“En tales circunstancias, las relaciones entre padre e hijo se volvieron insufribles. Federico Guillermo quiso someter a su hijo y lo trató con dureza, primero, delante de la servidumbre y, luego, de los oficiales y los generales. La aversión a su hijo y su preocupación por la supervivencia de la monarquía eran tan graves que pensó en hacer renunciar a Federico y posponerle a su hermano más joven, Augusto Guillermo. A esta época se refería el príncipe cuando escribía a su hermana: ‘He vivido la experiencia amarga de que tener al padre hostil es lo peor que puede ocurrir en el mundo’”. [Ingrid Mittenzwei, Federico II de Prusia, una biografía]
En 1727, al ver que la actitud filosófica, culta y refinada de su hijo no había cambiado (“ocupaciones femeninas” en sus propias palabras), Federico Guillermo lo sometió a una constante vigilancia de cuatro oficiales de la guardia, que debían informar al rey sobre absolutamente todos los pasos que daba el kronprinz. Uno de esos guardias debía incluso dormir en la misma habitación del príncipe, junto a su cama, y todos estaban amenazados de pagar con su vida la más mínima desobediencia de Federico. El rey ordenó a los tutores del príncipe que le “inspiraran el odio” hacia la música, el teatro, la poesía y otras “tonterías”. Las cosas llegaron a tal punto que, en una ocasión, el príncipe le escribió una carta a su padre en la que le imploraba comprensión.
La respuesta del rey no se hizo esperar, aunque lo hizo en tercera persona, como muestra de desprecio: “Cabeza perversa y obstinada, que no ama a su padre, puesto que cuando se ama al padre se hace lo que él quiere, no sólo cuando está adelante sino cuando no lo puede ver todo. Además, ya sabe que no puedo soportar a un presumido afeminado que carece de toda inclinación humana, que no sabe cabalgar ni disparar, que es sucio y lleva el cabello despeinado como un loco y sin cortar, todo lo cual le he repetido mil veces sin fruto alguno. Además, es soberbio, altanero, no habla con nadie y no es popular ni afable, hace muecas con la cara, como un demente, y no cumple en nada mi voluntad si no es por la fuerza y no por amor, y no se complace sino en seguir los dictados de su capricho”.
En 1730, el rey comenzó a conversar con sus diplomáticos con el objetivo de pactar el matrimonio de su hijo con la princesa Amalia de Inglaterra, a pesar de que el joven se mostraba absolutamente desinteresado. Enterado de los planes matrimoniales, el kronprinz se rebeló, y con la ayuda de un amigo muy querido, el teniente Hans Hermann von Katte, y de su paje Peter Christoph von Keith, planeó abandonarlo todo y huir a Inglaterra, donde sería libre de la opresión paterna, de los deberes de Estado y, sobre todo, de tener que casarse con una mujer. Quería vivir en Inglaterra, bajo la protección de su primo el rey Jorge II, para cultivar su pasión por las artes y disfrutar libremente de la compañía de Von Katte, a quien había conocido mientras recibía entrenamiento militar. Apuesto, rubio, de encantadora presencia, y ocho años mayor que el Kronprinz, Von Katte era un apasionado por las artes (especialmente por la poesía) y pronto se convirtió en el compañero inseparable de Federico. Pero éste ignoraba que el rey le seguía los pasos mediante una sofisticada red de espías. Alertado por sus cómplices, el 4 de agosto de rey ordenó que su hijo fuera encerrado en la Fortaleza de Küstrin, en un calabozo sin luz, justo antes de que éste escapara de Berlín.
“[El rey] no tardó en ordenar que se investigase el enredo. Arrestó a su hijo y a Katte y, poco después, a los tenientes Johann Ludwig von Ingersleben y el barón Alexander von Saten, así como a la hija del rector de Potsdam, Doris Ritter, que tenía diecisiete años y había tonteado románticamente con el príncipe, lo cual la situó bajo la acusación de haber intrigado contra el rey, tan infundada como la dirigida contra aquellos oficiales (…) Los tenaces enemigos de Federico, Grumbkow y Gruber, fueron encargados por el rey de incoar un sumario contra aquel (…) Federico se condujo con noble firmeza; recabó toda la responsabilidad de los sucedido y se escurrió hábilmente de las preguntan que tenían a que él mismo condenase su proceder”. [Pedro Voltés, Federico el Grande de Prusia]