A 120 años de su muerte: la verdadera historia de la reina Victoria y su caballerizo escocés


Los diarios de Victoria fueron sellados tras su muerte y la menor de sus hijas, la princesa Beatriz de Battenberg, se encargó de editarlos y destruir todo aquello que no era conveniente que el mundo supiera. Las fotografías que muestran a Victoria compartiendo con John Brown momentos de esparcimiento y cabalgatas fueron guardadas en los Archivos Reales del Castillo de Windsor y no fue hasta finales del siglo XX, un siglo después de la muerte de Victoria, cuando el nombre de John Brown tomó conocimiento público. Se lo mencionó en un libro -‘Victoria’s Highland Servant’, de Raymond Lamont-Browny (2000)- y en la película ‘Mrs. Brown’ (1997), en la que Judi Dench interpreta magistralmente a la reina. 

Unos años más tarde, el anciano historiador John Julius, vizconde de Norwich, afirmó que su amigo Sir Steven Runciman, le dijo en 1948 que mientras estaba investigando en los Archivos Reales de Windsor se topó con el certificado de matrimonio de la reina Victoria y John Brown. Runciman corrió a mostrárselo a la reina Isabel, esposa del rey Jorge VI, quien sin decir una palabra tomó el documento y lo quemó en una chimenea, con el objetivo de que ninguna prueba pudiera dar pie a controversias y causar daño alguno a la imagen de la Corona. El doctor Michael MacDonald, conservador de un museo escocés de Perthsire, llegó a asegurar que la reina no sólo se enamoró de Brown, sino que también se casó con él en secreto y dio a luz un niño. Multitud de cartas, junto a fotos, pinturas y regalos, que intercambiaron los amantes, fueron descubiertas en un altillo en Escocia, en la casa de una descendiente de Brown. Entre estos recuerdos, se halló una postal de San Valentín que rezaba: “A mi mejor amigo JB, de su mejor amiga VR”.

La reina y Brown se conocieron en vida del príncipe Alberto, cuando la reina compró el Castillo de Balmoral, en 1853, y la convirtió en residencia de su familia en Escocia. Brown, que tenía entonces veintiún años, seis menos que la reina, era el encargado de las labores de mantenimiento de la espléndida cuadra de caballos de Balmoral, pero al poco tiempo Alberto lo trasladó al servicio personal de la reina.

“Espontáneo y servicial, atento pero franco en el trato, la familiaridad que manifestaba en su trato con la soberana fue, de inmediato, la comidilla cortesana. De hecho, su trato desenfadado y despojado de protocolo ya le había ganado el afecto del príncipe Alberto, quien apreciaba el sentido del humor y los conocimientos de caza y pesca de Brown. Victoria, además, compartía con su caballerizo el gusto por la vida al aire libre y las cabalgatas que, tras la muerte de su esposo, se convirtieron en su mejor terapia”. [Pilar Queralt del Hierro, Los caballeros de la reina]

Cuando la reina enviudó y se encontró entonces sola para dirigir los asuntos de Estado, pero pronto recurrió a la única persona en la que tenía confianza, el criado Brown, un gigante, rudo y apuesto escocés. A las pocas semanas de la muerte del príncipe consorte, un clarividente le aseguró a la reina que podía ponerse en contacto con el príncipe Alberto. La reina le pidió que lo invocara, pero el médium indicó que el difunto príncipe sólo podía manifestarse a través de Brown. 

«¿Quién podía atreverse a semejantes osadías?«

Cegada por el dolor provocado por la muerte de su “querido Alberto”, Victoria se aferró a Brown y la familia real empezó a incomodarse por la presencia del criado en la vida de la reina y las hijas más jóvenes de la reina, probablemente desconocedoras de la verdadera relación, comenzaron a referirse a Brown, en broma, como “el amante de mamá”. 

“El ayudante de caza del príncipe se había convertido en el criado personal de la reina, el servidor del que nunca se separaba. La acompañaba en sus paseos en coche, la servía durante el día y dormía en la habitación contigua por la noche. A Victoria le gustaba su fuerza, su solidez y la sensación de seguridad física que le proporcionaba; le agradaba incluso su aspecto rudo y la tosquedad de su lenguaje. Permitía que la tratara con una familiaridad inconcebible en cualquier otra persona. Imponerse a la reina, mandarla de acá para allá, reprenderla, ¿quién podía atreverse a semejantes osadías? Sin embargo, cuando John Brown la trataba así, parecía que Victoria disfrutaba de verdad. Semejante excentricidad resultaba increíble; pero, después de todo, no parece tan insólito que una autocrática reina viuda permita que algún criado de confianza adopte hacia ella una actitud autoritaria rigurosamente prohibida a familiares o amigos: el poder de un subordinado, utilizado con habilidad psicológica, se convierte en el propio poder que el amo ejerce sobre sí mismo”. [Lytton Strachey, La Reina Victoria]

Victoria pasaba el día entero en compañía de John, ante la mirada escandalizada de los cortesanos más viejos y de mayor jerarquía. Según un biógrafo, Brown “no sedujo a mujeres, no aceptaba sobornos, vivía únicamente para la reina”. El hombre jamás la dejaba sola y hasta se tomaba ciertas libertades que resultaban asombrosas entre el resto del personal del palacio. Victoria le pedía consejos y lo consentía como recompensa por sus cuidados. John Brown podía retarla y hasta atreverse a darle una orden y solo él estaba autorizado a entrar en los aposentos de la reina sin llamar a la puerta o referirse a ella llamándola “wumman” (mujer). Cuando ella le preguntaba si estaba gorda, él le respondía sin reparos “Creo que sí” y aquella sinceridad y franqueza abarcaban también a los hijos de Victoria y a sus ministros. 

Con el tiempo, el “sencillo montañero” llegó casi a convertirse en una personalidad del Estado y no se podía negar la influencia que ejercía. Incluso el primer ministro Lord Beaconsfield tenía la amabilidad de incluir de vez en cuando en sus cartas a la reina sus atentos saludos “para Mr. Brown”. 

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“En la mente de Victoria, John Brown estaba ligado de una forma muy especial al recuerdo de Alberto (…) Para Victoria, el brusco, bondadoso y velludo escocés, por alguna razón misteriosa, era una herencia que le había dejado el difunto. Parece que incluso llegó a creer que el espíritu de Alberto se hallaba más próximo cuando Brown se encontraba cerca de ella. Muchas veces, cuando buscaba inspiración sobre algún complicado asunto de importancia política o doméstica, miraba fijamente, con profunda concentración, el busto de su difunto marido. Y también se observó que en otros momentos de vacilación similares la mirada de Su Majestad se clavaba en John Brown”. [Lytton Strachey, La Reina Victoria]

Al decir de ella, Brown era “la perfección hecha sirviente”, pero el hombre se ganó el recelo y el desprecio de algunos miembros de la familia real y del personal de la Corte, incómodos por los rumores sobre la excesiva confianza e influencia que tenía. Los chismes sobre el alcoholismo de Brown, un presunto matrimonio secreto y un hijo nacido en 1883, que hubo de ser enviado a Francia, estuvieron a punto de provocar un cataclismo institucional pero solo levantaron mordaces comentarios en la familia y la corte.

La pérdida de «un auténtico amigo»

Brown bebía mucho y su muerte prematura se debió al excesivo consumo de alcohol que hizo desde muy joven. Su muerte no pudo llegar en peor momento para Victoria. Era un hombre joven que no llegaba a los cuarenta años, y la posibilidad de perderlo había atormentado a la reina. Eran años terribles para la ella, que en 1878 había perdido trágicamente a su tercera hija, la princesa Alicia. Al año siguiente, el hijo único de la emperatriz Eugenia de Francia, a la que Victoria se había sentido muy unida, murió en la guerra contra los zulúes. Dos años más tarde, en 1881, la reina perdió a su fiel primer ministro Lord Beaconsfield y el uno de sus hijos menores, el príncipe Leopoldo, se hallaba gravemente enfermo. Brown murió en marzo de 1883 después de estar en coma y Victoria quedó desolada. “Esta mañana falleció mi buen y fiel Brown”, escribió en su diario. “Me siento terriblemente conmovida por esta pérdida, que elimina a una persona tan abnegada y consagrada a mi servicio y que hizo tanto por mi bienestar personal. Es la pérdida no sólo de un servidor, sino de un auténtico amigo”. 

Victoria envió una corona de flores con la frase “Un tributo de amor, agradecimiento, amistad y afecto eternos al amigo más sincero, al mejor y el más fiel”. En su memoria, hizo levantar un monumento en los bosques donde los amantes solían escapar de las miradas cortesanas. En la base del monumento, hay un epitafio de lord Tennyson: “Friend more tan Servant, Loyal, Truthful, Brave, Selfless tan Duty, even to the grave” (Amigo antes que sirviente, leal, sincero, valiente, desinteresado ante el deber, hasta la tumba). La reina, que durante meses no salió de su cama debido a la tristeza, ordenó poner todos los días una rosa fresca sobre la almohada donde había dormido su “mejor amigo”. En una carta al vizconde Cranbrook, descubierta un siglo más tarde, Victoria le asegura que “por segunda vez, la vida se ha vuelto más dura y triste de soportar al privarla de todo lo que tanto necesita” y le describe su “tristeza infinita por la pérdida del mejor y más entregado de sus sirvientes”. Victoria deseaba demostrar que el corazón de una reina no es inmune al amor.

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