La terrible muerte de Mafalda de Saboya, la princesa a la que Hitler odiaba


Su historia, una de las más trágicas que se recuerden en las monarquías del siglo XX, coincidió el esplendor y el ocaso de su dinastía.

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El 28 de agosto de 1944, Adolfo Hitler desataba la más terrible venganza sobre el rey italiano Víctor Manuel III y su familia. Prisionera por los nazis en un campo de concentración, al final de la Segunda Guerra Mundial la princesa Mafalda, hija de los reyes, fue víctima de un bombardeo que la dejó destrozada. Los médicos del campo no pudieron (no quisieron) hacer nada por la hija del rey y la desgraciada murió para ser sepultada como una simple “N.N”. Su historia, una de las más trágicas que se recuerden en las monarquías del siglo XX, coincidió el esplendor y el ocaso de su dinastía. Su llegada al mundo, el 19 de noviembre de 1902, no fue una noticia alegre ni para los italianos ni para su familia: sus padres, Víctor Manuel de Saboya y la princesa Jelena de Montenegro, esperaban un niño que heredara el trono, y Mafalda era su segunda hija mujer.

“Mafalda tuvo una juventud protegida, educada por una gobernanta al igual que sus hermanas”, cuenta Jonathan Petropoulos en su libro «Las familias reales y el Reich». “Las princesas recibieron una educación sólida, en particular en historia, literatura, latín y en las artes. Pero su entorno estuvo férreamente resguardado. Un historiador afirmó, algo exageradamente que ‘jamás se discutía de política en presencia de las princesas italianas’. Varias familias reales eran aún más estrictas con sus hijas que los Saboya; los hijos del rey de Bulgaria, por ejemplo, no podían tener amigos de su edad”.

Al crecer, Mafalda se convirtió en una de las princesas más hermosas de Europa. Los diarios y las revistas del mundo hablaban de ella, publicaban sus fotos y tejían toda clase de historias sobre sus pretendientes, entre los cuales se encontraba el príncipe de Gales. Casualmente, su tragedia se inicia con su matrimonio. Su prometido era el príncipe alemán Felipe de Hesse- Kassel (1896-1980), buen amigo de Hermann Göerin que se había unido al movimiento nazi con bastante ardor. Eran los tiempos iniciales de los movimientos fascistas en Alemania e Italia, y la unión matrimonial entre el príncipe y la princesa vino a ejemplificar, de forma perfecta, el desastroso destino del Eje Roma-Berlín.

Esta elección le crearía en la década siguiente una relación distinta con Musslini, dado que el príncipe Felipe de Hesse-Kassel pertenecía a las SA, en 1934 fue nombrado gobernador de la provincia de Hesse-Nassau, y nombró padrino de uno de sus hijos a Adolfo Hitler (…) Mafalda vio por primera vez a Felipe en Roma, donde el príncipe se había instalado en 1923 (…) Quedó impresionada. Si bien no se trató de un ‘coup de foudre’, el príncipe alemán era algo nuevo en su vida. Poco después, descubrió que, por primera vez, se había enamorado. Y de un príncipe al que le sobraban los blasones: era bisnieto de la reina Victoria de Inglaterra y su madre, hermana del káiser Guillermo II de Alemania, y ahijada de la reina madre Margarita de Italia”.

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Boda real a las puertas del infierno

La boda tuvo lugar en el Palacio de Racconigi el 25 de septiembre de 1925 y tuvieron cuatro hijos, los príncipes Moritz, Heinrich, Otto y Elisabeth. En los años siguientes, Felipe, como lo hacían numerosos miembros de las casas nobles alemanes, se afilió al partido nazi. Según Jonathan Petropolous, “Felipe se volvió progresivamente entusiasta de Mussolini y su régimen. El fiscal, durante su juicio de desnazificación, escribió que Felipe, a pesar de no ser abiertamente político, consideraba al fascismo como bueno, que en sus inicios obtuvo ostensiblemente una excelente cosecha, en la cual su líder, Mussolini, intentó restaurar el orden y la limpieza de Italia (…) En su ingenuidad política, Felipe vio solo este costado del nazismo y cerró los ojos a otros aspectos expresados en la opresión y en la remoción de todos los opositores al régimen…”

Más adelante en su libro Petropolous habla de la posición de la casa de Hesse ante el nazismo: “La nazificación de los Hesse y de otros príncipes, como también su relación con líderes nazis, fue de suma importancia en varios aspectos. En primer lugar, al relacionarse con la élite nazi, la nobleza contribuyó a hacerlos socialmente aceptables. La presencia de la nobleza en algún acto del partido nazi agregaba brillo al evento y contagiaba a otros potenciales adherentes (…) Aún más, la aristocracia enviaba un mensaje al pueblo en el sentido de que la clase gobernante tradicional tenía fe en los nazis y adhería a la idea de que Hitler podía rescatar del hundimiento a Alemania…”

En 1939 el príncipe Philipp pasó a formar parte del equipo personal de Hitler, desde el cual llevó a cabo diversas misiones diplomáticas privadas entre Alemania e Italia. Aparte, su relación con la familia real italiana tuvo mucho que ver con la buena entente Hitler-Mussolini, que durante un tiempo contó con el visto bueno del inepto Víctor Manuel III. Entre las varias misiones que Philipp llevó a cabo bajo las órdenes de Hitler estuvo la comunicación a Mussolini del “Anschluss”, la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi.

Sin embargo, la capitulación del rey Víctor Manuel ante los aliados y el cambio de alianzas producido en Italia en 1943, que fue seguido del asesinato de Mussolini, despertaron el deseo de venganza del terrible Führer, que en 1944 convocó a Philipp a una tormentosa entrevista en su cuartel general. A la salida de la reunión, el príncipe de Hesse fue arrestado y enviado a un campo de concentración en Sachsenhausen, e inmediatamente después Hitler ordenó detener a la princesa Mafalda, a la que consideraba “lo más negro de la casa de Saboya”. Los alemanes recibieron la orden de detener a toda la familia real, además del desarme de las tropas de su país, por lo que Víctor Manuel III y la reina Jelena debieron huir al sur del país.

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Un trágico regreso a Roma

Mafalda, que confiaba en estar a salvo por estar casada con un príncipe alemán de tendencias nazis, volvió a Roma desde Bulgaria, donde había viajado para asistir al funeral de su cuñado, el rey Boris III, presuntamente asesinado por orden de Hitler. Una vez en la Ciudad Eterna, supo que los Saboya habían huido y que sus hijos estaban escondidos en El Vaticano. Cuando llegó el 21 de septiembre de 1943, corrió al encuentro de los niños. Monseñor Montini le sugirió a la princesa que permaneciera en el Vaticano todo el tiempo que quisiera y le cedió sus propios apartamentos, pero ella se negó y quiso regresar a su residencia de Villa Polisena, decisión que le costaría la vida. Al día siguiente recibió en la mañana un llamado desde la embajada alemana invitándola a dirigirse a su sede porque el príncipe Felipe la llamaría por teléfono. Era mentira. Felipe había sido capturado por los nazis y se encontraba en el campo de concentración de Flossenburg. Ya en la embajada, supo que el plan de Hitler era mantenerla prisionera.

La hija del rey fue trasladada primero a Múnich y luego a Berlín. Después de tres semanas de intensos interrogatorios, fue enviada al campo de concentración Buchenwald. “Recuerdo perfectamente”, dijo el conde Federico de Vigliano, “que la querida y amable princesa vestía ese día un traje negro, un abrigo de media estación del mismo color y unos zapatos oscuros muy rebajados. Estas prendas de vestir serían las únicas que usaría en la prisión durante once meses, hasta el día de su muerte”.

A su llegada al siniestro campo fue internada en el pabellón número 15, reservado para “reclusas especiales”. La construcción tenía 50 metros de largo por 9 de ancho y estaba dividida en dieciséis celdas, cocinas y baños. Se le prohibió, bajo amenaza de severas sanciones, revelar su verdadera identidad y se le asignó oficialmente el nombre de “Frau von Weber”. Dormía en una mísera celda, sobre una cama de paja y base de cemento. Su alimento era el mismo que las tropas de las SS: una ración de pan negro, una carne salada en conserva, más una sopa en la mañana y otra en la noche, con un substituto de café. Cuenta Ovidio Lagos: “Hubo interrogatorios despiadados y sistemáticos, de los cuales jamás quiso hablar. ¿De qué se la acusaba? Era culpable, por estar casada con un ciudadano alemán y, por lo tanto, por poseer esa nacionalidad, de no haber informado a las autoridades [nazis] lo que estaba sucediendo en Italia. Lo cual era un absoluto disparate porque al firmarse el armisticio ella estaba en Sofía y además porque jamás le había interesado la política”.

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El severo régimen se relajó un poco en abril de 1944 pero para entonces la princesa ya gozaba de un deplorable estado de salud, agravado por una profunda depresión. El pabellón en el que la mantenían prisionera necesitaba reparaciones y se confió el trabajo a un grupo de obreros italianos, a quienes ella reconoció porque llevaban sobre la chaqueta un triángulo de tela roja con la letra «I» de Italia. Mientras duraron los trabajos compartió con ellos una parte de su comida y en sus conversaciones con el viejo soldado Leonardo Boninu le reveló un día su verdadera identidad.

La noticia produjo gran impresión entre los prisioneros italianos del campo, como también en el franciscano alemán, padre Ricardo Steinhof, que logró acercarse a ella y confesarla. Ellos fueron las últimas personas con las que Mafalda habló, ya que nunca pudo volver a ver a su familia. Los sufrimientos causados por la angustia siempre creciente, originada por la falta absoluta de noticias, y el ayuno forzado con el consiguiente debilitamiento de su organismo, golpearon duramente el cuerpo y el alma de la princesa. Durante horas escribía largas cartas a sus hijos, cartas que nadie se ocuparía de enviar nunca. Trabajaba en confeccionar muñecas para su hija menor, la princesa Elisabeth, y cuando los aviones ingleses y norteamericanos comenzaron a sobrevolar el campo, trató de trazar en el terreno, entre la barraca y el muro alto que lo rodeaba una gran “I”, de Italia.

El 24 de agosto de 1944, la aviación aliada bombardeó el campo, con el objetivo de destruir los establecimientos limítrofes, y alcanzando de lleno a un pequeño polvorín situado a escasos metros del pabellón número 15. Las bombas causaron innumerables muertes y el pabellón se incendió provocando el derrumbe del muro.

La princesa había corrido a la trinchera que servía de refugio, construida a poca distancia del lugar, y fue encontrada horas después, sepultada bajo un cúmulo de tierra y de escombros a algunos metros del ministro Breitscheld y de dos soldados alemanes muertos. La señora Kuhn, que había quedado casi sepultada también en el mismo radio, pudo gritar en demanda de ayuda. Cuando llegaron a socorrerla, la encontraron Mafalda “tirada en el suelo con un aspecto era desolador. Le colgaba el brazo izquierdo, convertido en una enorme llaga sanguinolenta y una profunda herida en su mejilla derecha”, según contó un testigo.

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La princesa fue trasladada al hospital vecino, pero ahí no había lugar; todas las camas estaban ocupadas y fue necesario llevarla nuevamente al campo, pero en el momento en el que iba a ser atendida por un doctor, descubrió su verdadera identidad y se negó a operarla hasta recibir orden expresa desde Berlín. La princesa se desangró durante veinticuatro horas en un hospital destruido.

El 28 de agosto el doctor optó por realizar la operación personalmente, dado el carácter de rehén de la princesa y de su condición de miembro de la familia real italiana. Entre deliberaciones con otros médicos, que duraron horas, los doctores le amputaron el brazo izquierdo. Inconsciente, la princesa fue instalada al pabellón que servía como prostíbulo para los oficiales de las SS, sin recibir antibióticos u otro tipo de atención. En la noche del 29, en su más dura agonía, pronunció sus últimas palabras: “Italianos, me muero. Recuérdenme como a una hermana”. Tenía 42 años y su cuerpo fue enterrado en Weimar en una tumba cuya lápida decía «Mujer desconocida».

Ni sus padres ni sus hijos fueron notificados de su muerte a pesar de los rumores que comenzaron a circular a finales de 1944. Allí permaneció sepultada durante seis años hasta ser trasladada al Castillo de Kronberg, en Hesse, donde fue sepultada definitivamente. Hoy Mafalda es recordada en Italia como la figura más respetada de la derrocada Dinastía Saboya.

“La princesa -escribió la princesa Victoria Luisa de Prusia-, que era una mujer encantadora, pero delicada, tuvo que soportar cosas horribles en Buchenwald; pero las sufrió todas como una heroína (…). Unos prisioneros italianos que la habían reconocido como hija de su rey señalaron su tumba y cuando más tarde fueron liberados colocaron una sencilla cruz de madera en la que grabaron su nombre. De ese modo, su familia pudo saber finalmente cómo había dejado de sufrir…”

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