Los diplomáticos convencieron a Felipe II de España que la reina María Tudor de Inglaterra era bonita y el joven rey aceptó el desafío. Se casaron el 25 de julio de 1554.
La vida de María Tudor (1516-1558), reina de Inglaterra, estuvo marcada por la desgracia desde el principio hasta el fin. Desde el divorcio de sus padres, Enrique VIII y Catalina de Aragón, quedó relegada de la corte, recluida en un palacio, sin títulos ni honores, cumpliendo un papel de casi sirvienta de su madre. Pero todo cambió en 1553, cuando su hermanastro Eduardo VI murió siendo muy joven. María, primogénita de Enrique VIII, fue coronada reina, propiciando la vuelta del catolicismo como religión oficial y encarcelando a su otra hermanastra, la protestante Isabel.
El reinado de María duró cinco años, un breve pero intenso reinado en el que se ganó el apodo de “Bloody Mary” (María la Sangrienta) a causa de la persecución que emprendió contra los protestantes. Casi mil personas ardieron en las hogueras condenados por María: obispos, hombres nobles, eruditos, estudiosos, fueron calcinados lentamente por el fuego, mientras morían asfixiados. En el plano internacional, María cometió uno de los peores errores de su reinado, al urdir una importantísima alianza matrimonial con otro monarca católico, Felipe II de España. Don Felipe de Austria, heredero del emperador Carlos V, era su sobrino e hijo del primer prometido de María.
Felipe (1527-1598) era entonces un príncipe apuesto como su abuelo, Felipe “el Hermoso”, tan bonito que el embajador de Venecia lo describió como “sensual y naturalmente inclinado hacia el sexo femenino”. Felipe aceptó obediente el proyecto de su padre, el rey-emperador Carlos V, porque para él su matrimonio era apenas un compromiso de carácter diplomático.
Para María, en cambio, se trataba de otra cosa…
Los diplomáticos y cortesanos convencieron al joven Felipe de España que la reina de Inglaterra era bonita (de hecho, los retratos que le enviaron la mostraban hermosa) y Felipe aceptó el desafío. Pero casar al heredero del Imperio español con la reina de Inglaterra no era cosa fácil y las pretensiones políticas de ambos países se metían en la mismísima cama del matrimonio.
Los novios debían aceptar un acuerdo diplomático de lo más confuso

Según el tratado matrimonial, María sería reina de Inglaterra por derecho propio y Reina Consorte de España; Felipe, en tanto, Rey de España y Rey Consorte de Inglaterra pero ninguno de los dos podría ejercer autoridad sobre el reino del otro. Felipe viviría en Inglaterra junto a su séquito español el tiempo que considerara oportuno, pero tenía prohibido colocar españoles en puestos estratégicos de la Corte de los Tudor.
Felipe no tendría derecho a ascender al trono inglés, aunque siempre abrigó la intención de hacerlo en virtud de una antigua ley feudal, según la cual un hombre que se casa con una heredera recibe en posesión las tierras de ésta cuando dé a luz a un hijo. Si de este matrimonio nacían hijos varones, el mayor reinaría en Inglaterra y los Países Bajos mientras el menor sería rey de España.
Si sólo nacían hijas, la mayor sería reina de Inglaterra y la menor, de España y los Países Bajos. Y por último, si el hijo que Felipe tuvo con su anterior esposa, don Carlos, príncipe de Asturias (1545-1568), moría sin descendencia, España y el Nuevo Mundo pasarían a manos de la Casa de Tudor, convirtiendo a Inglaterra en el imperio más grande de la Tierra. ¡Vaya contrato prematrimonial!
Los novios aceptaron cada una de las condiciones aún sin conocerse. La boda “por poderes” (una costumbre antigua que casaba simbólicamente a dos personas a distancia) tuvo lugar en Londres el 5 de enero de 1554 y el príncipe estuvo representado por el conde de Egmont, un noble flamenco que se acostó en la cama de María para cumplir públicamente con la costumbre, aunque se encontraba revestido de pies a cabeza con su armadura ya que, como es natural, no tenía poderes para mayores intimidades.
Al poco tiempo Felipe partió desde España con su Armada, compuesta por 125 embarcaciones. Sus cortesanos arrastraban 97 cofres repletos de oro que el príncipe ofreció a su como dote a una novia a quien nunca había visto en persona.
Y se llevó una gran sorpresa…

A los 37 años, María Tudor era muy culta. Hablaba y escribía en latín y en francés y comprendía el castellano, sabía de arte y religión, pero resultaba ser también una anciana arrugada, flaca, sin cejas, ojos pálidos, amargada, resentida, de voz masculina, de gesto enérgico, testaruda, violenta hasta la crueldad y con todos los dientes rotos. En palabras de un historiador, era “auténticamente fea”.
La triste María vio en Felipe la oportunidad de olvidar todos los sufrimientos que había sufrido. Su novio le parecía hermoso, aún más que en el retrato pintado por Tiziano que tenía desde antes de conocerlo, y ella no era más que una mujer virgen e ilusionada a la que ningún hombre había intentado cortejar jamás.
La reina vio en el joven, saludable y atractivo Felipe (una década más joven que ella) un compañero ideal, aunque los cortesanos españoles se confesaron desagradablemente sorprendidos al toparse con una mujer tan envejecida.
Don Felipe, con el imperio de su padre en mente, apenas mostró interés por su esposa, y tuvo que aguantar los pequeños detalles que hacían notar su inferioridad ante su esposa: su trono debía ser ligeramente más bajo que el de la reina, a la que debía ceder siempre el paso y demostrar su sumisión.
Según el historiador Pfandl, “Felipe se comportó con María como cumplido caballero español y cristiano”, pero a los pocos meses, aburrido de la neblinosa Inglaterra, decidió volver a España.
Estaba en los preparativos para la vuelta cuando se anunció el feliz embarazo de María Tudor. Instalada en el Palacio de Hampton Court, el parto se demoró unos días y algunas semanas y el bebé no llegó nunca. El rey consorte perdió la paciencia: la reina, en realidad, padecía una enfermedad que le había inflamado el estómago.
En 1556, el rey emperador Carlos V abdicó al trono y se refugió en un monasterio, dejando la corona sobre la cabeza de su hijo, Felipe II, quien pronto cruzó el Canal de la Mancha para tomar posesión del trono.
La partida de Felipe fue vista como una oportunidad por los enemigos de la reina María, partidarios de la reina de Escocia o de la princesa Isabel, su hermanastra. El rey ordenó el envío a Flandes de todos sus efectos personales y las cartas a María fueron cada vez menos frecuentes.
La reina sangrienta muere de tristeza

La reina le pidió una y otra vez su regreso, pero Felipe le anunció que sólo lo haría cuando sea coronado Rey de Inglaterra, cosa que el Parlamento jamás consentiría. La felicidad de María desapareció de su rostro y, recluida en sus aposentos, rara vez volvió a participar de la vida cortesana. Felipe II volvió a Inglaterra durante algunas semanas en 1557 y fueron las últimas que pasó con su esposa.
Para el verano de 1558, cuando todos habían perdido las esperanzas de un embarazo, la reina María se recluyó en su alcoba, triste, añorando una felicidad que jamás disfrutó. Abandonada por su marido, rodeada de herejes, la reina deliraba por la angustia de no haber podido darle un solo hijo, y solo la cama y el retrato de Felipe II la ayudaban a sobrellevar su depresión.
Los pocos apoyos que le quedaban a la reina de Inglaterra se centraron ahora en la princesa Isabel, a todas luces la futura reina y a María no le queda más remedio que, siguiendo los sabios consejos que Felipe le dio en su última carta, declararla heredera para evitar una guerra civil.
El 17 de noviembre, María murió mientras se celebraba una misa en sus aposentos a los 42 años. En sus horas de agonía, había implorado al cielo poder ver por última vez al príncipe azul que el destino le había regalado pero que nunca volvió. Fue la primera reina de Inglaterra (la última católica) y la reina de España que jamás puso un pie en España.