro de la dinastía Karadjorgevich llegó Yugoslavia a través de la televisión, cuando los yugoslavos pudieron ver la popular serie de televisión estadounidense «Dynasty», una de cuyas protagonistas era la actriz Catherine Oxenberg, hija de la princesa Isabel Karadjordjevic, prima de Pedro II.

Zahir Shah, último rey de Afganistán, fue un campeón en la defensa de los derechos de las mujeres

Creo firmemente que se deben hacer todos los esfuerzos posibles para garantizar los derechos de las mujeres. Su participación activa es parte vital de la reconstrucción de nuestro país”, dijo Mohammed Zahir Shah. Poco después, declaró: “Necesitamos encontrar oportunidades de trabajo que permitan a hombres y mujeres acceder a los recursos. Toda una generación se ha visto privada de sus derechos básicos en la educación y la atención de la salud”. Era el 2002 y así hablaba el último monarca del Reino de Afganistán, abolido en 1973 con un golpe de Estado, al dar su apoyo al gobierno de Hamid Karzai, que reemplazaría al régimen talibán. El esa ocasión, el ex rey Zahir Shah aprovechó para reivindicar la Constitución de 1964 introducida bajo su reinado: “En el país, las mujeres gozan de plenos derechos, la mayoría de los cuales fueron eliminados bajo el severo gobierno de los talibanes”.

Casi veinte años después, el miedo y la desesperanza se han adueñado de Afganistán, y muy especialmente de las niñas y las mujeres. La última vez que gobernaron, de 1996 a 2001, impusieron una drástica interpretación de la ley islámica (sharia), bajo la cual prohibieron el acceso de las mujeres a la educación y los espacios públicos, ejecutaron a sus adversarios políticos y masacraron a minorías religiosas y étnicas. Durante ese primer gobierno talibán en Afganistán, la gran mayoría de las mujeres y niñas fueron privadas de educación y empleo. El burka era obligatorio en la calle y las mujeres no podían desplazarse sin un acompañante, generalmente un hombre de su familia.

Durante el reinado de Zahir Shah, todo era “muy diferente”, escribió el periodista Emran Feroz en Foreign Policy. “Las mujeres, que vestían faldas occidentales, bufandas o burkas según su inclinación personal, caminaban juntas. Lo mismo ocurre con los estudiantes, tanto niños como niñas, que imitaron el estilo de los íconos del cine americano o indio o de las estrellas del pop. No había señales de miedo, aprensión o ansiedad. No hubo amenaza de explosiones, camiones bomba, atentados suicidas o riesgo de ser asaltado con un arma. Al mismo tiempo, los líderes del país, en particular el propio rey, caminaban libremente entre sus súbditos, a menudo solos y sin una escolta de seguridad, algo inimaginable hoy en día, cuando incluso los dignatarios menores y sus hijos no pueden aventurarse sin sus convoys de recogida y Kalashnikovs”.

Mohammed Zahir Shah, hijo del rey Nadir Shah, ascendió inesperadamente al trono a la edad de 19 años, pocas horas después del asesinato de su padre y documentos diplomáticos lo han descrito como un rey “cauteloso, inteligente y sigiloso”. Se formó en Francia y se preparó para el reino, aunque no existía una ley de derecho de nacimiento que rija la sucesión. Cuando era un joven monarca, había adoptado el título de Mutawakkil Ala’llah, Pairaw-I Din-I Matin-I slam y durante casi tres cuartas partes de su reinado no ejerció ningún poder, abrumado por dos tíos paternos que sirvieron como regentes. El joven rey desarrolló una reputación de ser un rey playboy, feliz de dejar la administración del país a sus parientes ancianos. El entonces embajador británico dijo del rey “es tranquilo y sin pretensiones, con modales agradables, aunque resignado a una vida de ocio y placer. El alejamiento de la rutina de un monarca constitucional puede haberlo hecho incapaz de asumir un papel destacado y útil en la administración de su país”.

La Constitución promulgada en 1964 garantizaba la libertad de pensamiento, expresión y reunión, al tiempo que limitaba los poderes de la familia real. Por primera vez en la historia de Afganistán, las elecciones seleccionarían a los miembros del parlamento y, por lo tanto, la esfera política del país comenzó a cambiar significativamente, mientras también preveía la formación de partidos políticos. Gracias a la ayuda exterior, el rey llevó a cabo una serie de proyectos para ayudar a desarrollar la infraestructura del país, pero la mayoría, que se centraron en el riego y la construcción de carreteras, se limitaron a la zona de Kabul y sus alrededores. Bajo su reinado, se establecieron escuelas para niñas y se otorgó a las mujeres el derecho al voto. Sus reformas iban en sintonía con las de su predecesor de la década de 1920, el rey Amanullah, quien prohibieron los estrictos códigos de vestimenta tradicionales para las mujeres y desalentó la poligamia, mientras que su esposa, la reina Soraya, dio ejemplo al rasgarse el velo en público.

Los historiadores reconocen que uno de los capítulos más significativos del reinado de Zahir Shah fue la emancipación de las mujeres, durante siglos despojadas de derechos, marginadas de la vida pública y confinadas en sus hogares. En 1959 se les concedió el derecho de voto, se les exoneró de llevar el burka o velo islámico y pudieron asistir a escuelas y universidades mixtas. Ese mismo año causó sensación (y escándalo entre los mullah o clérigos islámicos) la comparecencia sin velo de las esposas de los dignatarios del gobierno en los actos del 40ª aniversario de la independencia nacional. Además, cada vez más mujeres integraron las asambleas nacionales, y en 1966 por primera vez en la historia afgana una mujer fue nombrada para dirigir un ministerio, todo lo cual fue considerado entonces revolucionario para un país que sólo seis años atrás pasaba por ser uno de los más antifeministas del mundo.

Después de ser derrocado en 1973, mientras se encontraba bajo tratamiento médico en Roma, Mohammed Zahir Shah vivió en una modesta villa en Olgiata (Roma) desde donde siguió y se involucró en los acontecimientos de su Afganistán. Y aunque envejeció en el exilio, jamás no fue olvidado y siguió siendo el símbolo de aquellos afganos que soñaban con la restauración de la monarquía. A los que rogaban por su regreso a su tierra natal, les respondió: “No me importa el título de rey. La gente me llama Baba (padre de la nación) y prefiero este título”. En el exilio era feliz feliz de pasar el tiempo jugando al golf y al ajedrez, frecuentando los bares y librerías de Roma, y cuidando de su jardín.

Con el rey fallecido en 2007 y a medida que los talibanes anti-monarquía refuerzan su control sobre el país, muchas mujeres temen que se les quiten los derechos que gozaron bajo reyes anteriores, que se afianzaron en los últimos 20 años. Hoy mismo, el régimen declaró que si bien las mujeres podrán asistir a la universidad, tendrán que estudiar en habitaciones separadas de las de los hombres. Esta vez, aunque prometieron una gestión más blanda que reconozca los derechos de las mujeres y aunque en algunas partes de Afganistán se sintió alivio con el fin de la violencia, muchos en el país dicen que lo importante son las acciones, no las palabras. Mientras todo esto ocurre, los especialistas consideran que las mujeres afganas gozaron de más libertados en el reinado de Zahir que en cualquier otro período de la historia del país.

Darío Silva D’Andrea / Monarquias.com

Hace 522 años nació Diana de Poitiers, la poderosa rival de Catalina de Médicis

Coronado en 1547, el rey Enrique II de Francia (1519-1559) fue un adúltero apasionado y llenó de diamantes y castillos a su amante Diana de Poitiers, una bella e influyente mujer que había retozado, durante muchos años, en los brazos del padre de Enrique, el rey Francisco I. Guerrero y gran mecenas del arte, aquel hombre adoraba a las mujeres: “Una corte sin mujeres es como un año sin primavera y una primavera sin rosas”, decía. El rey Francisco quedó encandilado con la joven Diana apenas la conoció y la nombró dama de honor de la reina Leonor. Al mismo tiempo, Diana trabajaba de día para la reina y de noche, para el rey. Cuando Leonor dio a luz al niño que llegaría a ser Enrique II, Diana estuvo presente y acunó al recién nacido entre sus brazos, sin saber que en el futuro también se convertiría en su amante. Diana ocupó un sitio privilegiado en la ceremonia de bodas de su adorado Enrique con Catalina de Médicis. La florentina, mucho más joven que la favorita, no era ni tan bella ni tan seductora como su rival, pero aprendió con gran maestría a tratarla mediante el disimulo. Aunque la vencedora fue, por supuesto, la reina, tras la muerte trágica del rey, Diana siguió ejerciendo su poder en las sombras.

Diana de Poitiers (1499-1566), era una mujer hermosa. Titulada duquesa de Valentinois, Diana era hija del conde de Saint-Vallier, quien fue acusado de traición al condestable de Borbón, juzgado y condenado a muerte. Cuando el hacha estaba a punto de separar la cabeza de su cuerpo, le anunciaron que sería liberado porque, según se cuenta, su joven y bella hija había viajado apresuradamente a Blois para arrojarse a los pies del rey e implorarle piedad. Cuando su madre, Jeanne de Batarnay, falleció, la niña de seis años fue llevada a la corte para servir como dama de la reina Ana, la hija de Luis XI, quien jugaba un papel muy importante como regente durante la minoría de edad de su hermano.

Recibida en la despampanante corte francesa, hasta los catorce años Diana recibió una educación esmerada y una vez que alcanzó la madurez, fue escrupulosamente casada con un miembro de la familia real, Louis de Brézé, gran senescal de la Corte, un poderoso y acaudalado hombre al que solo los príncipes de sangre real superaban en estatus. Este casamiento hizo que Diana adquiriera un papel destacado en la corte del rey Francisco I, para quien la belleza de la joven no pasaba desapercibida. Diana llevó una vida irreprochable como cortesana de alto rango, cuidando siempre de mantener intacta su reputación. Era una mujer de hermosura altiva y avasallante.

«Con Enrique, ella descubrió el placer de un inexperto y ardiente amante adolescente»

Tras enviudar, en 1531, Diana se dedicó por completo a embellecer la corte de Francisco I, quien decidió que todos la trataran como una viuda en duelo perpetuo mientras él mismo le regalaba las joyas más preciadas del tesoro real. Por la elección de los colores de su vestimenta, dejó clara su intención de volver a casarse. Con la protección del mujeriego rey Francisco, la gran senescala escaló posiciones hasta convertirse en la favorita del príncipe Enrique, un niño al que vio nacer y al que acunó en sus brazos. Catalina ya no tenía suegra pero tuvo que enfrentarse a una figura mucho peor, la de la gran senescala, que lo controlaba todo. Diana se comportaba como la más exigente de las suegras, la acompañaba en todo momento y la asistía en cada una de sus necesidades, la peinaba, vestía, dirigía a sus damas y adulaba constantemente.

Hasta el momento en que se convirtió en amante de Enrique, Diana solo había conocido las caricias de un hombre cuarenta años mayor que ella. Aunque De Brézé tenía la edad suficiente como para ser su abuelo, ella había mantenido un matrimonio normal, dando a luz a dos hijos. Sin embargo, sus relaciones con su marido habían tenido como centro los intereses intelectuales compartidos y los lazos familiares tan valorados en esa época. Con Enrique, ella descubrió el placer de un inexperto y ardiente amante adolescente. Como amante, su papel era el contrario del que antes había tenido. Ella sería la maestra y transferiría al tímido joven lo que había aprendido durante años (…) La sensualidad, la inteligencia y la sabiduría de Diana fueron parte de la magia que encantó al joven príncipe tanto como la belleza física, la fuerza y la salud de su dama”. Paralelamente, Enrique de Francia despreciaba a su esposa, Catalina de Médici. La astuta Diana intentaba mantener buenas relaciones con la reina e incluso persuadía al rey de pasar las noches con su esposa para que ambos pudieran tener hijos” [Michael de Kent, Historias de amor en alcobas reales]

Catalina recurrió a los sortilegios amorosos para atraer a su marido; pero estos no resultados ser más fuertes que los de su contrincante, Diana de Poitiers. Desesperada, pero astuta, Catalina recurrió a la amistad de su rival, quien, sintiéndose orgullosa de poder influir incluso en la vida marital de su amante, le ordenó a Enrique que llevase a cabo sus funciones conyugales en aras de conseguir un heredero. En busca del poder, Catalina era capaz de fingir y humillarse hasta el extremo (…)” [Susana Castellanos de Zubiría, Mujeres perversas de la historia]

Subyugado por la belleza de esta magnífica dama, el joven Enrique se enamoró por completo de ella y la amó hasta su último y trágico día. Al comienzo de su matrimonio con Enrique, Catalina de Médici se mantuvo discretamente en un segundo plano porque Diana, a quien llamaban “más que reina”, dominaba todos los aspectos de la vida del rey. Pero a medida que aumentaba la pasión de Enrique por Diana, aumentaban los celos y el resentimiento de Catalina. Se dice que en una ocasión Catalina pidió a un carpintero practicar dos pequeños orificios en el piso de su habitación desde donde podría observar el cuarto de Enrique:

Desde allí (…) se tiraba al piso de su habitación y observaba cómo su esposo hacía el amor con Diana en la habitación de abajo. Un cuchillo debió clavarse en el corazón de la pequeña y regordeta Catalina al ver el cuerpo esbelto de su rival, que el ejercicio aún conservaba joven (…) ella observó a los amantes en la amplia cama, los cuerpos iluminados por la luz de fuego, hasta que en medio de la pasión rodaron desnudos al piso para seguir acariciándose sobre una alfombra de terciopelo. Cuando Catalina vio por sí misma la pasión y la ternura que había entre ellos, dijo llorando a su dama que su esposo ‘nunca lo había hecho así con ella’”. [Michael de Kent, Historias de amor en alcobas reales]

Horas enteras Catalina fisgoneaba y escuchaba mientras sentía deshacerse a los amantes que una intensidad que ella jamás reconocería, pero cuya carencia trataría de compensar con una desmedida ambición de poder que le aturdiría los sentidos” [Susana Castellanos de Zubiría, Mujeres perversas de la historia]

Catalina soportó en silencio la vergüenza de ser la “cornuda” más famosa del reino

El 19 de enero de 1544, Catalina de Médicis dio a luz a un niño, Francisco, el primer hijo de la pareja después de muchos años de espera. “Fue ella [Diana] quien escogió sus nodrizas y sus ropas, entrenó al personal y supervisó la dieta del niño. Lo mismo sucedería con todos los hijos de Catalina. Más tarde, sería Diana quien escogería sus tutores y supervisaría su educación, tratando a los hijos de Enrique como si fuesen propios. Siempre fue solícita y amable con Catalina, insistiendo en que la joven madre debía descansar y ahorrar esfuerzos, pero Catalina sabía que ella era la encargada de dar a luz y que Diana era quien decidía. Diana, la cazadora y la diosa de la Luna, la patrona de los arroyos y los bosques, había resultado también ser la protectora de los nacimientos. No es sorprendente entonces que Enrique estuviese cada vez más bajo el hechizo de esta diosa terrenal”. [Michael de Kent, Historias de amor en alcobas reales]

Tres años más tarde, en 1547, el rey Francisco I murió acompañado de su nuera. Mientras tanto, el nuevo rey, Enrique II, se encontraba en el castillo de Anet con su amante. Catalina de Médicis era la nueva reina, pero su ascenso al trono era solo una puesta en escena, porque todos sabían que quien realmente influía en el nuevo rey en todos los asuntos políticos era Diana de Poitiers. El nuevo rey le otorgó a su querida el ducado de Valentonois con rango de princesa real, un caso único en la historia. En principio, ambas mujeres procuraron mantener la paz en palacio, pero esa paz se rompía de vez en cuando, como aquella vez en que Catalina, ahogada en rencor, le dijo a la cortesana que comprendía perfectamente cuál era su papel en la Corte: “He leído la historia de este Reino y he averiguado que, siempre, en todas las épocas, ha habido alguna puta que se ha metido en los asuntos reales”.

Pese a la opinión de la reina, todos sabían que el rey estaba enamorado de Diana y que no era una cualquiera: “La persona a quien no hay dudas que el rey ama y prefiere por sobre todas es Madame de Valentinois, una dama que actualmente tiene cincuenta y dos años”, decía un informe del embajador de Venecia al emperador Carlos V; “Él la ha amado mucho y ella permanece con él pese a su edad. Es verdad que aunque no usa pinturas o afeites, parece mucho más joven de lo que es. Es una mujer muy inteligente y siempre ha sido la inspiradora y la colaboradora del rey, asistiéndolo incluso con su propio dinero cuando él era aún el delfín”. A sus cincuenta años, Diana era la verdadera reina en las sombras, pero aún así mandaba al rey puntualmente a visitar a su mujer, como informaba el embajador: “La reina no podía soportar, al comienzo de su reinado, tal amor y tal favor por parte del rey hacia la duquesa, pero luego, por instancias del rey, se resignó y soporta con paciencia. La reina frecuenta continuamente a la duquesa que, por su parte, le hace los mayores servicios frente al rey, y a menudo es ella quien lo exhorta a dormir con la reina”.

En cuanto a las aventuras de Enrique II con otras mujeres, no intervenía si estaba segura de que no tendrían futuro. Tenía al rey bien dominado y le hacía sentir la importancia de estar juntos. Mientras el rey le juraba eterna fidelidad a Diana, ella, por su parte, se empeñaba en mantener una constante guerra contra el paso del tiempo. Al enviudar había adoptado los colores del luto (blanco y negro), agregó a su escudo la antorcha invertida, símbolo de las viudas, y honró la memoria de su marido muerto dedicándole un espléndido mausoleo en la capilla del castillo de Anet. Baños de agua helada, ejercicios físicos al aire libre, una dieta espartana y todo tipo de tratamientos para la piel eran las estrategias que la gran favorita utilizaba para conservar su belleza. Uno de sus contemporáneos, Brantôme, había relatado que la mujer, de quien alababa su gran belleza y elegancia, tomaba habitualmente oro disuelto en sus bebidas, como un elixir de la juventud.

Era bella y lo sabía. Sabía también cultivar y mantener esa belleza. Había descubierto, con cuatro siglos de anticipación, las virtudes de la higiene y del deporte. Llevaba una vida sana, evitaba los excesos, se levantaba y se acostaba muy temprano, salvo los días en que las festividades la retenían en la corte. Comía moderadamente, dormía eventualmente la siesta, se daba baños fríos, evitaba los cosméticos, polvos y ungüentos porque arruinaban la piel, y todos los días, cualquiera fue el clima, dedicaba los esencial de la mañana a hacer ejercicio al aire libre, a cabalgar a través de prados y bosques. Ese régimen natural, seguido asiduamente por una mujer sana y de buena salud, le permitió conservar durante mucho tiempo la pureza de su cutis y la agilidad de su andar. Un ‘milagro’ que hoy nosotros estamos en condiciones de comprender mejor”. [Simone Bertiére, Las reinas de Francia en tiempos de los Valois]

La gran senescala tuvo buen cuidado de mantener envuelta en el misterio la naturaleza de sus relaciones con Enrique, confiriéndoles un carácter mitológico y sacro y transformando a la viuda ejemplar en diosa del Olimpo”. [Pilar Queralt del Hierro, Reinas en las sombras]

Como su padre nunca lo había preparado para ser rey, Enrique no sabía gobernar. Diana se convirtió entonces en su principal consejera, la única a la que el rey consultaba en asuntos importantes, y a menudo las cartas oficiales estaban firmadas con un nombre conjunto, “Henri-Diane”. Cuando Enrique II fue coronado en Riems, los franceses contemplaron asombrados el monograma formado por las letras “H” y “D” (Henri y Diane) mientras el monograma de la nueva reina consorte, Catalina, brilló por su ausencia. La amante recibió títulos, fincas y castillos a cambio de entretener, consolar y, sobre todo, aconsejar al rey en todos los aspectos de la vida cortesana: desde las condecoraciones que debía entregar hasta la decoración de sus palacios reales. Mientras tanto, la reina Catalina soportó en silencio la vergüenza de ser la “cornuda” más famosa del reino, y recurrió a la única estratagema que se le ocurrió: ignorar a Diana.

Todo lo que podía hacer era tramar un complot en secreto, mientras en público ignoraba a Diana. Casi no hacía referencias a la amante real. Sólo lo hizo años más tarde en su correspondencia privada (…) La reina Médici no era tan tonta. Sabía que ella siempre sería una extranjera en una corte y en un país que le eran hostiles, por lo cual se obligó a ocultar el odio que sentía por la favorita. Mientras el rey seguía amando a su Madame, ella nunca perdía de vista la posibilidad de defenestrarla o de enviarla al exilio. Sin embargo, sólo entre los muy íntimos se atrevía a expresar su odio. En cambio, cuando una amiga se ofreció a cortar la nariz de Diana y otra, llamada Gaspard de Saulx, sugirió la idea de arrojarla vitriolo para arruinar para siempre su bello rostros, Catalina siempre se negó, afirmando sin cesar que ella sólo deseaba el bien para la duquesa de Valentonois”. [Michael de Kent]El

El agonizante Enrique pidió ver a Diana por última vez, pero Catalina no lo permitió

Víctima de la fatalidad dinástica, Enrique II murió en 1559, durante los grandiosos festejos nupciales de su hija, la princesa Isabel, con el rey Felipe II de España. Desde entonces, la reina Catalina sólo vestiría de luto y a su alrededor la atmósfera se tornó lúgubre y sombría. Tapices, paredes, muebles, cuadros, todo en su palacio quedó cubierto de telas negras. La excepcional reina viuda, a quien los franceses llamaban “Madame Serpiente”, consolidó su poder y se convirtió en regente de sus tres hijos, que reinaron sucesivamente hasta 1589, el año que supuso el fin de la dinastía Valois. Una vez libre de su marido, la reina ordenó ejecutar a Montgomery, acusado de traición, y decidió deshacerse de Diana. En su agonía, Enrique II había pedido ver a Diana por última vez, pero Catalina no lo había permitido.

La poderosa Diana de Poitiers fue obligada a devolver todas las joyas que su suegro y su marido le habían regalado. Pero a lo largo de los últimos veinticinco años, Diana se había hecho amigos poderosos en la corte. Como la reina Catalina no podía ponerse en contra de estas familias nobles, se limitó a quitarle el Castillo de Chenonceaux, el más bellos de los Castillos del Loira, que Enrique II le había regalado, y ofrecerle a cambio el de Chaumont. La reina viuda le solicitó a su aliada que abandonara la corte y se retirara a cualquiera de las residencias de las que había se había apropiado. Temiendo por su vida, Diana escribió una carta al nuevo rey, el joven Francisco II (1544-1560), en la que le solicitaba perdón por los errores que hubiera podido cometer en el pasado y que le ofrendaba su vida y sus bienes. Según el diplomático Giovanni Michiel, “el rey ha ordenado que se informe a Madame de Valentinois que, debido a su perniciosa influencia sobre el difunto rey, su padre, ella merecería un severo castigo. Pero que él, en su clemencia real, no ha querido perturbarla más”. Diana obedeció y nunca regresó la corte. “Yo podía buena cara a Madame de Valentinois”, sentenció Catalina en 1584; “Era la voluntad del rey, aunque no le ocultaba que consentía en que ello me hacía sufrir, pues ninguna mujer que haya amado a su marido aprecia a la ‘puta’ de su marido; y aunque ésta sea una palabra fea, no existe otro nombre que se le pueda dar”.

Darío Silva D’Andrea

Hace 170 años nació la reina Olga de Grecia y antepasada del rey de España y del príncipe de Gales

La reina Olga de Grecia, tatarabuela del rey Felipe VI de España y del príncipe Carlos de Inglaterra, nació el 3 de septiembre de 1851, hace 170 años. Nacida como la gran duquesa Olga Constantinovna de Rusia, era hija del gran duque Constantino Nicolaievitch y nieta del zar ruso Nicolás I. El 15 de octubre de 1867, la joven gran duquesa se casó con el rey Jorge I de Grecia, hijo del rey de Dinamarca, que en 1863 se convirtió en el rey de los helenos cuando la Asamblea Nacional griega lo eligió para reemplazar al igualmente impopular rey Otto, nacido en el extranjero, que había sido depuesto.

Olga Constantinovna tenía solo 16 años cuando se casó y las crónicas de su época la recuerdan tímida y temerosa, abrazada a una muñeca, cuando desembarcó en el puerto de Atenas. Tuvo cinco hijos y tres hijas, una de las cuales murió en la infancia. Los otros hijos supervivientes fueron el futuro rey Constantino I, el príncipe Nicolás y el príncipe Andrés. Toda la descendencia de George y Olga se casó con nobles o miembros de la realeza europea. Andrés se casó la princesa Alicia de Battenberg, bisnieta de la reina Victoria de Gran Bretaña, y fue padre de Felipe, duque de Edimburgo.

En ese momento, era muy común casarse con otros miembros de la familia real. Y (el rey de Dinamarca) Christian IX era muy bueno en eso”, dijo el experto de la realeza Lars Hovbakke Soerensen. “Fue fundamental para que sus hijos se casaran con otras casas reales en Europa. Lo que era importante entonces era que las casas reales necesitaban sangre azul en las venas”.

A través de su gran familia, Olga se convirtió en una antepasada para muchos personajes de la realeza actual, entre ellos el príncipe de Gales (nieto de Andrés de Grecia), el duque de Kent (nieto de Nicolás) y el rey Felipe VI de España (bisnieto de Constantino). Uno de sus nietos Dimitri Pavlovich (hijo de la princesa María) se hizo célebre por haber participado en el asesinato de Rasputin. Su bisnieta Sofía de Grecia es la esposa de Juan Carlos de Borbón, quien fue rey de España entre 1975 y 2014, mientras otro de sus bisnietos, a quien conoció, fue el último rey de Rumania.

Olga quedó viuda de forma trágica en marzo de 1913, cuando su esposo, quien celebraba ese año 50 años de reinado, fue asesinado en Salónica. La reina viuda, que contempló desde Grecia la caída de la monarquía rusa y ejecución de varios miembros de su familia durante la Revolución, sobrevivió para ver a su nieto, el rey Alejandro I, morir a causa de la mordedura de un mono en 1920, y ver a su hijo mayor, el rey Constantino, abdicar en 1922, a lo que siguió el establecimiento de la República Griega dos años más tarde.

En los años 20, la reina Olga vivió en la más estricta intimidad en Roma, en una casa que estaba llena de “las pasadas glorias de su vida que se mantuvieron vivas” por las pinturas y muebles de su palacio en Atenas, según dijo un familiar. Pasó sus últimos días leyendo y “ocasionalmente recibiendo a viejos amigos a quienes lamentaba amargamente la dispersión de su familia por toda Europa a través de la agitación que azotó a Grecia después de la Guerra Mundial”. Finalmente murió en 1926, rodeada de su familia y sus recuerdos. El gobierno griego permitió que sus restos fueran sepultados junto a los de su esposo y su nieto Alejandro en los terrenos de la finca real de Tatoi, que había sido su residencia de verano.

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Carolina de Ansbach, la «Dama de Hierro» que fue reina de Inglaterra y pionera de la inoculación

La historia puede haber olvidado a Carolina de Brandemburg-Ansbach, reina consorte de Inglaterra (1683-1737) pero ciertamente dejó una impresión indeleble en todos los que la conocieron. La esposa de Jorge II estaba poseída por «un busto de una magnitud ejemplar», escribió un testigo aturdido según un nuevo libro del historiador Matthew Dennison. «La legendaria fama de su magnífico pecho«, dice Dennison, se extendió por todo el reino.

Pero afortunadamente, Carolina resultó ser mucho más que eso. Cuando se casó con el príncipe Jorge Augusto de Hannover en 1705, nadie se fijó mucho en ella, y mucho menos en su esposo. Ella había sido elegida como su novia, principalmente porque hablaba el mismo idioma, el alemán, y parecía tener el único requisito de una esposa real: la fertilidad. Desde el principio, sin embargo, Carolina dejó en claro que veía su papel en términos muy diferentes.

Nacida en la sobría corte del Margrave de Brandeburgo-Ansbach, Carolina quedó huérfana cuando era niña y pasó por cinco casas antes de establecerse en Prusia, donde floreció bajo la tutela de los reyes de ese país. Joven hermosa e inteligente, aunque en gran parte autodidacta, Carolina fue muy solicitada en matrimonio por muchos príncipes. Rechazó una oferta del archiduque Carlos de Austria pero finalmente aceptó casarse con el futuro rey de Gran Bretaña.

Dinásticamente, lo más importante de Carolina es que era una ardiente protestante y tenía caderas adecuadas para tener hijos, por lo que fue celebrada por su fecundidad: «la encantadora madre de nuestra raza real… la tierna madre y la esposa fiel«, dijo de ella el poeta John Gay. Las pinturas de la bella rubia Princesa de Gales rebosaban símbolos de madurez, uvas deliciosas y una calabaza, lo que llamaba la atención sobre su amplio pecho.

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Cada vez que el rey regresaba a Hannover, su feudo alemán, Carolina actuaba como regente.

En 1714, el príncipe hannoveriano se convirtió en el heredero del trono británico al ser coronado su padre, Jorge I, y fue proclamado Príncipe de Gales. La pareja se mudó a Inglaterra, donde Carolina se propuso caer simpática a todas las personas con las que entraba en contacto. Tenía tantas ganas de congraciarse con los galeses que llevaba un gran ramo de puerro en el Día de San David.

Cuando Jorge II se convirtió en rey en 1727, el matrimonio se mudó al Palacio de Kensington, donde Carolina rápidamente echó a los tigres y gatos que vagaban por el lugar y los reemplazó con tortugas gigantes. Hizo la vista gorda ante los numerosos asuntos de su marido: parece que el nuevo rey era incapaz de resistir la tentación sexual. Su gran familia -ocho niños- es un testimonio de la resistencia de su relación amorosa y física de Jorge y Carolina.

La reina Carolina daba largos paseos por los jardines reales todos los días, a menudo acompañada por músicos de la corte tocando cuernos franceses y también, para escándalo de la sociedad de aquellos tiempos, se bañaba muy seguido. Como creía, contra lo que se pensaba entonces, que el agua y la higiene corporal eran saludables, ordenó la compra 20 bañeras de madera con ruedas para la residencia real.

Carolina poseía una mente avanzada para su tiempo y se cree que fue la primera reina culta en muchos siglos. Asistió al teatro siempre que pudo, defendió la inoculación, estudió física newtoniana y se mantuvo al tanto de las nuevas ideas y los nuevos inventos. Sin embargo, no todos la querían. Un visitante describió a Caroline como «gorda y muy fea»; y una vez fue quemada en efigie por una mafia que la culpó, bastante injustamente, por un aumento del impuesto al tabaco.

Como sugiere el título de Matthew Dennison, «The First Iron Lady», él la ve como una especie de antepasado espiritual de Margaret Thatcher, poseedora de una determinación igualmente inquebrantable y ausencia de dudas. El problema es que a principios del siglo XVIII, ya no era el rey o la reina quienes tenían las riendas del poder, sino el primer ministro. Durante gran parte del tiempo en que Carolina se mantuvo en el trono, el poder estuvo en manos de Robert Walpole.

Carolina se hizo amiga íntima de Sir Walpole. Después de que Jorge II se convirtiera en rey, casi logró lo retiraran de su puesto pero se abstuvo de hacerlo bajo el consejo de su esposa. De hecho, Carolina, que era a la vez inteligente y curiosa, eclipsó enormemente a su marido en la mayoría de los aspectos culturales y políticos. Tanto es así, que cuando fueron coronados un escritor satírico escribió sobre la pareja real: «Puedes pavonearte, apuesto Jorge, pero todo será en vano; Sabemos que es la reina Carolina, y no tú, quien reina«.

La decisión de Carolina de inocular a sus hijos fue ampliamente divulgada en la floreciente prensa de entonces, y así convenció a muchos otros padres de que el procedimiento era seguro y eficiente para evitar enfermedades. También tuvo implicaciones en la forma en que se percibía la dinastía Hannoveriana en Gran Bretaña: sus predecesores, los reyes de la Casa de Estuardo, continuaron la tradición de «imponer» sus manos para sanar a los enfermos. Pero asociar a los georgianos con la medicina y la ciencia, Carolina los vinculó a la nueva era del racionalismo y el progreso, y rechazó el misticismo y el galimatías.

Su relación con personas como Isaac Newton también influyó en el entrenamiento de la próxima generación. Newton recomendó profesores de matemáticas y astronomía para los príncipes y Handel les enseñó música. Incluso durante un período de distanciamiento entre el rey Jorge I y su hijo, durante el cual Carolina fue separada de sus hijos mayores mientras el rey guardaba la custodia de ellos mientras su hijo y su nuera eran expulsados ​​de su palacio, los libros de texto supervivientes muestran que sus hijos estudiaron a Plutarco, Heroditus y Tucídides, la historia del Imperio Romano y la teología.

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Carolina pretendía que la familia real fuera capaz de mantener un debate intelectual.

Carolina era claramente una mujer de considerable inteligencia y curiosidad ilimitada. Al final de su vida, incluso Jorge II, que la abandonaba durante largas temporadas para habitar con su amante, había llegado a reconocer sus cualidades. Dennison argumenta que una de las razones por las cuales Jorge tuvo tantas amantes, a pesar de estar enamorado de su esposa, fue para demostrar a todos que era él quien llevaba los pantalones en la casa, aunque fuera él el único que se engañaba.

Para Jorge II, tener una amante era, en palabras del autor de las memorias de Lord Hervey, un «accesorio necesario para su grandeza como príncipe«. Las sucesivas amantes eran simplemente «accesorios para una corona» y Carolina, astuta y perspicaz, hizo la vista gorda y se aseguró de que sus amantes fueran sus damas de honor, para vigilarlas mejor. Su suegra le dijo amablemente que las amantes de Jorge lo ayudarían a mejorar su inglés.

«Ha habido pocas reinas de Inglaterra que tuvieron vidas felices», reflexionó Carolina antes de morir. En su lecho de muerte, Carolina instó a Jorge II a volver a casarse, pero el rey quería mucho a su esposa, y se negó, diciendo que en vez de eso solo tomaría amantes. En sus momentos finales, la reina envió una carta de perdón por los muchos males que se habían causado mutuamente a su hijo, el Príncipe de Gales, pero este no asistió al funeral

En noviembre 1737, a los 58 años, le llegó una horrible y dolorosa muerte como resultado de una hernia umbilical, que estalló en la pared de su estómago: «Todo su excremento salió por una herida en su vientre». La reina se quejó ni lloró, y solo una vez pidio opio para calmar el dolor. Carolina fue llorada en todo el país. Fiel a su palabra, el rey nunca volvió a casarse, y cuando murió, 23 años después, fue enterrado junto a ella en un ataúd idéntico.

A 306 años de la muerte de Luis XIV de Francia: “¿Acaso me creías inmortal?

Luis XIV de Francia murió el 1 de septiembre de 1715, hace 306 años, después de un extraordinario reinado de 72 años. Su muerte fue realmente sorprendente, sobre todo porque pocos franceses recordaban haber conocido a otro rey. Además, el estado de salud de Luis, hombre desde su juventud muy atlético y ocupado por su salud, no hacía prever un desenlace fatal.

Los diarios de sus médicos dejan notar que el rey poseía una salud extraordinariamente robusta, a juzgar por la escasez de enfermedades que aparecen: en 1683 la reina le contagió el sarampión, en 1684 se le extrajeron unas muelas y en 1686 fue operado por una fístula anal. A los 75 años, todo marchaba bien en la vida del rey, quien sin embargo había visto morir a gran parte de su familia y a dos de sus herederos directos (su hijo, el gran delfín Luis, y su nieto) y ahora la sucesión estaba garantizada por su bisnieto, quien le sucedería con el nombre de Luis XV.

El rey dormía «como un niño» y todo marchaba muy bien en asuntos íntimos, según contó su segunda esposa, Madame de Maintenon. Además, salía a cazar y a los espectáculos artísticos normalmente.  Pero el 10 de agosto de 1715 se sintió muy mal de repente y se trasladó a Versalles, el palacio donde había deseado morir.

Padecía constantes dolores que deseaba olvidar sumergiéndose en el trabajo y distrayéndose con música, canciones, visitas de familiares e instando a todo el mundo que la vida cortesana continuara como si no pasara nada. Pero a medida que pasaron los días, se sintió peor, le subió la temperatura y comenzó a recluirse en su habitación, preparado para morir: «Yo me voy, Francia permanece», habrían sido las últimas palabras audibles que pronunció antes de sumergirse en el sueño.

Aún lúcido, se despidió de sus más cercanos, lloró al pedir perdón a Madame de Meinteón por no haberla hecho feliz, y lloró cuando fue visitado por su bisnieto, el pequeño heredero de 4 años de edad. «¿Acaso me creías inmortal?», le preguntó a su esposa antes de morir.

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