La gran obsesión de la reina Victoria por la comida era la pesadilla de sus médicos


La monarca no dejaba de comer e incluso los desayunos diarios se celebraban como si fueran banquetes importantes.

El médico real, James Read, se mostraba especialmente exasperado con su paciente más importante, Victoria, Reina de Inglaterra y Emperatriz de la India. No paraba de comer y, como era de esperarse, se quejaba de dolores de estómago y de hinchazón que la había mantenido despierta toda la noche, como resultado de un pesado pudín que disfrutó en la cena. En respuesta, el médico le prescribió una dieta estricta compuesta por un brebaje especial de leche y trigo que calmaría el dolor de estómago . Victoria obedeció, pero al retirarse el médico de su presencia pidió carne asada y helado de postre.

La reina Victoria, que gobernó el Imperio británico entre 1837 y 1901, era gorda, como lo habían sido sus tíos, los reyes Jorge IV y Guillermo IV. Tenía apenas 11 años cuando su tío Leopoldo de Sajonia-Coburgo (rey de los belgas) le advirtió que «la pequeña princesa come demasiado y un poco demasiado rápido». Victoria no se dio cuenta, y después de que se convirtió en reina, a la edad de 18 años, no había nadie que pudiera conseguir que ella calmara su hambre. Ni siquiera el influyente y encantador Lord Melbourne, su primer asesor.

Lord Melbourne, que no tenía pelos en la lengua cuando se hallaba ante Su Majestad, le advirtió acerca de comer en exceso y subir de peso y le dijo que debía comer sólo cuando tuviera hambre. «Pero siempre tengo hambre«, le respondió la reina. Cuando el ministro le sugirió que hiciera ejercicio para bajar de peso, ella le respondió que el ejercicio la hacía cansarse. Tampoco el príncipe Alberto, el marido al que ella adoraba y a veces obedecía, pudo hacer nada para persuadirla de cuidar su cuerpo. El consorte era un comensal frugal, y veía a la alimentación como una necesidad más que un placer. Victoria, en tanto, se deleitaba en cada plato que le era presentado hasta dejarlo limpio. ¿El resultado? Una reina pequeña, que medía 1,52 m de altura y una cintura de 115 centímetros.

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Fue así como se estableció un estilo de vida que Victoria no abandonó jamás e impuso sus costumbres gastronómicas en la corte. Hubo innumerables banquetes reales, por supuesto, que ella presidió como reina, entreteniendo a monarcas y dignatarios visitantes en el Palacio de Buckingham con un flujo aparentemente interminable de platos exóticos fabricados en las amplias cocinas reales. En el transcurso de los banquetes reales, se servían entre cuatro y seis platos, con siete a nueve manjares en cada uno. Para grandes ocasiones, solían incluir bacalao con salsa de ostiones, patas de pato en salsa Cumberland y asado de cordero.

Había un plato de postres, con delicias como profiteroles de chocolate. También se mantenía un bufet de comida caliente y fría en aparadores durante la cena, en caso de que alguien tuviera hambre entre un plato y otro. El 8 de junio de 1857, por ejemplo, la reina, el príncipe y la princesa Victoria, de 16 años (la mayor de sus nueve hijos) se sentaron y -según los menúes enumerados en los libros de contabilidad almacenados en el Archivo Real- disfrutaron de pasta italiana y sopa de arroz; caballa y merlán; carne asada y capón con arroz; pollo asado y espárragos; merengue y otros pasteles.

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Lo insólito acerca de la reina Victoria era la velocidad con la que comía. Generalmente un banquete duraba horas, pero ella podía acabar con siete platos en 30 minutos, dice Annie Gray, que ha documentado las costumbres culinarias de la reina en un libro titulado «The Greedy Queen«.«Para mucha gente, comer con ella era una tortura«, dice Gray. «A todos se les servía después de la Reina y cuando ella terminaba, se retiraban todos los platos para el siguiente servicio. Si uno era la última persona, no era raro que no tuviera oportunidad de comer nada antes de que le retiraran el plato. Ella también insistía en que se abrieran todas las ventanas sin importar la época del año, porque le daba calor«. Su casa, sus reglas.

Marie Mallet, una dama de compañía en la vejez de Victoria, se quejó de que «la cena de la reina estaba programada para durar exactamente media hora. El servicio era tan rápido que una lenta comensal como yo nunca tenía tiempo de terminar. Picar como un pájaro solía satisfacer mi hambre, pero no podía disfrutarlo«.En otras ocasiones, las cenas eran muy largas, cosa que sorprendió al Aga Khan, que fue a Londres a cenar con Victoria en 1898. La encontró afable y quedó impresionado por su apetito: «La cena fue larga y elaborada. Plato tras plato, tres o cuatro opciones de carne, un pudín caliente y un pudín helado y todo tipo de frutas de temporada… Nos sentamos a las 9.15 y debía de haber sido un cuarto para las 11 antes de que todo terminara».

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Lord Ribblesdale, frecuente asistente a las comidas reales, observó: «Yo personalmente nunca la oí decir nada en la cena que recordé al día siguiente. Sus modales no eran afables. Hablaba muy poco en las comidas, y comía rápidamente y muy rara vez se reía. Cuando un plato no le gustaba, los rechazaba haciendo una mueca más elocuentemente que las palabras«.Según los expertos, comer era una obsesión para Victoria. La comida, o más bien la falta de ella, figuraba a menudo en los diarios que guardaba y en las cartas que escribía. En un viaje supuestamente incógnito en las Highlands de Escocia, donde se hospedó en posadas, se quejó de que no había «casi nada de comer, sólo dos pollos desgraciadamente, sin papas!» Para evitar sorpresas, ella misma llevaba a tales excursiones un cesto lleno de té y dulces, por si acaso. En otra ocasión, cuando en 1895 quiso volver a vacacionar en la Riviera francesa, sorprendió a su mayordomo con una interminable lista de todo lo que deseaba llevar consigo: una amplia selección de sirvientes indios, ingleses y escoceses, sus muebles, sus manteles, sus servilletas, su propia mesa para comer y su escritorio, su vajilla y platería, además de un abundante cargamento de tocino, salchichas, pescado, huevos y agua. No deseaba extrañar Inglaterra.

Por la misma razón, cuando acudía a un baile de caridad en el Teatro de la Ópera de Londres, los organizadores la esperaban con una cena «ligera» compuesta por sopa de arroz, jamón, lengua, ensalada de langosta, pollo frío, sándwiches, huevos, pasteles, jaleas y cremas. ¡Aunque ella ya había cenado en casa!En su estado depresivo después de que el príncipe Alberto falleciera repentinamente en 1861, podría haberse muerto de hambre. Pero no fue así, y consoló su pena comiendo aún más.La reina desayunaba copiosamente entre las 8.39 y las 9 am. A pesar de que se decía que solo comía un huevo cocido con té, los archivos reales dicen que sus desayunos incluían chuletas de cordero, papas, salchichas, pescado a la parrilla, huevos, gallina asada, tortillas de espárragos, pollo asado, tocino y lenguado. Para terminar, pan tostado, galletas, pasteles y galletas de avena.

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El almuerzo siempre era a la 1 de la tarde y el menú no se diferenciaba mucho del desayuno. era a menudo en alguna función oficial donde ella escogería en cuál estaba delante de ella. Para ella era muy importante el almuerzo, y una vez se sorprendió cuando su hija Victoria, desde Alemania, le dijo que estaba tan ocupada que no tenía tiempo para almorzar. Victoria le envió una carta en la que le instaba a comer al menos una galleta. Lo más frecuente es que, después de dedicarse con tanta pasión a desayunar, almorzar y cenar, las noches fueran una verdadera pesadilla para todos en palacio: la indigestión y el mal humor se apoderaban de la reina Victoria. El doctor Reid recordó una vez que estuvo convencido de que la reina estaba teniendo un ataque al corazón para descubrir que «Su Majestad tenía flatulencias».