“Él ha sido, sencillamente, mi fortaleza y mi sostén todos estos años, y yo, y toda su familia, y este y muchos otros países, le debemos una deuda mayor de la que jamás reclamaría, o que nunca sabremos”. (Isabel II, 1997)
Hasta sus casi 96 años, su trabajo fue el de consorte, pero ser marido de Isabel II de Inglaterra no siempre resultó tarea fácil. Desde que la monarca asumió el trono, en 1952, el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, participó nada menos que en 22.191 actos públicos solo o junto a su mujer, pero siempre unos pasos por detrás de ella. Eso sí, sin morderse la lengua.
«¡Parece un pudding de ciruela!» exclamó cuando vio por primera vez a su hijo recién nacido, el príncipe Carlos. Y es que si por algo es famoso el duque de Edimburgo es por su incorrección política y sus sonadas meteduras de pata, que contrastan con la seriedad de su esposa. Muchos recuerdan su legendaria advertencia a un grupo de estudiantes británicos durante una visita de Estado a China en 1986: «Si siguen aquí más tiempo, acabarán con los ojos rasgados«, les espetó.


Ya entrado el nuevo milenio, durante un viaje a Australia, preguntó a un grupo de aborígenes si «todavía se arrojaban lanzas» y hace cuatro años afirmó en una clínica de Londres que «Filipinas debe de estar medio vacía» porque «todos» están en los hospitales británicos. A los medios les divertía el tono desenfadado del príncipe consorte, aunque los conocedores de palacio afirman que sus ironías siempre van acompañadas de un guiño de ojos.
Nacido el 10 de junio de 1921 en Corfú como príncipe de Grecia y Dinamarca, Felipe tenía 18 años cuando conoció a la entonces princesa Isabel, un lustro menor y heredera al trono británico. El cadete era un joven alto, elegante, rubio y de ojos azules, y al parecer fue amor a primera vista. Pero el día que cambió su vida fue el 20 de noviembre de 1947, dieron se dio el «sí» ante el altar de la abadía de Westminster.


«Desde 1947 lleva la vida que lleva porque se casó con la mujer que se casó», escribió su biógrafo, Gyles Brandreth.
Pero emparentarse con esta casa real también le costó lo suyo: antes de la boda tuvo que renunciar a su nacionalidad y a su apellido, que pasó del alemán Battenberg a Mountbatten.


A cambio, el rey Jorge VI lo nombró duque de Edimburgo y recibió el título de «alteza real». Tardaría una década en ser reconocido como príncipe del Reino Unido, después de un tormentoso período que casi condujo a la separación de la pareja.
La segunda fecha decisiva para Felipe fue la coronación de Isabel II, en 1953, cuando él comenzó su carrera como el consorte que camina dos pasos detrás de su mujer. En 2009 años, el príncipe batió el récord del consorte que más tiempo ha ejercido como tal en la historia de la monarquía británica, habiendo superado a la reina Carlota, esposa de Jorge III.


Tras la coronación, Felipe también tuvo que renunciar a su puesto en la Marina británica, en la que había servido durante la Segunda Guerra Mundial. «Sinceramente, hubiera preferido quedarme en la Marina«, confesó en uno de los momentos más duros según la experta en monarquía Karen Dolby. Sobre todo al comienzo, no le agradaba mantenerse en un discreto segundo plano. «Yo no soy aquí más que una maldita ameba», se quejó presuntamente en cierta ocasión.
Con todo, pese a crisis como los divorcios de tres de sus cuatro hijos o la muerte de la princesa Diana, y los rumores de infidelidad que rondaron en los años 50 y 60, el matrimonio de Felipe e Isabel se consideró ejemplar y en palacio siempre afirmaron que a la reina le seguían brillando los ojos cuando él aparece aún después de 70 años juntos.


«Se la ve con menos tensión, más relajada y feliz«, señalaban los biógrafos. E Isabel II nunca se cansó de repetir el gran apoyo que Felipe significó en su larga vida. «La reina tiene la corona, pero es el príncipe quien lleva los pantalones», sostienen los expertos.
En su tiempo libre, al joven Felipe le gustaba jugar al polo, navegar, montar a caballo y volar, aficiones que dejó después de sobrepasar las nueve décadas. Además, contaba con una notable biblioteca y destacaba su compromiso con el medio ambiente y la juventud.
A los 98 años, la pandemia del coronavirus le obligó a dejar su adorada casita de Wood Farm para confinarse con Isabel en el Castillo de Windsor, unos largos meses de encierro que, según personas del círculo real, ayudaron a reunir a la pareja y redescubrir la felicidad.