La ilusión del fantástico imperio mexicano se desmoronó en 1866 bajo los pies del emperador Maximiliano y su esposa, la princesa Carlota (1840-1927), hija del rey Leopoldo I de Bélgica. Las potencias, que tiempo atrás habían apoyado a este matrimonio en su odisea al inestable país latinoamericano ahora guardaban silencio y no demostraban la menor compasión ante la situación del emperador, que corría el riesgo de ser ejecutado. Desesperada, la emperatriz viajó a Europa a solicitar ayuda personalmente al emperador francés, Napoleón III, quien no quiso recibirla.
Así lo cuenta la historiadora Alejandra Vallejo-Nájera en su libro ‘Locos de la historia’: “Con la resolución que la caracteriza, la Emperatriz de México no se rinde y se presenta en un coche de alquiler en Saint-Cloud acompañada de su dama de honor, ambas vestidas de negro por el luto que Carlota lleva por su padre fallecido. La guardia exterior no la deja entrar al ver que la vestimenta es impropia de alguien que pretende visitar a Napoleón, pero ella se impone con tal autoridad que acaban abriéndoles paso. Irrumpe a zancadas en los jardines del palacio, donde sorprende al Emperador, quien, totalmente desprevenido y a la vista de la centella iracunda que se le aproxima, balbucea una invitación a entrar en uno de los salones. Allí mantienen una entrevista sumamente borrascosa”.
Finalmente, Napoleón III le comunicó que iba a retirar al ejército pues lo presionaban el parlamento francés y el gobierno estadounidense. El 21 de agosto, el emperador le confirmó que podía hacer nada ni por Maximiliano ni por México. Desesperada, sabiendo que su marido iba a ser ejecutado, la emperatriz envió cartas a su hermano Leopoldo II de Bélgica, pero la respuesta fue que no podría ayudarla. Se dirigió entonces al Vaticano creyendo que Su Santidad podría salvar la vida de Maximiliano, sin saber que su esposo ya había sido ejecutado.
Pío IX observó asombrado a la emperatriz balbucear palabras sin sentido y en forma dramática. Carlota confesó su miedo y le aseguró que Napoleón y Eugenia la habían envenenado. Acto seguido, introdujo cuatro dedos en su boca para vomitar el veneno. Cuando el papa quiso llamar al séquito de Carlota, ella lo detuvo y en voz baja le dijo que quienes la acompañaban no eran más que espías del emperador Napoleón que la mantenían controlada y la matarían en cuando pudieran. De regreso en su hotel de Roma, se negó a comer y tomar agua porque, aseguraba, todo estaba envenenado.
A la mañana siguiente, muy temprano, regresó al Vaticano y ante las puertas del Palacio Apostólico armó un gran revuelo de gritos y golpes exigiendo ser recibida por el papa Pío IX en sus aposentos privados. Ingresando violentamente a la recámara papal, Carlota se abalanzó sobre los restos del desayuno del papa, todavía dispuestos en una bandeja, y los devora.
El papa, con una mezcla de espanto y compasión, se dio cuenta de que la desequilibrada emperatriz sólo se hallaba segura en su compañía y pidió que la dejaran con él. A la hora de comer, Carlota intercambió su plato con el de Su Santidad porque, según ella, su comida estaba envenenada y la del papa, no. Al caer la noche, la emperatriz no quiso irse de los aposentos papales y, reaccionando violentamente ante sus ayudantes, al papa no le quedó otro remedio que prepararle una cama en la biblioteca privada, junto a su propia habitación, donde pasó la noche atormentada.
Víctima de la locura, Carlota fue llevada a la fuerza, entre insultos, aullidos y patadas, a un convento romano y luego de regreso a su hotel, donde durante días se negó a comer y beber por miedo a morir envenenada. Uno de sus secretarios anotó dramáticamente: «La Emperatriz recorría la habitación de un lado a otro, en apariencia estaba tranquila. De cuando en cuando yo elevaba la mirada para observar su fisonomía. ¡Dios mío, cuánto la habían cambiado en pocos días tantas emociones y sufrimientos! Su cara estaba tirante y delgada, sus pómulos prominentes y rojos; sus pupilas dilatadas y en cuanto a su mirada, era incapaz de posarla en un punto fijo (…)
«Observé el aspecto de la habitación de la enferma. Al fondo, una cama suntuosa (…), pero se adivinaba que nadie se había acostado allí en varias noches (…) Además, un armario, un tocador provisto de objetos de plata, algunas sillas y una mesa sobre la que se había instalado un pequeño horno para que Mathilde preparase los alimentos de tan augusta enferma. A las patas de esta mesa se habían atado algunos pollos vivos. Sobre un mueble, una cesta y la jarra de agua que la Emperatriz había hecho llenar en una fuente pública (…) Yo mismo pude ver a la soberana hacer detener su coche frente a una fuente monumental, descender y llenar la jarra, luego montarse tranquilamente en el coche y regresar al hotel sin hablar ni mirar a nadie”.
Abandonada por su familia, por los gobernantes y hasta por el mismísimo Pío IX, Carlota fue enviada al castillo de Miramar, donde su estado de salud mental se fue deteriorando rápidamente. Maltratada por sus propios sirventes, vivió totalmente recluida hasta que su cuñada, la reina María Enriqueta de Bélgica, se compadeció y la llevó a Bruselas para cuidarla personalmente. Allí su salud mejoró un poco, según contó la reina en una carta: «Nuestra querida niña, puesto que la considero como mi niña, de momento va, alabado sea Dios, lo mejor que cabe esperar. Las noches transcurren tranquilas, su apetito es bueno y salimos a pasear dos veces al día (…) ¡De qué clase de entorno bárbaro e impío ha hecho falta rescatar a la pobre Carlota! No lo creería usted, puesto que dudo que en la Historia exista ejemplo similar de mujer joven y abandonada como estaba la desdichada Emperatriz (…) Carlota no me dejará más; considero mi deber cuidarla y curarla, si es que se puede».
Confiando en que la emperatriz mejoró un poco, el 14 de enero de 1868 la familia le comunicó la noticia de que Maximiliano había sido fusilado siete meses atrás. En una de las últimas cartas que dedicó a su amado Maximiliano, Carlota se despidió: “Tesoro entrañablemente amado. Me despido de ti; Dios me llama. Te doy gracias por la felicidad que siempre me has dado. Que Dios te bendiga y te haga ganar la gloria eterna. Tu fiel Carlota”.
Carlota sobrevivió 60 años
El 19 de enero de 1927, una mujer octogenaria y solitaria murió en el castillo de Bouchout, en Bélgica. Sus padres, sus hermanos, sus sobrinos y su esposo ya habían muerto, pero ella no lo recordaba. Había pasado las últimas seis décadas de su vida encerrada en sus recuerdos y delirios sin más compañía que las sombras de un pasado trágico. Se trataba de Carlota, que fue la desgraciada emperatriz mexicana hasta que los azares políticos impulsaron la ejecución de su marido.
En 1872, cinco años después del fusilamiento del emperador, la «Gacette de Siége» publicó un informe sobre la vida de Carlota: «Físicamente, el estado de la infortunada princesa es mejor que nunca, pues se ha mejorado en dos años, sin que ningún alivio ni cambio alguno se haya operado en su estado intelectual. La pérdida de la razón es completa (…) La ex emperatriz tiene el espíritu sombrío. Vive muy retirada, y hasta cierto punto sola, en dos cuartos del palacio, donde ella misma preside a los cuidados y arreglos de su pequeño hogar. Come siempre sola y en pie. Va ella misma a buscar en un gabinete continuo los platos que se le ponen allí sobre la mesa; los lleva uno a uno a su aposento, y los vuelve a poner donde estaban.
«Esta manía es ciertamente muy original, pero tiene aún otras: se empeña en encender y cuidar por sí misma la lumbre de su chimenea y las numerosas bujías de que se sirve. Es friolenta y quiere siempre un gran fuego. Para evitar desgracias se puso un enrejado con cerradura delante del fuego, cuya precaución ha irritado a la princesa, suscitando vivas quejas de su parte contra las personas que se le acercaban, pero que no podían entregarle la llave. La mayor parte del día lo pasa en enviar telegramas a Napoleón III, que en su concepto todavía reina en las Tullerías, y en conversar con los espíritus mal definidos que cree ver andar en los pisos superiores del palacio. A cada momento manda que se hagan ricos trajes y tocados, y los coloca a todos en atriles o perchas, donde practica el ceremonial de las recepciones de corte, creyendo que aquellos vestidos y sombreros representan damas de Francia y de México.
«Habla dulcemente a unas y riñe a otras, y así pasa parte de sus días. Por lo demás, nunca viste ninguno de aquellos trajes acumulados y solo usa peinadores y batas. Hace tiempo que se hizo cortar su magnífica cabellera lo más corta que pudo, y adornó con ella a uno de sus maniquíes, lo cual no impide que se haga peinar todas las mañanas por una de las pocas criadas que suele admitir en su presencia. Ningún afecto ha quedado en su corazón, ni siquiera para sus hermanos que tanto la quieren. Ya no abriga el temor de ser envenenada, pues come con buen apetito todo lo que se le lleva al vecino aposento de que he hablado. Se acuesta por sí sola en un lecho modesto, y no permite que nadie le ayude a vestirse, ni que se le preste servicio alguno cuando se baña, lo que hace con frecuencia. Toda esperanza de curación intelectual se ha perdido (…) La triste convicción que sobre esto existe, es tanto más dolorosa, cuanto que la magnífica salud de la princesa le promete una vida muy larga todavía«.