Emperador de Alemania y Rey de España, Carlos V se quitó la corona para vivir entre monjes y esperar la muerte como un santo. Su existencia, sin embargo, estuvo rodeada de lujos.
La apacible y silenciosa vida del Monasterio de San Jerónimo, en Yuste, España, se vio trastornada de la noche a la mañana un día de 1557, cuando llegó a sus puertas Carlos V (1500-1558), que había abdicado como Emperador de Alemania y Rey de España para vivir entre los monjes de la comunidad y esperar la muerte…
El hijo de Juana «la Loca», reina de Castilla, y de Felipe «el Hermoso» de Austria estaba cansado: “Nueve veces fui a Alemania la Alta, seis he pasado en España, siete en Italia, diez he venido aquí a Flandes, cuatro en tiempo de paz y de guerra he entrado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos fui contra África, las cuales todas son cuarenta, sin otros caminos de menos cuenta, que por visitar mis tierras tengo hechos. Y para esto he navegado ocho veces el mar Mediterráneo y tres el Océano de España, y agora será la cuarta que volveré a pasarlo para sepultarme”.
Digno hijo de Juana, el melancólico emperador se sentía cerca de la muerte a los 55 años.

“¡Verdaderamente el emperador se ha vuelto loco!”, exclamó el papa Pablo IV al enterarse que su majestad imperial se retiraría del mundo, en una época en que las abdicaciones no eran comunes ni bien vistas. El 25 de octubre de 1555 Carlos V abdicó y de inmediato escribió a los monjes de Yuste: “Deseo retirarme entre vosotros a acabar mi vida y por eso querría que me labrásedes unos aposentos en San Jerónimo de Yuste”.
Junto con la carta, el emperador les enviaba también un plano del palacio que deseaba que se construyera. Carlos V pidió que su alcoba (por supuesto, con cama con dosel, sillones tapizados con fino terciopelo, jarrones y alfombras) tuviera acceso directo con la iglesia de modo que pudiera oír la misa cuando estuviera enfermo.
Un monje que vive como emperador

Los monjes tuvieron que adecuar las austeras habitaciones del monasterio para acomodar dignamente al emperador y a una comitiva de 50 cortesanos. De pronto, el lugar se convirtió en un auténtico palacio, repleto de candelabros, estufas, esculturas, cuadros y fuentes.
El 3 de febrero de 1557, Carlos V llegó a Yuste y las campanas de la iglesia doblaron en su honor, pero el emperador hizo silenciarlas: “He dejado de ser emperador”. Sin embargo, el retiro del antiguo “Señor de Dos Mundos” dentro de un monasterio no fue sencillo y humilde, como se exige a los hombres que dedican su vida a Dios.
«El edificio destinado al emperador había sido construido sobre el flanco de este monasterio, situado en una zona particularmente salubre«, escribe el historiador Carlos Fisas. «El edificio estaba compuesto de ocho salas cuadradas. La mitad en la planta baja con un corredor que conducía a un gran jardín donde se habían plantado naranjos, limoneros y flores olorosas (…) Sabiendo lo sensible que era al frío se habían instalado grandes chimeneas en las estancias destinadas al emperador».

Casi a diario, Su Majestad comenzó a celebrar grandes y alegres banquetes en los que fluía la cerveza y se servían comidas importadas desde todas partes del mundo: fiambres, ostras, sardinas, salmones, truchas, salchichas picantes, bacalao, mariscos, pollo, café, chocolate, chorizos, etc. Así lo relata Robert Courau en su libro ‘Historia pintoresca de España’:
«Los primeros días en Yuste fueron melancólicos, obsesionados sobre todo por el sentimiento de haber ‘debilitado su reputación’ al no haber abdicado inmediatamente después de su victoria sobre el ejército de los príncipes luteranos; reprochándose el haber conservado el poder cuando se acercaba a los cincuenta, repetía con amargura: la fortuna sólo ama a los jóvenes. Pero no tarda en rehacerse, recurriendo al tónico más eficaz: un ritmo invariable de vida.
«Se levanta al amanecer, reza con su confesor, se entretiene después con el mecánico relojero, rodeado de relojes, de lentes y de diversos instrumentos de física. Hacia las diez llega el barbero y los ayudas de cámara, con lo que empieza la jornada oficia. Cuatro misas (por su padre, su madre, su esposa y por él mismo) y una meditación piadosa, un eventual ensayo de la escolanía del convento y la lectura de algunos despachos. Llega después la hora más esperada: la de la comida.

«Con gran acompañamiento de especias, Carlos devora con el mismo apetito que en su juventud, gozando de las especialidades regionales, nuevas para él, como cierta variedad de perdiz conservada a base de echarle orina en el pico; mientras come, escucha distraídamente la conversación de sus intelectuales. A veces está invitado en su mesa algún huésped de categoría llegado a Yuste a pesar de las dificultades del camino; pero muy pronto se aventurarán hasta allí algunos miembros de su familia.
«(…) Al cabo de quince meses de estancia en Yuste, la salud del ilustre ermitaño, hace tiempo bastante precaria, prematuramente avejentado, declina visiblemente. Torturado por sus habituales enfermedades, ahora sufre unos temblores que lo dejan helado de la cabeza a los pies. Poco eficaces resultan las tisanas de diversas y raras esencias que su médico le administra, y los baños de vinagre y agua de rosas que toma por consejo suyo para ayudar a sus piernas atacadas por la parálisis. De la misma eficacia son los numerosos talismanes medicinales con los que se cubre para «alejar la enfermedad»: piedra azul contra la gota; piedras engarzadas en oro, contra las llagas supurantes; brazaletes y anillos de oro contra las hemorroides».
Planes para una muerte esperada

El emperador que vivió como un monje murió el 21 de septiembre de 1558, momento para la que se había estado preparando durante tiempo. Consciente de que le quedaba poco tiempo en este mundo, en los últimos meses había hecho celebrar sus funerales en vida y, acostado solemnemente en un ataúd, oía con devoción las oraciones por su alma.
Según la leyenda, el emperador se vestía con la ropa que quería usar en su paso al más allá y se acostaba dentro del féretro mientras los monjes entonaban letanías y oraciones de luto y las campanas de Yuste tañían a muerte. Aunque no se sabe con certeza qué tanta verdad hay en todas estas historias, sí es cierto que don Carlos dejó una larga lista de especificaciones, detalladas y enumeradas, sobre sus exequias. Durante los meses previos, se celebraron funerales a modo de ensayo y se entonaba la vigilia de los difuntos con el muerto todavía vivo aunque agonizante.
Al fallecer el emperador, la iglesia del monasterio fue revestida por completo con cortinajes negros, y un gran catafalco con el ataúd fue colocado en el centro del templo. El funeral duró tres días y tres noches de misas continuas y rezos hasta que don Carlos fue sepultado bajo el altar de la iglesia. La última voluntad del emperador era ser sepultado bajo el altar mayor, de modo que el sacerdote pisara “sus pechos y su cabeza mientras oficia” la misa.
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