El trágico amor de juventud de Federico el Grande


Obligado a contemplar la ejecución de su amado

El rey pretendió juzgar en una corte marcial a su propio hijo y a su amigo, pero el tribunal militar se negó a procesar al príncipe Federico, alegando que los hechos eran asuntos de familia. En principio, el teniente Von Katte fue condenado a prisión perpetua, pero Federico Guillermo I, que buscaba revancha, rectificó personalmente el veredicto del juzgado y ordenó que el amante de su hijo fuera condenado a muerte. Para que el castigo por su traición no fuera olvidado jamás por el kronprinz, éste fue obligado por el rey a presenciar la decapitación de Von Katte el 6 de noviembre de 1730.

Desde la ventana de su celda de Krustin, el príncipe Federico le envió un tierno y último beso a Von Katte antes de que este fuera ejecutado. Uno de los guardias, siguiendo la expresa orden del rey, sostuvo firmemente la cabeza del príncipe Federico para que este no se perdiera aquel doloroso momento. Cuando la cabeza de Von Katte rodó por los suelos, el príncipe perdió el conocimiento durante horas y despertó, más tarde, sobre el suelo de la celda en la que perteneció durante los siguientes doce meses.

De príncipe rebelde a «buen servidor, vasallo e hijo fiel»

Federico permaneció como prisionero de su padre hasta los veintiún años. El trato recibido en la fortaleza de Krustin no era distinta de la que recibía un preso común. Fuertemente vigilado, los soldados lo humillaban constantemente y le serían la comida despedazada sobre el suelo. Por orden del monarca, nadie debía entablar contacto ni diálogo con el príncipe a menos que quisiera pagar con la cárcel o con su vida. El 9 de diciembre de 1731 le fue comunicado que el rey le había concedido la libertad a cambio de un juramento de obediencia absoluta “como buen servidor, vasallo e hijo fiel”.

Delgado a causa de su mala alimentación y pálido por casi no ver el sol durante un año, el príncipe Federico se le escribió una carta su padre anunciándole que acataría el juramento: “Te agradezco con la mayor sumisión haberme permitido dirigirte esta carta y asegurarte de mi humilde respeto, y te testimonio que haré cualquier cosa para satisfacer tus órdenes. Verás que tengo el deseo de rehabilitarme en todos los aspectos en cuanto sea posible. Espero que, después de haberte mostrado como un juez justo respecto de mí, me abrirás también tu corazón de padre”. Una vez puesto en libertad, el príncipe prestó juramento y rindió pleitesía ante el rey Federico Guillermo, quien, acto seguido, le comunicó que, a cambio de su libertad y de una pensión digna, debía casarse con la duquesa Isabel Cristina (1715-1797), hija menor del duque Fernando Alberto II de Brunswick-Wolfenbüttel.

El día de la boda, celebrada el 10 de marzo de 1732, Federico simuló con tanta fidelidad el cariño, que el rey creyó que “los prometidos estaban muy enamorados”. El príncipe sólo pasó una hora en el dormitorio de su mujer, el tiempo justo para consumar el matrimonio, y nunca volvió a tener intimidad con ella. “Se me quiere hacer enamorar a bastonazos”, se quejó el príncipe ante Grumbkow. “Mas como yo no tengo alma de asno, dudo que con ello se obtenga algún resultado”. Aunque se había casado contra su voluntad, Federico convivió apaciblemente con su esposa, a quien trató siempre con respeto: “Tendría que ser yo el más abyecto de los seres para no estimar sinceramente a mi esposa, ya que no sabe qué inventar para procurarme placer”. Tras la muerte de su padre, Federico se separó de su esposa, a quien confinó a un estricto pero digno destierro en un castillo bastante alejado de Berlín. Nada personal: al rey no le interesaba ninguna mujer.

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