Alguna vez Mark Twain escribió que “el perdón es el aroma que deja la violeta en el talón que la ha aplastado” y si alguien encarnó en vida este principio fue, en el siglo XVII, Louise de La Valliere (1644-1710), la llamada “pequeña violeta escondida”, que desde la adolescencia, perfumó el lecho del Rey Sol no sólo en las sombras sino también -a su pesar- a la luz del día.
Hija de la pequeña nobleza rural del interior de Francia, fue educada con exquisitez en la corte del inquieto Gastón de Orleans, tío del rey, entre tutores y juegos con las mismas hijas de Monsieur, pues el padrastro de la niña se convirtió en mayordomo del palacio de Gastón, de modo que era de desear para Louise, un matrimonio muy conveniente.
Rubia, delicada, con rasgos armónicos -lo que en la época era lo mismo que belleza- y dulces ojos azules, Louise poseía encanto, pero no solo eso: también candidez y un corazón auténticamente bondadoso en el que la envidia, la ostentación o la intriga jamás tuvieron lugar. Esos rasgos precisamente, la convertirían en la “violeta escondida entre la hierba” -como escribiría Madame de Sevigny años más tarde- pero de inocultable fragancia. Desgraciadamente, las violetas llegan a su plenitud en los prados silvestres, no en los jardines palaciegos bajo el sol radiante y sobre esta violeta precisamente, caerá el Rey Sol apenas florecida.
Louise en la corte de Felipe de Orleans

En 1661, la princesa Enriqueta de Inglaterra (llamada familiarmente “Minette”) contrajo matrimonio con su primo Felipe, el duque de Orleans y hermano de Luis XIV. Este joven, que había sido criado a propósito por su madre casi como una niña para evitar que en el futuro conspirara contra su hermano rey, no sentía demasiada inclinación hacia su esposa, de modo que la apasionada adolescente encontró en el corazón -y el lecho- de su cuñado, el sitio que había dejado vacante María Mancini meses atrás.
Pero el romance que inició secreto, se tornó chisme público incluso para la flamante esposa del rey, la española María Teresa de Austria. La reina Ana advertía, amonestaba, imploraba discreción, pero el Rey no quería cortar su relación. Mas, como amaba a su madre, ideó con su amante un plan. La recién llegada dama de honor de Minette, Louise de la Valliere, inocente e ignota en la corte, sería cortejada por el Rey sólo para calmar las habladurías y seguir frecuentando las habitaciones de su cuñada.
El plan parecía perfecto, toda la Corte lo creyó, incluso los mismos implicados. Louise que había nacido para amar a uno solo y entregar su corazón por entero se obnubiló con las atenciones del rey, pero no por deseo vano de galantería cortesana ni para mostrar sus logros como el premio a su astucia y coquetería. Nada más alejado de su espíritu.
Louise era una muchacha cándida y entregó su virginidad adolescente a quien consideraba el hombre de su vida. Benedetta Craveri dice que “amó al rey, pero no a la realeza”. Y si en su conciencia pesaba el pacado de yacer con un hombre casado, el deseo de obedecer a la voluntad de su amado le impedía reaccionar y alejarse. Era, como en los años de María Mancini, la época de la novela rosa de la que todos los corazones apasionados deseaban sentirse protagonistas y Louise vivió su propia novela de amor, aunque a diferencia de María, volvió pronto a la realidad.
Una víctima del “Asunto de los venenos”

El rey se enamoró de la cortesana y Minette pagó caro las consecuencias de sus travesuras con Luis. El rey la abandonó pues era Louise y solo ella -en principio- la dueña de su corazón sin que por eso dejara de frecuentar el lecho de su esposa. Y por más que María Teresa descubrió el romance y odió con furia a su rival, el rey ignoró sus quejas. Tanto que, en la misa ante los restos de su madre, la reina Ana, La Valliere -como se le llamaba en la Corte- fue obligada a ocupar el lugar de honor sentada junto a la esposa del rey. Luis por fin, exponía lo que todos sabían que sucedía en las sombras. A duras penas pudo la joven disimular su angustia y vergüenza.
Pero la violeta que era feliz escondida, no resistió la luz del sol, mucho menos la de un rey que se consideraba el Sol. Él continuó colmándola de atenciones cada día y cada noche y de esas noches nacieron uno tras otro, sus cuatro hijos con el rey. Como los embarazos evidenciaban su estado, trataba de pasar desapercibida en los últimos meses de cada uno. Pero con el último de sus hijos, ya era tan conocida su situación, que lo vivió con enorme angustia pues las miradas de rencor, las burlas y los chismes se le hacían particularmente dañinos. Cuando sintió que estaba por llegar el momento de dar a luz, se retiró a sus habitaciones con total discreción. Media hora después del parto, ya estaba lista para la cena sin que nadie se percatara de nada.
Era, sin saberlo, dueña de una fortaleza a toda prueba. Podría haberse impuesto, podría haber movido piezas de la corte a su antojo, podría haberse vengado de quienes querían verla destruida pero no. Aunque lo peor, aún estaba por llegar.
Hacia 1666 una nueva dama apareció por los pasillos de Versalles, derrochando tanta belleza como seguridad y astucia: era Athénais de Rochechouart, Madame de Montespan. Se propuso ser la única favorita del rey y no paró hasta conseguirlo. Para eso, buscó aliadas, organizó intrigas y hasta supuestos encantamientos, ritos de brujería y el famoso asunto de los venenos a fin de mantener definitivamente al rey a su lado y de eliminar a cualquier otra opositora en el romántico corazón del rey. La Valliere fue uno de sus blancos predilectos: burlas, mentiras, humillaciones hirieron profundamente a Louise que soportó todo estoicamente. Hasta los venenos llegaron a su vientre, sin embargo, el destino tenía preparado otro camino para ella.
Poco a poco, el rey fue dejando a Louise de lado, no sin antes legitimar a los dos hijos que quedaban vivos y nombrarla Duquesa de la Valliére con un castillo para ella en obsequio. Ella se percató de ser -de aquí en más- una pieza secundaria en la escena de la Corte y de que ese título era el pago por sus servicios. Enamorada hasta la locura, había idealizado y encarnado el amor en un hombre fuera de lo común, un rey que se identificaba con el Astro Rey. Sus deseos de absoluto y de amor sin medida se habían enfocado en el ser equivocado. Era hora de rectificar el camino.
Un día decidió que no había vuelta atrás. Con el pretexto de curarse de un extraño mal -que no era otra cosa que un lento envenenamiento del que estaba siendo víctima- ingresó a un convento para religiosas. Luis rogó, lloró y envió emisarios a buscarla, entre ellos a Colbert, el superintendente de Hacienda. Louise regresó a palacio sólo porque él la llamaba. Cabría preguntarse si no volvió a ilusionarse ante los ruegos de ese amor. Estaba arrepentida profundamente de su vida licenciosa, quería rectificar, pero le faltaba determinación. Luis, tentado en su vanidad, sentía que podía competir con el mismo Dios por el amor de una mujer y se sintió triunfador.
Louise de la Valliere murió en un convento

Las risitas y burlas en Versalles no le dieron tregua: pensaron que era un ardid para volver la mirada del rey sobre ella. Tres años más de presiones y angustias de las que no podía soltarse por temor, porque si fracasaba era mujer y cortesana. ¿Dónde iría? Comenzó a recibir dirección espiritual y los consejos del mismísimo Padre Bossuet, quien la animaba a tomar la decisión a la vez que sanaba su alma atribulada.
Para el Partido de los Devotos (franceses que buscaban una política más coherente con los principios católicos y no tan partidaria del deber de Estado) era la oportunidad de exponer la decadencia de la corte a los ojos del rey y su camarilla. Para aquellos, Louise, cual oveja perdida, se apartaba de esa corte de hipocresía y lujuria para trascender.
Finalmente, en 1674 y con treinta años tomó la decisión y pidió consentimiento al rey para tomar los hábitos. Luis concedió su real permiso, pero la retirada se haría a su modo: debía marcharse con pompas y luces y despedirse en público. El rey galantemente, vertió algunas lágrimas. Luego, con verdadero arrepentimiento, Louise se echó a los pies de María Teresa y le rogó un perdón que la reina, emocionada, le manifestó habérselo concedido mucho tiempo antes. Fue el adiós definitivo.
Antes, escribió una reflexión de treinta páginas en las que expresaba cómo en su vida había sido testigo del perdón de Dios. Quizás por eso se convirtió en religiosa carmelita descalza con el nombre de Luisa de la Misericordia, dejando tras de sí, el aroma del perdón sobre aquellos que la habían dañado tanto.
Por fin la violeta oculta entre la hierba, encontraba su jardín propicio. Por fin ese deseo de amor exclusivo y duradero, de serena alegría sin estridencias ni egoísmos, colmaba para siempre el corazón de La Valliere, quien murió en el mismo convento treinta y seis años después.