El 20 de febrero de 1790 murió José II de Habsburgo-Lorena, quien viajó de incógnito a París para ayudar a su hermana María Antonieta a afrontar los deberes conyugales.
Cuando el desdichado Luis XVI, por entonces Delfín de Francia, se casó con la archiduquesa María Antonieta de Austria, en 1770, pocos sospechaban lo mucho que tendrían que esperar la llegada de los hijos, puesto que confiaban en la virtud prolífica de los Habsburgo: la madre de la novia, la emperatriz María Teresa, había tenido nada menos que dieciséis saludables vástagos.
Los médicos reales no supieron dar explicaciones sobre la ausencia de herederos de Luis XVI y María Antonieta, quienes fueron coronados en 1774 tras la muerte de Luis XV. La preocupación fue en aumento hasta que el asunto adquirió importancia de Estado. Las cancillerías, embajadas y cortes extranjeras difundían verdades y mentiras sobre la verdadera razón de la falta de hijos, mientras nobles y plebeyos, cuando las nubes revolucionarias amenazaban, difundían rumores y burlas.

La suegra del rey, María Teresa, era la principal intrigante y enviaba cartas a toda Europa cuestionando la virilidad de su yerno y la frialdad exagerada de su hija. «Todas las buenas noticias«, le escribió la madre a la hija, «que deberían llenarme de felicidad, se empañan cuando pienso en tu peligrosa situación, la cual empeora porque no percibes el peligro, o porque no quieres percibirlo. Sencillamente, no empleas los medios necesarios para resolverla«.
«Si una joven con el encanto de la delfina no consigue despertar la pasión del delfín… mejor será no hacer nada y esperar que el tiempo solucione esa extraña conducta», escribió el médico imperial, Van Swieten. Tras mandar a su embajador, el conde de Mercy-Argenteay, a espiar a su hija y exhortarla a mostrarse más cariñosa con su marido, en 1777 la emperatriz suplicó a su hijo, el emperador José II, que viajara a París para ayudar de alguna forma a los reyes.
Con el nombre falso de «Conde Falkenstein» y alojándose en una humilde posada de Versalles, entró al palacio real de incógnito para poder disfrutar de un aspecto más íntimo de la vida de los reyes. José II quería hablar seriamente su cuñado, “de hombre a hombre”, sobre sus deberes conyugales y parece que Luis XVI, flemático, perezoso, apático, recibió de buena gana sus consejos sexuales.
Sin embargo José II quedó absolutamente asombrado por la falta de experiencia del rey, que era todavía muy joven: nadie se había tomado la molestia de inciarlo en educación sexual o, como mínimo, conseguirle una mujer experimentada a modo de «ensayo» antes del casamiento. Parece broma, pero aquella era una costumbre muy arraigada en las cortes europeas y se dice que Luis XIV fue iniciado sexualmente en su más tierna adolescencia por una mujer tuerta de sesenta años.

«Imagínate» , le escribió José II a su hermano Leopoldo. «En la cama (y esto es un secreto), Luis tiene fuertes erecciones y absolutamente satisfactorias; introduce su miembro, permanece dentro unos minutos sin moverse, lo retira sin eyacular, estando todavía erecto, y da las buenas noches. Es increíble, porque a veces sufre poluciones nocturnas, salvo cuando está dentro y dispuesto a hacerlo (…) ¡Ay, si yo pudiera estar presente! Yo mismo podría haberme encargado. Habría azotado con tal fuerza al rey de Francia que habría eyaculado de pura furia como un asno«.
«Tengo tres cuñados y los tres son una desgracia», se lamentaba José II; «El de Versalles es un imbécil; el de Nápoles, un loco, y el de Parma, un tonto».
Pero José II no quiso marcharse de Francia sin ayudar también a su hermana, María Antonieta, a quien le dejó una larga instrucción (¡de 36 páginas!) en la que le pedía que reflexionara sobre sus deberes como esposa y la exhortaba a ser más cariñosa con Luis XVI: «Hermana mía, ¿pones amabilidad y ternura cuando estás con él? ¿Buscas oportunidades, correspondes a los sentimientos que te demuestra? ¿No estás demasiado fría y distraída cuando te acaricia o te habla? ¿No muestras fastidio, y hasta repugnancia? Si lo haces, ¿cómo quieres que un hombre frío se acerque y te ame? No tdesanimes nunca, y durante toda te vida mantén en tu esposo la esperanza de que aún podrá tener hijos, para que nunca renuncie a ello ni desespere».

Para concluir José II escribía: «Naciste para ser feliz, virtuosa y perfecta. Pero te estás haciendo mayor y ya no tienes la excusa de ser joven. ¿En qué te convertirás? En una mujer infeliz y en una princesa todavía más desdichada…» Si su hermana no sigue estos consejos, decía José II, había que esperar las cosas más tristes: «Tiemblo ahora por ti, pues no se puede seguir de este modo; la Revolución será cruel». (Espantosas y premonitorias palabras).
Un año después de la visita de José II, María Antonieta tuvo al primero de sus cuatro hijos, madame María Teresa. La «gran misión», como la llamaba el emperador, se concretó poco después de que Luis hubiera cumplido 23 años, en agosto de 1777, tras siete años de matrimonio. El 30 de agosto de ese año, la joven María Teresa le escribió a su madre en Viena para hablarle de la felicidad que sentía desde hacía unos días, «la felicidad más absoluta de toda mi vida».