El carácter dominante, casi autoritario, de la reina llevó a Charles De Gaulle a decir que ella “aspiraba a ser más que una reina decorativa en unos tiempos en que ya es mucho ser simplemente una reina”.
Alto, macizo, tranquilo pero fuerte, el rey Pablo de Grecia parecía un gigante de rostro amable, frecuentemente iluminado por una sonrisa. Incluso a los sesenta años de edad, su presencia era la de un sereno atleta, poderoso y grande. A su lado, su esposa, Federica, parecía pequeña, aunque sin dudas era elegante y graciosa, majestuosa como ninguna otra reina de su tiempo, inteligente, tenaz, se diría guerrera. Pero si Pablo, quinto rey de la dinastía danesa que reinó en Grecia fue el más popular de su linaje, Federica se convirtió en la reina más impopular, al punto de ser acusada por los políticos, el Ejército y la propia familia real como la culpable de todos los males que vivió el país en los últimos años de la monarquía.
La nieta del káiser
Federica de Hannover fue una princesa alemana, madre de la reina Sofía de España y del último rey heleno. Cuando nació, en 1917, el Imperio Alemán agonizaba bajo el ya tambaleante trono de su abuelo, el káiser Guillermo II. Su padre, el príncipe de Hannover, había recuperado para su linaje el disputado Ducado de Brunswick, pero pronto también perdería su corona. Su madre, la princesa Victoria Luisa de Prusia, era la única hija mujer y, por supuesto, la predilecta del káiser, una mujer valiente, intrigante y decidida guardiana de las maneras monárquicas de antes de la Gran Guerra. Un año después del nacimiento de Federica, sus padres no tenían corona ni patria alguna.
La familia de Federica se mudó a Austria cuando aún era una niña, y ella creció allí, en Gmunden. Fue educada por su madre y una institutriz inglesa hasta que, a la edad de 17 años, fue enviada a estudiar en Inglaterra, donde se destacó en su clase, y estudios adicionales la llevaron de regreso a Austria y luego a Florencia. Por entonces, en palabras de la biógrafa Pilar Eyre, Federica era una princesa «vivaz como un ratoncillo, lista y traviesa, espontánea y algo impertinente» que con el paso de los años “se convirtió en una déspota arrogante de comportamiento tiránico a quien nadie a su alrededor se atrevía a llevar la contraria».
En Italia conoció a Pablo, hermano del rey Jorge II de Grecia, durante unas reuniones con familiares, y con él se casó en Atenas en enero de 1938. Federica tenía entonces 21 años, mientras Pablo tenía 37, y, aunque parecía un matrimonio de conveniencia, lo cierto es que fue de puro amor. El mismo año de la boda nació la princesa Sofía, futura reina de España. En 1940 nació el príncipe heredero Constantino y dos años después, en Sudáfrica, nació la princesa Irene. Los siguientes años fueron de durísimas pruebas políticas para la pareja —la guerra, los boombardeos, el escape de la persecución nazi, el exilio en África, la revolución y la guerra civil— que pusieron de relieve el extraordinario temple de la princesa Federica.
La dinastía de sangre danesa que reinaba en Grecia fue llamada a reinar allí en 1863, cuando las potencias europeas le ofrecieron la incipiente corona a un joven príncipe de 17 años, Guillermo, hijo de Christian IX de Dinamarca. Fue la dinastía de las pruebas: Guillermo (con el nombre de Jorge I) reinó 50 años y llevó paz y estabilidad a la nación, pero con su asesinato en 1913 comenzaron las desgracias. Su hijo Constantino II, reinaría tres veces y tres veces sería expulsado del país. Su nieto, Alejandro I, fue un rey manipulado que murió después de ser mordido por un mono rabioso. Jorge II sería expulsado por los nazis y moriría al regresar a Atenas, poco después de la liberación. Tan solo el reinado de Pablo -desde la muerte de Jorge II en 1946 a 1964- pudo dar a los griegos solidez y estabilidad política.
Una reina influyente
Durante los años 50 y principios de los 60, Federica se movió con absoluta seguridad por el laberinto de la política interior griega. “La popularidad de la reina le ha dado firmeza a la monarquía y ha ‘convertido’ a la mayor parte de los republicanos en monárquicos”, escribió una biógrafa de Federica antes de la muerte de Pablo. “En el gobierno griego actual no se sienta ni un solo hombre cuya designación no cuente con el asentimiento del rey y la reina (…) La reina es muy testaruda pero su astucia encierra a su testarudez en el cuarto sellado. Aprendió a calibrar sus defectos y pasa hoy, con razón, por lser la consejera más inteligente de Pablo en los asuntos de la política interior. Antes se lanzaba de cabeza a las decisiones políticas; hoy, como buena psicóloga, se acerca dando rodeos”.
Según la autora, Federica “conoce a los atenienses, para los cuales la política es la sal de la vida. En lugar de forzar una situación maneja cuidadosamente carta contra carta, astucia contra astucia y, si es preciso, también intriga contra intriga. Sabe distinguir muy bien la diferencia que hay entre lo que son las palabras o las acciones y la importancia verdadera que entrañan. (…) Federica es la única reina griega que se ha conquistado una mesa de escritorio en el despacho de su esposo. Eso significa muchísimo en un país en cuyos distritos rurales la mujer no puede sentarse a la mesa con el marido. (…) Mucho más rápidamente que la manera acertada de tratar a los políticos griegos Federica aprendió la regla mágica para entenderse con los estadistas extranjeros”.
Fuera del ámbito político, Federica promovió causas en pos de los pobres, los enfermos y los que fueron víctimas de tragedias naturales. “Se dedicó plenamente fundando guarderías infantiles y hospitales, trabajando como enfermera, haciendo colectas para los soldados y visitando los rincones más apartados del país”, escribió a biógrafa. “Los campesinos sientes por ella entrañable afecto, porque Federica es un hada que acude desde la lejana y misteriosa Atenas y el pueblo la aclama cuando, sin escolta, se mezcla con el pueblo”. Sin embargo, en el centro del poder político griego, y según el historiador Steven Runciman, casi nadie de la familia real respetaba o quería a la reina Federica. Lo que en principio era visto como elogiable en una reina consorte comenzó a ser visto con malos ojos por aquellos que aspiraban al poder democrático o los que ya lo habían conseguido.
El idilio griego entre los helenos y la monarquía murió junto con el rey Pablo, el 6 de marzo de 1964. Su hijo, Constantino II, tenía 23 años y desde el mismo día del fallecimiento del rey la prensa griega comenzó a poner en duda la forma en que el joven monarca ejercería su poder: la mayoría apuntaba a la reina viuda como la posible mentora y manipuladora de su hijo, lo cual a muchos parecía intolerable. Ya desde hacía un par de año la reina había sido acusada de intervenir en asuntos políticos de la nación, sobrepasando incluso los límites concedidos por la Constitución. Muerto el rey Pablo, muchos pensaron factible que aumentara su influencia.
Las críticas respecto a Federica, ya viuda, comenzaron casi inmediatamente después dé iniciarse la luna de miel de su hijo con Ana María de Dinamarca, en septiembre de 1964. Antes, en 1962 se acusó a Federica de malgastar el dinero público, cuando la mayor parte de Grecia vivía penurias económicas, al organizar la fastuosa boda de su hija mayor con el príncipe Juan Carlos de Borbón. Y un año más tarde, ocurrió lo mismo cuando, con ocasión del centenario de la monarquía griega, Federica reunió a toda la familia real en una de las últimas pompas de su dinastía. Los diarios comenzaron a hablar de las joyas y los vestidos de Federica y un diplomático lo confirmó: «De la noche a la mañana Federica pasó a ser la más odiada por sus súbditos (…). Almacenó mucho, pero nunca pensó que estaba obrando mal. Pensaba que enriqueciéndose ella se enriquecía el país. Porque Grecia era ella«.
Aquellas informaciones, ampliamente difundidas en las revistas europeas, decían que el gobierno griego, harto de tener a Federica en los asuntos de Estado, le habría ofrecido 100.000 dólares anuales a cambio de abandonar Grecia. Los rumores eran tan grandes que un diplomático griego establecido en Copenhague fue destituido después de comentar a la prensa que, a diferencia de los ocurrido en Grecia, en Dinamarca las reinas viudas no tienen poder. “Es de verdad un duro destino el tener que enfrentarse, privada de toda protección, para refutar las acusaciones que me achacan de tener ambiciones políticas y financieras”, se lamentó Federica en una carta dirigida al pueblo.
Como respuesta, aparecieron aquellos que la prensa antimonárquica apodó “los caballeros de Federica”. El primer ministro Georgios Papandreu expresó pública su “profundo sentimiento por la gran amargura expresada en la misiva de la reina madre”, motivada por “falsas e insultantes informaciones de ciertos órganos de la prensa”. Otro dirigente, líder de la oposición, recordó que “cuando la reina Federica arriesgó su vida durante la época en que el suelo patrio estaba envuelto en la guerra de las guerrillas comunistas no podía imaginar que tendría que padecer la amargura a que está siendo sometida en los momentos actuales”. “Mi conciencia está tranquila”, dijo la reina. “Durante mi matrimonio con el rey Pablo, nuestra vida estuvo únicamente inspirada por un amor desprovisto de egoísmo hacia nuestro pueblo y nuestra familia”.
Federica había tenido su época de heroína años antes, durante la guerra civil de Grecia de 1946 a 1949. Sus visitas al frente en las montañas del norte, en las que departía con sencillez con los soldados, quizá bajo los ataques de los guerrilleros comunistas, en las que danzaba con ellos los bailes griegos, o en los que hablaba con las mujeres de las aldeas de sus maridos muertos o desaparecidos, la convirtieron en una madre de la nación. Sus obras de caridad a las que animaba a participar a las damas de Atenas le ganaron la simpatía de ciertos ambientes de la sociedad griega.
«La extranjera»

La defensa del gobierno griego hacia la reina madre no hizo mella y la población pareció creer las noticias divulgadas en la prensa comunista y opositora, que en octubre de 1964 llegó a tales extremos y excesos que se sugerían los motes de “La alemana”, “La extranjera” y “La austríaca”, evocando a María Antonieta de Francia. Las embajadas y cancillerías tímidamente se hicieron eco de los rumores que decían que Papandreu, pese a su caballeresca defensa, deseba que la reina viuda “se retire a sus propiedades de Austria” y abandone Grecia. Pero las razones de Papandreu no eran personales: se comentaba que siempre ridió culto a la majestuosa belleza de la reina, pero el gobierno le advertía que no podría tener el Ejército griego en sus manos mientras Federica estuviera en Atenas. Algunos panfletos críticos comenzaron a circular entre los obreros y los soldados y el primer ministro tendría que elegir entre su poder o el de la reina viuda.
El punto álgido del escándalo llegó cuando el príncipe Pedro, primo del rey Pablo y segundo en la línea de sucesión al Trono, acusara a Federica de causar “disensiones” en el seno de la familia real y el rey Constantino se viera obligado a suspender su luna de miel y volver a Grecia para poner fin al escándalo. En una prestigiosa revista francesa, Pedro vaticinó una revolución en Grecia a causa del comportamiento excéntrico de la reina Federica, a quien tildó como la causa de todos los males del reino. La prensa dijo que ese enfrentamiento se debía al supuesto compromiso que nunca se celebró entre Pedro y Federica en los años 30. “Su su actitud es perjudicial para el país. Trata de perjudicar la vida política normal y sus declaraciones son incorrectas e impropias”, le reprochó el primer ministro.
A partir de entonces, la caída en desgracia de la reina Federica fue de la mano con estrepitosa la caída de la monarquía. Entre 1965 y 1967, numerosas y con frecuencia violentas manifestaciones antimonárquicas estallaron en Atenas y otras ciudades. En ellas miles de personas solían cantar al unísino “Fuera la Alemana”. El 21 de abril de 1967, un grupo de coroneles, encabezado por George Papadopoulos, se alzó con el poder, acción que se justificó por el peligro de una conspiración comunista y Constantino II aceptó el golpe, firmando unos 200 decretos para expandir sus poderes. Fue la sentencia de muerte de la dinastía griega y la población clamaba en las calles que había sido Federica la causa de esa tragedia.
El fracaso de un contragolpe auspiciado por el mismo rey para terminar con el poder militar ocho meses después, el 13 de diciembre de 1967, llevó a Constantino y a su familia al exilio ante el silencio de la población griega. La junta golpista dijo luego que tenía deseos de reconciliarse con el rey y permitir su regreso a Grecia, pero una de las condiciones que puso para su vuelta fue la de considerar a Federica “persona non grata”, como consecuencia de su posición polémica con relación al régimen. En tanto Papadopulos, el dictador Stylianos Pattakos y los demás militares insistieron en la función de “mala consejera” de la madre con respecto al rey.
“Si el rey quiere hacerse cargo nuevamente del trono, no hay quien lo impida. Naturalmente, habría que tomar algunas medidas respecto a responsabilidades y culpabilidad de otros, pues ya se sabe que el rey, constitucionalmente, no está sujeto a responsabilidad”, advirtió el general. El asunto llegó a un punto crítico en 1973. El gobierno celebró un plebiscito sobre la monarquía, que perdió ante la causa republicana. Según informes, la reina viuda tomó la iniciativa en conversaciones con simpatizantes monárquicos, y Constantino II emitió una fuerte declaración en Roma que reflejaba la influencia de su madre. Pero las autoridades de Atenas prevalecieron, y la monarquía quedó abolida. Federica no volvió al país que trató como reina: tras su muerte, por un ataque cardíaco en una clínica de Madrid, el gobierno griego permitió que su familia solo estuviera algunas horas en Atenas para sepultarla junto a la abandonada tumba de su marido en Tatoi, donde había pasado los mejores años de su vida.
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