Hace 145 años, el 29 de octubre de 1975, nació María, princesa británica que sería una de las soberanas europeas más destacadas del siglo XX.
Durante la Primera Guerra Mundial, la reina María de Rumania (1875-1938) se convirtió en un faro de fortaleza para los rumanos. La esposa del rey Fernando I -además, nieta de la reina Victoria de Inglaterra- recorrió campos de batalla, visitó ciudades destruidas y asistió a los heridos con una dignidad que la convirtió ante los ojos de los rumanos en la «Mamma Regina», la madre del pueblo. Ni siquiera la trágica muerte de su hijo menor, el príncipe Mircea, de tres años, restó horas de la dedicación de María a los rumanos.
María trabajó infatigablemente en hospitales de campaña aun a riesgo de contagiarse alguna enfermedad. Al regresar por las noches al palacio, se bañaba en agua hirviendo para matar los piojos que se contagiaba durante sus visitas a hospitales. La esposa del rey Fernando se negaba a usar guantes para mantener un contacto lo más directo posible con los enfermos más graves, por lo que su vida estuvo en constante peligro. Una enfermera dijo una vez que la reina era «nuestro talismán, cuya presencia nos inmuniza mejor que todas las vacunas».
«En su papel de ‘primera enfermera’ de su reino», escribe Jean Des Cars, «al que el horror de los campos de batalla y las terribles epidemias dieron una trágica importancia, su ejemplo no fue su único don. (…) Cuando las fatalidades -la invasión, la retirada, la hambruna, las epidemias, la traición de Rusia- se conjuraron entre 1916 y 1918 contra Rumania, debió enfrentar sin ninguna ayuda exterior, una situación que el mundo entero consideraba como desesperada. Y sin embargo, jamás mujer semejante fue más bella que bajo esa corona de diamantes negros… A la cabecera de los contagiosos, desafió la muerte cien veces».

A mediados de diciembre de 1916, María escribió en su diario personal que muchísimos rumanos acudían a ella implorándole ayuda y comida y, abrumada por todo aquello, tenía ganas de gritar «¡Basta, basta!», pero siguió adelante. Según la historiadora Julia Gelardi, «María se ocupó de las rondas del hospital con su consabido uniforme de enfermera y enfrentó con valentía el hedor y la sangre que la aguardaban cada día. Las rondas diarias se complicaron a causa de mortales brotes de tifus. La enfermedad, que se propagó con rapidez, no discriminaba a la hora de cobrar víctimas. Pero María continuó co las visitas, a sabiendas de que, en cualquier momento, podía abatirla la tan temida enfermedad…».
María creía que era necesario el contacto directo con los heridos, enfermos y moribundos para que pudieran experimentar, quizás por última vez, la calidez humana. Por las noches, la reina regresaba a palacio y se sumergía por completo en una bañera de agua hirviendo con la ropa puesta y las botas de montar, que era lo único que la salvaba de morir quemada. Finalmente, María de Rumania se quitaba la ropa y la arrojaba al agua hirviendo para matar los piojos que transmitían el tifus y que se adherían a las prendas.

Los soldados, los moribundos, los niños heridos y malnutridos vitoreaban a la reina con reverencia y admiración, agradecidos por su valentía. Era «Mamma Regina», la madre reina de Rumania. En cierta ocasión, la reina visitó a un soldado herido que estaba a punto de morir y quedó perpleja: ante ella yacía un hombre gravemente herido, con las vendas empapadas de sangre. Cuando le anunciaron que la reina María estaba a su lado, el hombre, que ya no podía ver, estiró las manos hacia María y dijo sus últimas palabras: «Que el Gran Dios te proteja, que te deje vivir para convertirte en emperatriz… ¡Emperatriz de todos los rumanos!«
«Todos venían a verme…», escribió ella en su diario. «… y cada uno tenía alguna protesta o una queja… Yo debía tratar de no perder la cabeza. Yo misma era una refugiada sin casa propia, con la mayor parte de mis posesiones mundanales en Cotroceni, y lo que tenía conmigo estaba embalado en grandes cajones en el tren… Yo, la reina, no tenía adónde ir, de modo que mal podía ayudar a alguien». En esos momentos de desesperación, la reina plasmó en sus diarios una oración que la ayudaría a superar la desgracia: «Tú has hecho brillar mi rostro ante los humildes de este mundo, Tú me has puesto la púrpura sobre mis hombros, una corona en mi cabeza, y me has encomendado que las use como si no fueran un fardo… ¡Por lo tanto, te invoco, oh Dios! Dame fuerza para encarar cualquier destino, vencer cualquier temor, enfrentar cualquier tormenta… Y si alguien me recuerda en esta tierra, Señor, que me vean con la sonrisa en los labios, un don en la mano y en mis ojos la luz de esa fe que mueve las montañas».
Cuando yacía enferma en su lecho de muerte, en 1938, la reina María escribió una extensa y conmovedora carta de adiós a todos los rumanos: «Cuando leas estas líneas, pueblo mío, yo ya habré cruzado el umbral del silencio eterno… Sin embargo, a causa del gran amor que siempre te he tenido, quiero hablarte una vez más… Tenía diecisiete años cuando llegué a ustedes; era joven e ignorante, pero estaba muy orgullosa de mi país de origen y todavía lo estoy: estoy orgullosa de haber nacido en Inglaterra, pero cuando acepté por completo la nueva nacionalidad, tuve que esforzarme mucho para convertirme en una rumana digna de tal nombre.
«Al principio no fue tarea sencilla. Yo era una extraña en una país extraño, sola entre desconocidos… una joven princesa tiene que viajar para convertirse en la princesa de otro país que la convoca. Me convertí en la princesa de de los rumanos en la alegría y en el dolor. Cuando miro atrás, es difícil decir qué fue más grande, la alegría o el dolor. Creo que la alegría fue más grande… pero la tristeza fue muy larga. (…) Te bendigo, mi querida Rumania, tierra de mis alegrías y mis dolores, hermoso país que vive en mi corazón… Hermoso ´país que vi unificado y con el que compartí la suerte durante treinta años; también soñé el sueño ancestral… que siempre seas grande e íntegra… Y ahora, me despido para siempre… recuerda, pueblo mío, que te amo y te bendigo con mi último aliento. María».
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