De sangre muy azul, pasión por el arte y sufrida madre y esposa, Sofía de Württenberg fue, tal vez, la reina más desdichada desde que la Casa de Orange fundó el reino de Holanda hace poco más de 200 años.
Sophia Frederika Mathilda de Württemberg era hija del rey Guillermo I de Württenberg -un reino alemán abolido en 1918- y de la gran duquesa rusa Catalina Pavlovna, hija del zar Pablo y nieta de Catalina la Grande de Rusia.
Sofía tenía siete meses cuando murió su madre y un año después su padre se volvió a casar con su prima Paulina de Württemberg. Pero el vínculo entre Sofía y su madrastra no fue tan bueno como el que tenía con su padre.
La princesa ya era era una mujer intelectual, amante de la literatura francesa y con importantes contactos con diplomáticos y otras personalidades internacionales cuando la corte de Württenberg consideró su matrimonio. Y no fue cualquier matrimonio.
En 1839, Sofía se casó con el príncipe heredero de Holanda, Guillermo, se convirtió en princesa de Orange y dejó para siempre su reino alemán para vivir en Holanda. En los siguientes años nacieron los tres hijos, ninguno de los cuales llegaría a ser rey debido a sus muertes prematuras: Guillermo en 1840, Mauricio en 1843 y Alejandro en 1851.
No pasó demasiado tiempo hasta que la princesa de Orange era muy infeliz en su matrimonio con el tosco y errático Guillermo, que mantenía muchas y notorias aventuras extramatrimoniales y otros excesos sexuales. Hijo de una gran duquesa rusa, era temperamental, grosero y alcohólico. Incluso fue apodado “el rey gorila” debido a su mal carácter.

Consciente de que el príncipe no la amaba y nunca la había amado, Sofía le escribió a su suegro, el rey Guillermo II, preguntándole si podía vivir separada de su esposo porque él la maltrataba. Y su pedido no fue atendido.
Guillermo era un hombre aun más desagradable, al que le gustaban las bebidas fuertes y que puso mucha energía en intimidar a sus lacayos, a animales inocentes o su esposa. En 1840, estando embarazada de seis meses, Sofía escribió en una carta que el día de su boda había orado a Dios para que la dejara morir en el parto.
No fue sino hasta 1849, cuando Guillermo II murió y Guillermo III se convirtió en rey que la ya reina se sintió más libre. Apenas unos años después acordó una separación legal con el rey y se le permitió vivir en Paleis Huis en Bosch, de La Haya.
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“Mi vida es un infierno. Cuando estoy embarazada, siempre es desagradable conmigo. Es cruel, como todos los débiles. Sabe que una mujer en esa condición necesita paz, tranquilidad, bondad. Se niega a darme todo eso”, escribiría en 1851.
Cuando nació su hijo Guillermo, según testigos, Guillermo III solo visitó a su esposa dos veces en nueve días para ver cómo iban las cosas. Al ver por primera vez a su hijo, exclamó: “¡Uf, qué niño más feo!” A esto, la reina reaccionó con frialdad y rapidez: “¡Se parece exactamente a ti!”
La soledad, el desprecio al que la sometió su marido y las trágicas muertes de sus tres hijos llevaron a Sofía a encerrarse en la literatura. Sus biógrafos aseguran que gustaba leer libros de historia pero también Jane Eyre, Rousseau y la Biblia.

La reina también tenía un gran interés por la pintura y le gustaba visitar los estudios de los pintores holandeses, compró decenas de obras y encargó retratos de sus hijos y de ella misma.
Sofía también coleccionaba pinturas en miniatura, ampliando constantemente su colección comprándola en anticuarios y subastas. Estaba particularmente interesada en los retratos de figuras históricas como la reina Isabel I de Inglaterra, el estatúder Guillermo III y los Bonaparte.
Después de la muerte de su padre, heredó muchos retratos en miniatura de su familia y de la familia real de Württemberg, de ella y de sus hijos. También mandó pintar miniaturas y recibió muchas como regalo. Su colección creció a unas 600 piezas y pasó a manos de su hijo menor, Alejandro, quien amplió la colección hasta su muerte en 1879.
En 1900 la colección de la reina Sofía fue transferida a los Archivos Reales, detrás del Palacio Noordeinde, donde una sala especial reúne hoy todas las miniaturas custodiadas por un enorme busto de mármol de Sofía de Württemberg.
En su existencia a menudo solitaria, la reina también escribió muchas cartas, entre otros, a Lady Malet, la esposa de un diplomático inglés. Estas misivas se han conservado, traducido y parcialmente reunido en un libro, Un extraño en La Haya, que da un vistazo a la vida de Sofía.
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A través de sus cartas, la reina abrió intensamente su corazón para relatar a su amiga la situación política en Europa y Rusia, pero también sobre su soledad, su desgracia matrimonial, la muerte de sus hijos y la mala relación que mantuvo con su suegra, la reina Ana Pavlovna.
A la reina Anna le resultabarealmente insoportable aceptar que su nuera, a quien nunca quiso, ocupara su lugar en la corte. Digna hija de la dinastía Romanov, Anna quería exportar desde su Rusia natal la tradición de que la viuda del monarca siga ocupando el primer lugar de la jerarquía en la corte.
La lista de personas con las que Sofía intercambiaba cartas incluía al historiador Leopold von Ranke, al arqueólogo Heinrich Schliemann, al político Adolphe Thiers, y al historiador John Lothrop. También mantenía correspondencia con la reina Victoria de Inglaterra, la cual consideraba a Guillermo III como un “gran patán maleducado”.
Sofía pasó los últimos años de su vida muy enferma. En 1877 murió de una enfermedad del corazón y del hígado. Siguiendo los deseos que expresó en su testamento, no fue embalsamada y fue enterrada luciendo su vestido de novia, pues, como ella misma afirmó, ya había muerto el día que se casó.
Como dos de sus hijos ya habían muerto, el viudo Guillermo III buscó una nueva esposa para asegurar la sucesión al trono. Inicialmente, el rey fijó su mirada en la bella cantante de ópera parisina Émilie Ambre, pero después de que sus ministros le informaron que no podían encontrarle una candidata adecuada, optó por la princesa Emma de Waldeck-Pyrmont.
El pasado 3 de junio se cumplieron 145 años de la muerte de Sofía.
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