En la Corte de los Tudor, el lujo y el caos reinaban por igual


En la corte de Enrique VIII de Inglaterra, en el siglo XVI, reinaban la pompa, la formalidad y el caos por igual.

En la Corte de los Tudor, el lujo y el caos reinaban por igual

En la corte de Enrique VIII de Inglaterra, en el siglo XVI, reinaban la pompa, la formalidad y el caos por igual.

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En la corte de Enrique VIII de Inglaterra, en el siglo XVI, reinaban la pompa, la formalidad y el caos por igual. Allí estaban prohibidos los perros y los cocineros no debían quitarse la ropa si tenían calor (dos de las muchas reglas de etiqueta que los Tudor introdujeron en el trono inglés). En las habitaciones reales, los sirvientes se encargaban de la limpieza una hora antes de que el rey despertara. Enrique VIII había pedido especialmente que el trayecto entre su habitación y la habitación de la reina Catalina estuviera siempre limpio, perfumado, sin estorbos (restos de comida, platos sucios) para poder tener entrada libre a la habitación de su esposa cada mañana antes de empezar a trabajar.

Digna hija de Enrique VIII, la reina Isabel I puso todo su empeño para que su corte se convirtiera en la más esplendorosa del siglo con epicentro en el magnífico Palacio de Hampton Court, en la campiña inglesa, con bellísimos salones, obras de arte y mucho más hermosos jardines. El diplomático veneciano Gaspar Spinelli llegó a admirar «el orden, la regularidad, el decoro de las ceremonias» de la corte isabelina. Según el biógrafo Michel Duchein, «para ir a la capilla la reina iba precedida por 200 guardias vistiendo uniforme de gala, lores portando el cetro y la espada real, y seguida de damas de alto rango que levantaban la cola de su manto, mientras los asistentes se arrodillaban a su paso».

Las comidas, agrega Duchein, «eran servidas con el mismo ceremonial, al son de instrumentos y canciones, en medio de un gran despliegue de antorchas y de platería resplandeciente». Sin embargo, la vida en este palacio era difícil y muy distinta a la que podemos imaginar: la comodidad y la falta de higiene eran tan famosas como su esplendor. Los pisos solían estar cubiertos de paja y los huesos que los cortesanos arrojaban durante las comidas, lo que provocaba que los perros merodearan (y dejaban «regalos») entre los comensales a toda hora. «Los insectos pululaban también en los tapices y en la ropa de cama… en cuanto a los ‘servicios’, eran inexistentes», agrega Duchein. «En Hampton Court los aposentos reales eran los únicos que disponían de una letrina que daba directamente… ¡al foso del castillo! En todas las demás habitaciones se utilizaban sillas perforadas, haciéndose las necesidades en el lugar». «Los palacios de Su Majestad suelen estar afeados por los olores, inevitables cuando tantas bocas se alimentaban en el mismo sitio», escribió un cortesano.

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