El domingo 28 de junio, pese a los rumores de atentado, se decidió seguir con la visita oficial a la ciudad de Sarajevo. Nada más salir de las estación, el convoy de coches que trasportaba la pareja fue recibido con dos bombas de mano, que erraron su blanco pero dejaron heridos entre los espectadores y el séquito. La recepción en el ayuntamiento se llevó a cabo con toda la tranquilidad que se pudo pese a lo sucedido. Hubo cambio de planes, la visita seguiría, pero irían primero al hospital a ver los heridos.
Desafortunadamente, las nuevas ordenes no llegaron a los chóferes y de vuelta se equivocaron de calle. Al querer maniobrar y dar marcha atrás, la fatalidad hizo que se encontraran de bruces con uno de los terroristas, Gavrilo Princip. Bastaron solo dos tiros para matar a Francisco Fernando y a Sofía y torcer la Historia.
El día 29 de junio, a partir de las 11 y media de la mañana, mientras los cadáveres de la pareja yacían en la Konak, la residencia del gobernador, todas las campanas de Sarajevo repicaron señalando la muerte del archiduque y su esposa. Parecía que su tañer anunciaba ya la muerte de casi 20 millones de personas durante la Gran Guerra.
Durante el día siguiente la capilla ardiente fue instalada en el ayuntamiento de Sarajevo, congregando a los habitantes de la ciudad y sus alrededores. Al anochecer un tren llevó los féretros hasta la costa adriática donde el 30 por la mañana embarcaron en el crucero SMS Viribus Unitis, allí recibieron todos los honores militares, era la última honra de la Kriegsmarine hacia el archiduque, que siempre se había mostrado partidario de mejorarla.

Mientras tanto, cerca de Trieste, en el castillo de Miramare, permanecían los tres hijos de la pareja, a la espera de pasar las vacaciones. Fue la madrastra de Francisco Fernando quien les dio la trágica noticia: ahora eran huérfanos. Sus padres habían partido de Trieste el día 25, ahora, al atardecer del día 1 de julio lo que llegaron fueron sus féretros.
Allí recibieron una vez más todos los honores posibles de las autoridades civiles y militares, con centenares de barcos congregados en el puerto, banderas a media asta y salvas de artillería. Luego fueron transportados a un tren especial recubierto de crespones negros rumbo a Viena.
Casi un día después, al anochecer del día 2, los restos mortales llegaron a la Südbahnhof de la capital. Allí terminaba la jurisdicción del Ejército y empezaba la del príncipe de Montenuovo, el Obersthofmeister. Allí empezaron también las humillaciones. El príncipe se las había arreglado para que el tren fúnebre llegara a Viena bien entrada la noche, así se podrían evitar procesiones y aglomeraciones.
Ningún miembro de los Habsburgo estaba presente en el andén, a excepción del archiduque Carlos, el sobrino de Francisco Fernando y, muy a su pesar, nuevo thronfolger. Fue el único miembro de alto rango que acompañó los féretros hasta el Hofburg, donde fueron instalados en la pequeña Hofburgkapelle. A la mañana siguiente se permitió a la gente común dar su último adiós a la pareja, pero solo de 8 de 12 de la mañana, cosa que frenó a muchos por el temor a grandes colas.
Los que pudieron entrar vieron con disgusto como el rígido protocolo se aplicaba a la pareja incluso después de muertos. El ataúd del Francisco Fernando era más suntuoso y estaba colocado 30 centímetros más alto. Además en su parte frontal se habían colocado sus condecoraciones, su sombrero de general, el de almirante y su espada ceremonial. Delante del ataúd de Sofía, sin embargo, habían solamente un par de guantes y un abanico, referencia burlona a que en su vida solo había sido una dama de compañía y nada más.
A las doce del mediodía en punto, se cerraron las puertas de la capilla al público, sin que muchas de las 50.000 personas que se habían desplazado al centro de la ciudad hubieran podido entrar. No fue hasta las cuatro de la tarde cuando empezó el funeral, al que no asistió ningún líder extranjero.
Sus hijos no pudieron decir “adiós”

Tras la noticia de la muerte del archiduque, la mayoría de monarcas y dirigentes esperaban una gran ceremonia pública, el Káiser, especialmente entristecido, esperaba que el último adiós a Francisco Fernando pudiera servir también como una especie de conferencia informal sobre las tensiones en los Balcanes. Pero el príncipe de Montenuovo envió una nota a las distintas cortes europeas y gobiernos rogando que los monarcas y dirigentes no asistieran al funeral, que se trataba de una ceremonia íntima y familiar. Se llegó a decir que había riesgo de un atentado terrorista y que el rey Carol I de Rumanía fue elegantemente frenado cuando estaba apunto de cruzar la frontera.
Los embajadores observaron, pues, con disgusto, la mezquindad de la disposición de los féretros y que entre las miles de coronas de flores enviadas no había ninguna de la Familia Imperial, a excepción de la de la princesa Estefanía de Bélgica, la viuda del archiduque Rodolfo. Quizás fuera ella la única que lamentaba de verdad la muerte de la pareja, pues al fin y al cabo ellos habían logrado lo que ella, con su prestigioso matrimonio de estado, jamás consiguió: la felicidad conyugal.
Con la asistencia de la Familia Imperial y de los embajadores extranjeros, el servicio fúnebre duró apenas un cuarto de hora. Ninguno de los hijos de la pareja pudo asistir, el protocolo no lo permitía pues solo eran hijos de un matrimonio morganático, no tenían ningún rango en la Familia Imperial. Una vez concluido el servicio, la capilla permaneció vacía hasta el anochecer, pues los féretros debían partir tal y como habían llegado, en la oscuridad.
Tradicionalmente, los Habsburgo eran enterrados en la Kaisergruft (Cripta Imperial) de Viena, pero, sabiendo Francisco Fernando que Sofía no podría ser enterrada junto a él, se vengó de todas las humillaciones ordenando en su testamento que ambos fueran enterrados como iguales en la cripta de su castillo de Artstetten. Pero las humillaciones no habían terminado.
Un cortejo fúnebre casi clandestino
Así pues, mientras oscurecía y con las calles semi-desiertas, el cortejo fúnebre abandonó el Hofburg. El embajador ruso recuerda que cuando el cortejo avanzaba por las calles de Viena, la gente lo observaba con más curiosidad que tristeza y que a los lejos se podían ver las luces del Parque de Atracciones del Prater a pleno funcionamiento. El príncipe de Montenuovo había logrado que el día del funeral de Francisco Fernando trascurriera prácticamente como un día normal, en el que ni siquiera los parques de atracciones cerraron en señal de luto.
Desoyendo las indicaciones de la policía, un grupo de aristócratas, liderados por el archiduque Carlos y por el conde Chotek (hermano de Sofía), insistió en acompañar los féretros hasta la Westbahnhof. Allí el vagón fúnebre fue enganchado a un tren de mercancías de transportaba leche. El tren llegó al pequeño pueblo de Pöchlarn, a unos 100 kilómetros al oeste de Viena en medio de una gran tempestad. En la modesta sala de espera de la estación se realizó otro servicio fúnebre, por los párrocos del pueblo, luego los féretros fueron cargados en un ferry en medio de una lluvia torrencial y a punto estuvieron de caer al Danubio cuando los caballos se asustaron por los relámpagos.
Después de un breve recorrido por el río, y de un largo trayecto por los caminos embarrados, los restos de Francisco Fernando y Sofía llegaron a Artstetten hacia las dos de la madrugada. Tras un último servicio fúnebre, con la presencia de sus hijos y de la madrastra y hermanastras de Francisco Fernando, ambos fueron enterrados en dos sarcófagos idénticos de mármol blanco.

Las ironías de la Historia han querido que cuando Francisco Fernando y Sofía descansaron por fin, Europa empezara a agitarse y a resbalar hacia una guerra civil cuyo fin no llegaría hasta 1945. Dichas ironías, también han querido, que Artstetten viviera casi con una anodina tranquilidad el paso de ambas guerras (a pesar de confiscaciones y restituciones).
La historia de Francisco Fernando es la de un emperador que pudo ser y no fue, es la de un archiduque al que todo el mundo pareció aborrecer ya fuera por su conservadurismo o por sus ansias a de reforma, es la de un hombre que nunca cayó bien.
Su muerte no fue tan sentida como la del archiduque Rodolfo (1889), la de la emperatriz Sissi (1898) o la del emperador Francisco José I (1916); pero quizás alguien, al ver pasar el cortejo fúnebre, pudo intuir, que en realidad, estaba asistiendo al funeral de la Vieja Europa.
(*) El autor es historiador. Estudió historia del Arte en la Universidad Autónoma de Barcelona y ahora ha terminado un máster en gestión de museos y patrimonio en la Universidad Complutense de Madrid. Realizó sus prácticas en el Palacio Real de Madrid. Actualmente es autor del Blog Noches Blancas y de Patrimonio de la Corona, dedicados a la historia y el arte en época moderna y contemporánea. Puede seguirlo en Instagram.