Santa Irene de Atenas es venerada como una santa por la Iglesia Ortodoxa Occidental. Sin embargo, no siempre se comportó como tal, sino todo lo contrario. A lo largo de su vida, Irene (752-803) pasó de ser una niña dócil, inteligente y hermosa a una mujer cruel, intrigante y sedienta de poder. Tanto ansiaba esta mujer el poder que no vaciló en arrancarle los ojos a su propio hijo y conducirlo a la muerte.
Hija de una influyente familia griega, era famosa por su hermosura y llegó al trono gracias a un «concurso de belleza». En efecto, se había buscado en los rincones del imperio bizantino a las chicas más bellas para que una de ellas fuera seleccionada por el emperador Constantino V como esposa de su hijo mayor, el futuro León IV.
Constantino V consideró a la niña de catorce años un buen partido y les dio su bendición. Las bodas se celebraron en 769 e inmediatamente después los recién casados fueron coronados como ‘basileus’ y ‘basilissa’ y declarados coemperadores con Constantino V, un procedimiento habitual para asegurar la herencia. En este caso, el marido de Irene, León IV, tenía cinco hermanastros menores, los llamados césares, que eran hijos de la última esposa de Constantino. Con la coronación aún en vida del anterior emperador se intentaba evitar que los césares conspiraran para quitarle el puesto al heredero.
En el palacio imperial, los monarcas habitaban como dioses, usaban vestimentas color púrpura con hilos de oro y plata y piedras preciosas y sus súbditos debían rendirles pleitesía tocando el suelo con la frente. En 771, Irene dio a luz un hijo varón (a quien llamaron Constantino, como su abuelo) en la suntuosa Cámara Pórfida del palacio, una habitación de paredes rojas, revestida de seda y piedras finas, que estaba destinada únicamente para que las basilissas dieran a luz.
Cinco años más tarde murió el viejo Constantino V. León IV y su esposa asumieron todo el poder y coronaron a su pequeño hijo como coemperador, como era habitual, para salvaguardar su derecho al trono. Para entonces, ya era un secreto a voces la malísima relación existente entre los coemperadores y se rumoreaba fuertemente que nunca hicieron vida de matrimonio.
“La falta de otros hijos de la pareja despertó terribles sospechas sobre las verdaderas intenciones de Irene, quien más que asegurar el legado quería tener la certeza de poder ejercer un contro autónomo y absoluto del gobierno”, opina Susana Castellanos de Zubiria en Mujeres perversas de la historia.
El reinado de León IV duró lo que un suspiro. Murió en el año 780 de una forma de lo más ridícula: como le encantaban las joyas, sacó una pesada corona de oro con piedras preciosas de la Iglesia de Santa Sofía y la llevó puesta todo el tiempo. A causa de esto, le salieron unos forúnculos en la frente que le provocaron fiebre y luego la muerte. “¡Lo dejó morir!” «¡Ella lo envenenó!», exclamaba el pueblo, refiriéndose a Irene. La viuda fue aclamada regente a la edad de 25 años porque su hijo, Constantino VI, era un niño de nueve años.
Irene se encontró de pronto con un poder fabuloso. Sus cuñados, los cinco césares, quienes a detestaban, comenzaron a conspirar para tomar el trono. Descubierta la conjura, Irene mandó azotarlos y luego los obligó recluirse para siempre en un convento y, de vez en cuando, repartir la Eucaristía como humildes monjes.
Durante los siguientes años, se produjeron numerosas revueltas, utilizando como estandarte los derechos de Nicéforo al trono, que fueron sofocadas drásticamente por Irene. Cuando Constantino creció, la astuta Irene se mostró reacia a cederle el poder y las monedas bizantinas de la época los retratan a ambos pero es ella quien sostiene el cetro.
Según el historiador Miguel Psellos, al cumplir la mayoría de edad Constantino ya estaba agobiado por la actitud de su madre y el palacio “se convirtió en un campo de batalla”. “Se enfrascaron en una lucha donde Irene golpeaba y su hijo devolvía el golpe; de pronto, la primera detentaba el poder absoluto y, después, el segundo gobernaba solo en el palacio; así, uno tras otro, hasta que el conflicto se convirtió en un desastre para ambos”. En 790, Constantino fue obligado por Irene a casarse con María de Amnia.
“La voluntad de Irene llegó al extremo de verter grandes cantidades de cantáridas, un poderoso afrodisíaco, en la comida de los esposos, para asegurarse de que el matrimonio se consumara. Debido a que las cantáridas son tan venenosas como estimulantes, Constantino estuvo al borde de la muerte en medio de una erección colosal y un desenfreno aterrador. El joven, harto de las intromisiones de su madre, estaba ansioso de gobernar por sí mismo; también se había hastiado de los astrólogos y adivinos, que por medio de profecías y oráculos le insistían a Irene -supersticiosa, a pesar de su religiosidad- que debía gobernar sin su hijo”.
Lo que siguen son años de luchas encarnizadas por el poder, madre contra hijo. Ese mismo año, Constantino logró detener al poderoso eunuco de su madre, Eustaraquio, a quien mandó azotar y desterrar. Después encerró a Irene en un palacio para comenzar a reinar por derecho propio. Pero la paz duró poco y en 792 hizo algo que dejó a todos boquiabiertos: no sólo permitió que su madre regresara a la corte, sino que la confirmó como coemperatriz.
“Los años de sometimientos y abusos por parte de Irene habían hecho mella en el carácter del joven, quien al cabo de poco más de un año de fracasos militares contra los búlgaros y los árabes, y tras una indecisa política interior, en un acto que refleja los oscuros e impensados alcances del dominio de una madre sobre el espíritu de su hijo, Constantino llamó a su temible progenitora para que gobernaran juntos el Imperio. Una Irene triunfante, cuyo rostro rebosaba una particular sonrisa, regresó al Sagrado Palacio Imperial, ávida de poder y con sed de venganza”.
Irene hizo regresar a su fiel Eustaraquio y retomó las riendas del imperio, no sin antes encarcelar y azotar a su hijo. En cuanto a los césares, al mayor de ellos, Nicéforo, le arrancó los ojos, y a los demás, la lengua. Influenciado por su madre, el débil Constantino repudió a su mujer y se casó con Teodota, una dama de la corte, matrimonio que, al parecer, fue organizado por Irene para desprestigiar a su hijo. Y así sucedió, porque el matrimonio fue considerado adúltero y escandaloso por los religiosos.
En 797 Constantino intentó huir de Constantinopla para reunirse con las tropas fieles de Anatolia, pero fue detenido por el ejército de Irene. El 19 de agosto, la emperatriz ordenó que su hijo fuera encerrado en la Cámara Pórfida, la misma donde lo había traído al mundo, y ordenó que le sacaran los ojos. Según las leyes griegas, vigentes en Bizancio, los príncipes sin ojos no podían reinar, razón por la cual Irene se acogió, como otros tantos emperadores. El macabro final de Constantino es una incógnita histórica, porque no se sabe si murió durante la mutilación de sus glóbulos oculares o si, por orden de Irene, fue exiliado con Teodota a la Isla de los Príncipes, donde habría muerto siete años más tarde.
La sangrienta emperatriz que llegó al poder por su belleza era, al fin, libre para reinar. Durante largo tiempo había entablado batallas palaciegas sangrientas contra su marido, sus cuñados y su hijo para tener en sus manos todo el poder del Imperio Bizantino. Pero la tormenta apenas había comenzado. Irene fue la primera mujer en la historia del Imperio bizantino en ocupar el trono no como consorte o regente, sino en su propio nombre. Tras intentar casarse con Carlomagno, en 802 una conspiración la derrocó y la desterró a la Isla de Lesbos, donde murió un año más tarde, bajo una estricta vigilancia, olvidada y abandonada. Con el paso de los siglos, Irene sería considerada una santa por la Iglesia Ortodoxa Occidental.