En diciembre de 1916, el zar Nicolás II de Rusia recibió una inquietante carta de Grigori Rasputín, el monje que había acogido en su corte: “Siento que dejaré la vida antes del 1 de enero. Quiero dar a conocer al pueblo ruso, al Papá (el zar), a la madre de Rusia (la zarina) ya los Niños lo que deben entender. Si soy asesinado por asesinos comunes, y especialmente por mis hermanos los campesinos rusos, tú, el zar de Rusia, no tendrás nada que temer por tus hijos, ellos reinarán por cientos de años. Pero si soy asesinado por boyardos, nobles, y si derraman mi sangre, sus manos quedarán manchadas de mi sangre durante veinticinco años y saldrán de Rusia. Hermanos matarán a hermanos, y se matarán unos a otros y se odiarán, y durante veinticinco años no habrá paz en el país. Zar de la tierra de Rusia, si oyes el sonido de la campana que te dice que Grigori ha sido asesinado, debes saberlo: si fueron tus parientes los que han operado mi muerte, ninguno de tus hijos seguirá vivo por más de dos años. Y si lo hacen, rogarán por su muerte, ya que verán la derrota de Rusia, verán venir al Anticristo, la peste, la pobreza, iglesias destruidas y santuarios profanados donde todos estarán muertos. Zar ruso, serás asesinado por el pueblo ruso y la gente será maldecida y servirá como arma del diablo matándose los unos a los otros por todas partes. Tres veces durante 25 años destruirán al pueblo ruso y a la fe ortodoxa y la tierra rusa morirá. Me matarán. Ya no estoy entre los vivos. Ora, ora, sé fuerte, y piensa en tu bendita familia”. Días después de escribir esta carta, el cadáver del monje era encontrado en un río congelado en San Petersburgo. Dos miembros de la familia del zar Nicolás II se habían encargado de quitarle la vida. La noche del 29 de diciembre, Rasputín recibió una invitación al palacio del príncipe Félix Yusúpov, donde le habían dicho que le esperaba su esposa, la princesa Irina Aleksandrovna. El místico no la conocía personalmente, pero la deseaba por su belleza y su gran riqueza. Al llegar, Rasputín descubrió que había sido engañado. Yusupov le ofreció té y un postre envenenado con cianuro que no surtió efecto. Desesperado, el príncipe le disparó varias veces por la espalda y lo dio por muerto para descubrir minutos después que Rasputín estaba vivo y trataba de huir. Su cómplice, el gran duque Vladimir de Rusia, le disparó en la cabeza mientras Rasputín corría por la nieve. Estaba muerto. El ejecutado fue lanzado al río Neva, donde su cadáver fue recuperado días después con signos de haber intentado salir de aquellas heladas aguas. Una de las profecías que había descrito en su carta al zar se había cumplido. La otra profecía, la muerte del zar y la caída del imperio, se cumpliría dos años más tarde.
Grigori Rasputín (1869-1916) se hizo famoso por la influencia que durante años mantuvo sobre Nicolás II y especialmente sobre su esposa, la zarina Alejandra, poco antes de que el Imperio Ruso se derrumbara. Procedente de la aldea de Pokróvskoye, un pequeño pueblo de la Siberia Occidental, Rasputín creció en una familia de campesinos. Nunca aprendió a leer ni a escribir y a los dieciocho años se casó con Praskovia Dubrovina, con la que tuvo tres hijos. Pese a su falta de educación, Rasputín gozaba de una memoria envidiable y, se dice, aprendió de memoria, frase por frase, las Sagradas Escrituras. Llegó a interpretarlas tan gráficamente que asombró no sólo a la jerarquía eclesiástica sino también a multitud de hombres y mujeres de la alta sociedad. Fue entonces cuando dejó a su familia para unirse a los Jlystý (flagelantes o azotados, en ruso), una secta repudiada por la iglesia ortodoxa, cuyos miembros se azotaban con ramas o telas con metal para entrar en comunicación con Dios. Durante estas sesiones de éxtasis y trance, los “stáretz” (monjes) se emborrachaban y participaban de oscuras orgías, para más tarde arrepentirse y autoflagelarse, con lo que quedaban purificados. Los stáretz solían vagar por el campo en peregrinaciones religiosas y, como explica la historiadora Cristina Morató, “atraían a una gran cantidad de seguidores, renunciaban a los bienes terrenales y consagraban su vida a ser los guías espirituales de hombres poderosos, a los cuales ayudaban a acercarse a Dios”. “En la Iglesia ortodoxa proliferaban estos santones y se admitía que tenían poderes especiales”, agrega la autora. En 1905, la gran duquesa Militza, prima del zar, encandilada ante los poderes y la sabiduría de Rasputín, se lo presentó a la zarina Alejandra. En su diario, el zar Nicolás escribió sobre su primer encuentro con Rasputín: “Hemos conocido a un hombre de Dios, Grigori”.
Los emperadores vieron la mano de Dios en la llegada de Rasputín a sus vidas. Estaban seguros de que podía ayudar a su único hijo varón, el zarévich Aleksei, quien padecía hemofilia. Algunas fuentes afirman que Rasputín sometió a hipnosis al heredero del trono ruso y que Aleksei mejoró, lo que le valió la devoción absoluta de Alejandra y la puerta de entrada a la corte rusa. Varios miembros importantes de la iglesia le mostraron al monje su respaldo, e incluso el archimandrita Teófanes, jerarca de la Iglesia de San Petersburgo, lo recomendó a la pareja imperial con las siguientes palabras: “… es un campesino, un hombre de pueblo. Vuestras Majestades harán bien en escucharlo, pues a través de su persona habla la voz del pueblo ruso. Conozco sus pecados, que son muchos, y la mayoría de ellos repulsivos. Pero en él mora un ansia tan profunda de arrepentimiento y una confianza tan implícita en la compasión divina que yo me atrevería a garantizar su salvación eterna. Cada vez que se arrepiente, se le ve puro como un niño lavado en las aguas del bautismo. Es evidente que Dios ha decidido que él sea uno de Sus Elegidos”. A partir de ahí, Alejandra comenzó a llamar a Rasputín cada vez que su hijo se sentía mal y Nicolás II lo consultaba cada vez que tenía que tomar una decisión importante, lo que comenzó a sumarle numerosos y poderosos enemigos en la corte. “Hacia 1910”, escribe Morató, “la influencia de Rasputín en la pareja imperial era cada vez mayor, y aunque eran muchos los detractores del falso santón, nada ni nadie podía hacer cambiar de opinión a la zarina. Ni siquiera lo consiguió su propia hermana, la gran duquesa Isabel Feodorovna, quien viajó desde el monasterio de Moscú donde vivía recluida como una monja para hablar de este espinoso tema con ella. Conversaron en el Boudoir Malva de la zarina y su hermana le pidió que mandara a Rasputín de regreso a Siberia lo antes posible. Le advirtió sobre los inquietantes rumores que corrían fuera de la corte: se decía que era tal el poder del santón que influía sobre las decisiones del zar y su gobierno. Alejandra, tras escuchar impasible a su hermana, le rogó que no se inmiscuyera en sus asuntos personales y que debía mostrar una actitud menos crítica frente a un ‘hombre de Dios’. Desde aquel tenso encuentro las dos hermanas, antaño bien avenidas, dejaron de hablarse”.
Dos años más tarde, mientras la familia vacacionaba en Spala (Polonia), el zarévich volvió a enfermar tras sufrir una caída y los médicos temieron por su vida. Cuando todos pensaban que ya nada había por hacer para detener las hemorragias, Alejandra ordenó llamar a Rasputín para que rezara por su hijo. La respuesta del religioso tranquilizó a la emperatriz: “Dios ha visto tus lágrimas y ha oído tus plegarias. ¡Deja atrás tu sufrimiento! Tu hijo vivirá (…) El pequeño no va a morir. No permitas que los médicos le molesten demasiado”. La gran duquesa Olga, hermana del zar, confesó: “Por increíble que pueda parecer, en una hora, mi sobrino estaba fuera de peligro”. “Durante los años siguientes, Rasputín fue capaz de aliviar los sufrimientos del zarévich”, dice Morató. “No fue una ilusión de su madre la zarina porque muchos testigos lo vieron. Aunque nadie sabía a ciencia cierta cómo obraba estos ‘milagros’, Alejandra estaba convencida de que podía curar a su hijo mediante la fuerza de la oración. En una ocasión su cuñada Olga Alejandrovna afirmó tajante: ‘Ni mi hermano el zar Nicolás ni su esposa creyeron nunca que aquel hombre estuviese dotado de poderes sobrenaturales. Ellos lo veían como un campesino a quien su profunda fe había convertido en un instrumento de Dios, pero nada más que para el caso de Alexei. La zarina tenía neuralgias y sufría ciática, pero nunca vi que ese siberiano la ayudase o aliviara su dolor’”. A decir de la familia imperial y la corte, Rasputín era un “monje loco”, un falso profeta, un engañador y un ilusionista que mantenía una vida que nada tenía que ver con la santidad.
Instalado en un lugar privilegiado de la corte de los Romanov, Rasputín ejerció durante los siguientes años una gran influencia sobre Nicolás y Alejandra, y aunque el zar nunca se fio de él por completo, era la zarina quien le transmitía sus consejos basada en los consejos del stáretz. Mientras los propios miembros de la familia imperial necesitaban concertar cita previa para ver al zar, a Rasputín le bastaba con llegar. Una profusa correspondencia demuestra la devoción de los zares, especialmente de Alejandra, hacia el oscuro sanador: “¡Cómo me aburro sin ti! Mi alma está tranquila y sólo descanso cuando tú, maestro mío, estás sentado a mi lado. Neso tus manos y recuesto mi cabeza en tu hombro bienaventurado. ¡Oh, cuán liviana me siento entonces! Sólo deseo una cosa: quedarme dormida sobre tu hombro entre tus brazos. ¡Qué felicidad sentir tu presencia junto a mí! (…) ¡Ven de inmediato, te estoy esperando y me atormento de no tenerte! Requiero tu santa bendición y beso tus manos bienaventuradas. Con mi amor eterno”. Para entonces, mientras aumentaba su influencia, el monje fue sumando enemigos entre los poderosos, que veían en él a un impostor peligroso que debían eliminar. “Mi pobre nuera no se da cuenta de que está arruinando a la dinastía y a ella misma”, escribió la emperatriz viuda María. “Ella cree sinceramente en la santidad de este aventurero y nosotros no podemos hacer nada para evitar la desgracia que, sin duda, llegará”.
Los cortesanos no soportaban el meteórico ascenso de un simple campesino analfabeto; la clase política y la Duma (Cámara Baja) no comprendían el poder que ejercía sobre los zares; la Iglesia ortodoxa, que conocía su pasado como miembro de una secta, se avergonzaba de este personaje de vida disoluta cuya máxima era “Se deben cometer los pecados más atroces porque el mayor placer de Dios es perdonar a los grandes pecadores”. “Lo odian porque lo amamos”, aseguraba la zarina. “Para las señoras de la alta sociedad —casadas con aburridos oficiales engalanados con charreteras doradas, que dividían su tiempo entre adiestrar soldados y jugar a las cartas— aquel campesino siberiano, con su barba grasienta y sus dedos sobones, resultaba apasionantemente real”, escribe Simon Sebag Montefiore. “Más aún, la insolencia del santón se aprovechaba de que todas fueran culpables de vivir en lujosos palacios, mientras los campesinos se morían de hambre. Era un hombre sin pretensiones, divertido y gracioso, ponía motes a todas, y las provocaba con chistes mundanos de caballos fornicando al tiempo que les preguntaba sobre su vida sexual. Su propia sexualidad salvaje, unida a su encanto campesino y su prestigio místico, resultaba irresistible para muchas: una mujer llegó a jactarse de haberse desmayado durante el orgasmo que él le había procurado. Se decía que su pene tenía las dimensiones del de un caballo, mientras que (su futuro asesino) Félix Yusúpov afirmaba que una verruga fortuita, pero estratégicamente colocada, era la razón de sus proezas”. Por toda Rusia se difundías detalles de las orgías que se organizan en la casa de Rasputín, donde el monje exhibía sin reparos su miembro viril ante las mujeres. La zarina, que lo idolatraba, se negaba a ver que su consejero espiritual se había convertido en un completo degenerado.
Cuando comenzó la Primera Guerra Mundial, Nicolás II destituyó a su comandante en jefe, a instancias del propio Rasputín, y tuvo que abandonar el palacio para encabezar el ejército. En su ausencia, la zarina asumió el control del Gobierno, que delega en su fiel consejero. El dúo fue destituyendo a personalidades importantes del Gobierno hasta llegar, incluso, a disolver la Duma, provocando un estallido de indignación contra el stáretz. Un día una gran multitud se reunió en la Plaza Roja de Moscú reclamando su arresto, la abdicación del zar y la ejecución de Rasputín. Los manifestantes no dejaban de repetir el nombre de la zarina y se referían a ella como “la puta alemana”. Un tío de Nicolás II le escribió al zar una desesperada carta en la que le pedía que controle mejor a su esposa, pero el zar no tiene agallas suficientes para enfrentarse a su mujer. Se le solicitó a Alejandra que lo expulsara de la corte, pero no aceptó, porque el astuto monje sabía cómo chantajearla: “Recuerde que no la necesito ni a usted ni al emperador”, le dijo. “Si me abandonan a mis enemigos, no me preocuparé; puedo encargarme de ellos bastante bien. Los mismísimos demonios no pueden hacerme nada (…) Pero ni el emperador ni usted pueden prescindir de mí. Si no estoy yo para protegerlos, ¡a su hijo va a pasarle algo malo!” Cuando la gran duquesa Isabel, muy respetada por los rusos, le contó al príncipe Félix Yusupov que su hermana nunca cambiaría de idea respecto a Rasputín, los acontecimientos se precipitaron. El príncipe, uno de los hombres más ricos de Rusia, afirma en sus memorias que se vio obligado a organizar aquel crimen “para liberar al país de tal funesto personaje”. Nicolás y Alejandra quedaron horrorizados al enterarse de que su protegido había sido asesinado por Yusupov y arrojado a un río. Tiempo antes, Rasputín le había dicho a la zarina: “Si muero o me abandonas, perderás a tu hijo y tu trono en el plazo de seis meses”. El 2 de marzo de 1917, la última profecía de Rasputín se cumplió y el imperio de los Romanov cayó para siempre. Fin
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