La duquesa Isabel de Baviera llegó a ser la tercera reina consorte de Bélgica. Los ciudadanos belgas la admiraron mucho pero nunca se sintieron identificados con esa naturaleza libre y caprichosa, ese espíritu no convencional y hasta excéntrico. Aunque mientras vivió su esposo, el rey Alberto I, fue una «prisionera del protocolo», al enviudar, su carácter se tornó volatil, autoritario y plenamente artístico.
Isabel (1876-1965) pertenecía una de las dinastías más excéntricas que ha conocido Europa, los Wittlesbach, era sobrina del «rey loco» Luis II, el megalómano de los castillos de cuentos, y ahijada de «Sissi», la depresiva y vanidosa emperatriz Isabel de Austria. Su padre, el duque Carlos Teodoro, fue considerado el padre de la medicina alemana y abandonaba sus castillos o regimientos para seguir estudios de medicina y cuidar de los desamparados que vivían en la pobreza. Isabel heredó también su compasión.
LA REINA ENFERMERA

En 1900 se casó con el príncipe Alberto de Bélgica, sobrino del rey Leopoldo II, al que había conocido en un funeral, el de la duquesa de Alencón, tía de Isabel, fallecida durante un incendio en París. Al llegar a Bélgica, Isabel sorprendió a los burgueses flamencos y valones con sus opiniones políticas, que eran mucho más izquierdistas que las del propio partido socialista belga.
El matrimonio tuvo tres hijos: el mayor sería el futuro y polémico rey Leopoldo III; el segundo fue el príncipe Carlos, encargado de la regencia belga durante el exilio de su hermano tras la Segunda Guerra, y la menor fue María José, la última reina de Italia.
Alberto e Isabel se convirtieron en los reyes de los belgas en 1909. La residencia de la reina era un centro de la cultura belga: pintores, músicos, escultores, escritores y pensadores se reunían en torno a la reina. Al estallar la guerra, cinco años después, los monarcas se consagraron como los héroes nacionales.


Como Bélgica se enfrentó a Alemania, el país natal de Isabel, ella con toda la astucia, renegó de su patria y se reconoció absolutamente belga: «Una cortina de hierro ha caído entre mi familia y yo«. Enfermera diplomada, Isabel organizó hospitales, entrenó enfermeras y recibió, y atendió personalmente, a los heridos de los ataques alemanes.
El reinado de Alberto (el «Rey Caballero») e Isabel (la «Reina Enfermera») fue un verdadero éxito y duró hasta que la tragedia golpeó a las puertas del palacio. En 1934, Alberto sufrió una caída durante una excursión de alpinismo y murió con el cráneo reventado contra una roca.
El hijo mayor se convirtió en el rey Leopoldo III. Un año más tarde, la nueva reina, Astrid de Suecia, falleció en un accidente automovilístico y el luto envolvió a la familia real. Durante los siguientes veinticinco años, hasta la llegada de Fabiola, Isabel fue la única mujer de la casa.
MÚSICA CON EINSTEIN

Por sobre todas las cosas, Isabel fue una mujer apasionada por la música. Su vida estaba sumergida en la música, y sin duda hubiera sido una gran intérprete de piano y también de violín. Más Wittlesbach que ninguno, la reina llenaba su casa de artistas, pintores y músicos y dedicaba días enteros a tocar el violín.
Cierto día, los cortesanos la descubrieron a las 6 de la mañana en un parque, en el interior del cráter de una bomba, tocando el violín. Ante el estupor de sus sirvientes, Isabel explicó: «La noche estaba maravillosa, toda estrellada. Esta mañana es espléndida. Además, la acústica de esta cavidad es mejor que la de cualquier otra sala«.
En otra oportunidad, sus damas la sorprendieron a las seis de la mañana tocando el violín con otros tres músicos. Al preguntarle «¿Ya están tocando?», la reina, imperturbable, respondió: «¿Qué quieren decir con ‘ya’? ¡No hemos parado desde ayer a la noche!» Y siguió tocando…


En los bosque del palacio real de Laeken, la reina Isabel tenía grandes amigos: los pájaros, a quien consideraba músicos por naturaleza. Los escuchaba silbar durante horas y plasmaba sus temas musicales en libros de pentagramas para después interpretarlos en su violín. Otro de sus grandes amigos fue Albert Einstein, junto al cual pasó muchas horas interpretando clásicos, él con el piano y ella con su violín.
Apodada «la Reina Roja», Isabel viajó regularmente a la ex Unión Soviética, un país que la fascinaba. Sin pelos en la lengua, la reina confesaba su admiración por Castro y Lenin, y que el sistema comunista está lejos de ser perfecto, que necesitaría de varias generaciones para alcanzar sus objetivos, pero que es el que más se interesaba por la vida de las personas.
LA MUJER QUE «DESCUBRIÓ» A TUTANKAMON
A Isabel de Bélgica le apasionaba todo: las ciencias, las artes, las religiones, las culturas… Era tan curiosa que llegó a ser una las primeras mujeres europeas en entrar en la tumba del faraón Tutankamón en el Valle de los Reyes en Egipto en 1923. Jean Capart, padre de la egiptología belga, fue su guía en la expedición que llevó a penetrar uno de los monumentos funerarios más apasionantes de la historia. «El 22 de noviembre de 1922, Lord Carnarvon y Howard Carter encontraron una tumba en el Valle de los Reyes«, escribe el arqueólogo e historiador Patrick Weber. «Cuando oyó la noticia, Isabel se emocionó. La pared que separaba la antecámara de la bóveda debía ser abierta y la reina deseaba presenciar el acontecimiento (…) Telegrafió a Lord Carnavon para ver si se le permitiría unirse a él y obviamente se le da la autorización«.






Artículo publicado originalmente el 8 de marzo de 2020 y actualizado el 23 de noviembre de 2020.