«Fea, pobre y portuguesa»: así definía el vulgo madrileño a la reina doña Isabel, segunda esposa de Fernando VII de España, quien el 26 de diciembre de 1818, hace 200 años, fue protagonista de una de las muertes más trágicas que recuerda la historia de la Casa de Borbón. El monarca, apodado «el Deseado», había permanecido viudo durante los últimos 8 años y la monarquía requería un nuevo matrimonio y un heredero, y habían rechazado su propuesta matrimonial con «Lolotte», una sobrina del emperador Napoleón. Por motivos políticos, se puso la vista en una sobrina de Fernando, la princesa portuguesa Isabel de Braganza, hija de la hermana del rey.
Fernando VII no estaba interesado en una boda dinástica y conveniente, y según el marqués de Villa-Urrutia, solo le interesaba saciar sus «muchos y desordenados apetitos, harto dañosos para la enfermedad que padecía». Sin embargo, en 1816 aceptó con resignación el compromiso, sabiendo que incluso casado podría salir por las noches a buscar mujeres de bajo rango en las tabernas y calles madrileñas. La infanta portuguesa era una joven gordita, pálida, de ojos saltones, una gran nariz y la boca torcida, lo que causó conmoción, burlas y risas entre los madrileños que salieron a las calles a recibirla. Un gracioso puso un enorme cartel en las afueras del palacio real en el que definía a la futura reina: «FEA, POBRE Y PORTUGUESA… CHÚPATE ESA».
En efecto, la infanta portuguesa no era hermosa, pero era discreta, modesta y paciente, y debió soportar no solo la animadversión de toda la corte, sino las continuas infidelidades de su esposo. El 21 de agosto de 1817 la flamante reina dio a luz a una niña a la que se puso el nombre de María Luisa, en homenaje a su abuela paterna, pero que solo sobrevivió pocos meses. El rey pareció muy apenado por la pérdida pero no por ello dejó de visitar los prostíbulos de Madrid, como era su costumbre.
Un nuevo embarazo ilusionó a todos en 1818, pese a que los médicos reales veían que la salud de la reina declinaba. El 26 de diciembre, ante el peligro, los médicos hicieron una cesárea para extraerle el feto de un niño muerto. Según la crónica oficial, los médicos creyeron que la reina murió durante la operación, pero en medio de una gran carnicería la reina despertó y lanzó un desesperado grito de dolor al ver su vientre abierto. Fue declarada muerta, por segunda vez, a los veintiún años.
Apenas terminaron los funerales, Fernando VII dio inmediatamente órdenes a los diplomáticos españoles para que iniciaran las gestiones entre las familias reales católicas de Europa en busca de una nueva esposa. La desafortunada fue María Josefa de Sajonia.