Hace 85 años: un premonitorio incidente en el funeral de Jorge V de Inglaterra


El 28 de enero de 1936, el rey Jorge V de Gran Bretaña fue sepultado en la ancestral capilla del Castillo de Windsor junto a numerosos de sus antepasados. El monarca había fallecido en la finca real de Sandringham y su cuerpo permaneció en una pequeña capilla de esa propiedad durante unos días hasta su traslado a Westminster Hall, en el Parlamento, en Londres, para ser velado mientras miles de personas hicieron enormes filas para rendir homenaje.

Fue durante el traslado de Sandringham a Londres donde ocurrió un incidente que muchos considerado un mal presagio para la monarquía británica. Y lo relata el hijo mayor y sucesor del rey, Eduardo VIII: “El tren real llegó aquella tarde de invierno a la estación de King’s Cross, en Londres. Los familiares seguimos al enlutado armón de artillería por las calles, por Trafalgar Square a Westminster. Aquel sencillo desfile familiar por Londres fue quizás más impresionante que el cortejo oficial del día del entierro, y en especial recuerdo un curioso incidente ocurrido en el camino y advertido por pocas personas”.

Eduardo continuó su relato: “La corona imperial, sobrecargada de piedras preciosas, había sido sacada de la vitrina en que se guarda en la Torre de Londres y colocada sobre la tapa del féretro, encima del estandarte real doblado. A pesar de que el armón tenía llantas de goma, los saltos del pesado vehículo debieron hacer que se desprendiera la cruz de Malta de lo alto de la corona -que tiene incrustado un zafiro cuadrado, ocho diamantes de tamaño mediano y ciento noventa y dos diamantes pequeños. Porque, de pronto y con el rabillo del ojo, vi danzar en el pavimento un destello luminoso”.

“Mi instinto natural me impulsaba a agacharme y recoger la joya, para que no se perdiera para siempre algo equivalente al rescate de un rey”, prosigue el relato real. “Pero un sentimiento de dignidad me frenó, y continué caminando resueltamente. Por fortuna, el sargento mayor de la compañía que iba detrás de las dos filas de granaderos a uno y otro lado del armón, había presenciado también la caída de la joya. Rápido como el relámpago, sin apenas perder un paso, se inclinó, recogió la cruz y se la echó en el bolsillo. Fue uno de los actos más sagaces que yo haya presenciado jamás. Parecía extraño que eso hubiera ocurrido, y aunque no soy un supersticioso, pensé si no sería un mal augurio”.

Eduardo VIII, meses más tarde conocido como el duque de Windsor, pasó toda su vida preguntándose si ese incidente no fue una premonición de la tormenta que la monarquía viviría bajo su corto reinado: diez meses después, tras haberse enfrentado al Establisment y haber provocado una crisis constitucional sin precedentes, el joven rey soltero abdicó estruendosamente al trono porque deseaba casarse con su amante estadounidense y dos veces divorciada, Wallis Simpson. “No puedo reinar sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo”, dijo en su discurso de abdicación. El fallecido rey Jorge había pasado los últimos años de su vida atormentado por su heredero: en su lecho de muerte llegó a balbucear: “Cuando yo muera, este muchacho arruinará todo en un año”.

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