Cuando Catalina de Médicis (1515-1589) contrajo matrimonio con Enrique de Francia, su destino no era ser reina. Era la esposa del segundo hijo del rey y éste dejaría la corona, algún día, a su hijo mayor, Francisco.
Olvidada por su marido, quien prefería la compañía de Diana de Poitiers, y maltratada por gran parte de la corte francesa, esta robusta y fea florentina se dedicó a la lectura y la compañía de oscuros personajes: perfumistas, encantadores, envenenadores… Se empezó a rumorear en toda Francia que, gracias a la peligrosa influencia que aquellos personajes siniestros mantenían sobre Catalina de Médicis, en 1536 su cuñado Francisco murió.
El delfín de Francia apenas 18 años cuando, de camino a Tournon, donde iba a encontrarse con su padre, después de un intenso partido de tenis, el joven bebió agua helada de los Alpes Marítimos y sufrió una pleuresía que le llevó a la muerte. Aunque se anunció que el príncipe heredero había muerto tras un encuentro deportivo, por lo bajo se murmuró que había sido Catalina la instigadora de la muerte.
Con la ayuda del mercurio, la princesa habría envenenado el agua que el delfín bebió tras el juego para morir casi al instante. El rey Francisco no se animó a profundizar en la investigación y, gracias a esta desgracia, Catalina se convirtió en reina al ser coronado su marido, Enrique II.
En la Europa del siglo XVI estaban muy de moda los tóxicos, empleándose con frecuencia en los asesinatos políticos, ya que era muy difícil demostrar su empleo. Se cree que Catalina llevó a Francia el misterioso “Veneno de los Médici”, fabricado casi artesanalmente con ‘belladona’, una planta que tiene la facultad de dilatar las pupilas, y que contiene atropina, una droga aceleradora del ritmo cardiaco y que en altas dosis resulta mortal.
Se cuenta que la propia Catalina había perfeccionado su técnica para matar a su cuñado, probando el veneno en huérfanos, mendigos y enfermos (a los que nadie lloraría), anotando cuidadosamente sus efectos, con el único objetivo de que su marido se convirtiera en el próximo rey y ella, en reina.
Fue entonces, mientras aparecían en París unos panfletos que acusaban a la ‘duchessina’ de envenenadora, cuando nació la leyenda de una reina despiadada, cruel y hambrienta de poder que no dudaría en utilizar todo tipo de magia y hechizo, incluso a su propia familia, para retener la corona de Francia.
La pasión con la que su marido, el rey Enrique II, se entregaba a su amante Diana hería profundamente a Catalina, justamente en momentos en que no conseguía tener hijos. Durante más de una década la corte francesa vio con gran preocupación que la delfina no tuviera ni un descendiente.
Según el cronista Pierre de Brantôme, “muchos recomendaron al rey y al delfín repudiarla, ya que era necesario continuar la línea sucesoria de la monarquía francesa”, lo cual desesperó a la princesa y llevó a Diana a insistirle a Enrique, con vehemencia, que se acercara a la cama matrimonial y cumpliera de una vez por todas con su misión.
Diana tenía miedo de que ella y Catalina fueran remplazadas por una mujer más joven y bonita, y la corte reprobaba la “conducta” de Catalina al no tener descendencia. Los embajadores extranjeros, como el veneciano, comenzaron a enviar al extranjero informes detallados sobre la tormenta que amenazaba a la corona. Se aseguraba que Enrique repudiaría a la Médicis y ya se barajaban nombre de las princesas extranjeras capaces de reemplazarla, como la princesa Claudia de Guisa.
Catalina sufría. Sabía perfectamente que su posición corría riesgo si no lograba darle hijos a su esposo, por lo que comenzó a recurrir todo lo que en esa época se consideraba infalible: usaba talismanes, bebía filtros, consultaba astrólogos y alquimistas, leía tratados médicos (¡la medicina era considerada una brujería en esos tiempos!), lanzaba conjuros contra la mala suerte y, sobre todo, evitaba montar en lomo de mulo, un animal conocido por su infecundidad.
Animada por todos los instrumentos y consejos que le brindaban sus magos, sus alquimistas y sus expertos en pócimas “mágicas”, Catalina practicó con celo todo tipo de posiciones sexuales con su marido hasta lograr engendrar a su primer hijo, Francisco, en 1544. Entonces el mecanismo reproductivo no se detuvo, y durante los siguientes años, con la ayuda de astrólogos, curanderos, alquimistas, brujos, supersticiosos y remedios caseros, Catalina de Médicis logró tener otros nueve hijos: los futuros reyes Carlos IX y Enrique III, la reina Isabel de España, la reina Margot de Navarra, los príncipes Luis y Hércules y las princesas Claudia, Victoria y Juana. ¡El trono estaba asegurado!
Los astrólogos de Catalina adquirieron fama internacional y la reina se dedicó con gran atención al estudio de la medicina, los sueños, la astronomía, la astrología, las profecías y todo aquello que la ayudara a allanar el camino hacia el poder. Buscando conocer todos los secretos que le deparaba el futuro, Catalina no vacilaba, incluso, en utilizar las vísceras de los prisioneros condenados a muerte para leer el porvenir en ellas.
Algunos aseguran que Catalina inventó un talismán formado por una amalgama de oro y bronce, fundido y dorado al fuego, en donde aparecían grabadas una mujer y un hombre que personifican a Hagei, el poder de Venus, y Asmodei, rey de los demonios lujuriosos. Se dice que gracias a este amuleto, que llevaba a todas partes, Catalina logró engendrar a su tercer hijo, que fue el que más se hizo esperar.
Otros rumores afirman que la reina llevaba siempre, en contacto con la piel de su estómago, un trozo de pergamino que, según sus enemigos, era la piel de un niño desollado y un talismán, hecho con sangre humana, que le permitía ver el futuro.
Catalina era considerada una mujer muy refinada en muchos sentidos, y aparte de haber importado de Italia el tenedor, también había llevado la moda de los perfumes, por lo que varios reputados perfumistas viajaron a Francia y abrieron sus tiendas en París. Por entonces, la alquimia de los aromas estaba ligada a la de los venenos, y Catalina se dedicaba con pasión a ambas químicas por igual.
Enrique II murió en 1559, durante los grandiosos festejos nupciales de su hija, la princesa Isabel, con el rey Felipe II de España. La corte había organizado unas fiestas caballerescas a las que fueron invitados nobles y caballeros de todos los rincones de Europa, y el galante Enrique II quiso intervenir en una justa en honor a su amante, Diana de Poitiers, enfrentándose al caballero Gabriel de Lorges, conde de Montgomery.
En la competencia, el noble atacó al rey con una lanza quebrada y una astilla atravesó el yelmo y se alojó en el ojo de Enrique. Catalina se hizo cargo de la situación. Tras las primeras curaciones, el rey no mejoraba, y se comprendió que una astilla había quedado dentro de su cerebro.
Como no se sabía cómo proceder, la reina ordenó que se reprodujera la herida en 10 condenados a muerte, a los que también se les clavó una astilla en el ojo. Los médicos trataron de curarlo, aunque sin éxito. Cuando todos fallecieron al poco tiempo, fueron decapitados para estudiar una solución; pero fue inútil, y Enrique II murió a los 42 años.
Cuatro años antes, el célebre profeta Michel de Nostradamus, había relatado ese acontecimiento con una exactitud increíble: “El León joven dominará al viejo en un torneo, le reventará los ojos en jaula de oro y el viejo morirá de muerte cruel”. La fama del astrólogo se difundió rápidamente por Europa y Catalina lo llamó a su corte.
Cuenta la leyenda que la reina Catalina, que ya era aficionada por las pócimas mágicas, los oráculos y los afrodisíacos, se entregó con pasión a la astrología. En su habitación había dos entradas. De un lado, una puerta daba a la capilla, y del otro una puerta llevaba a la habitación de Cosimo Ruggieri, su astrólogo personal, que elaboraba horóscopos cotidianos para ella, y practicaba en ocasiones la cristalomancia, el arte de leer el futuro en los espejos.
Una noche, Ruggieri le hizo ver a la reina un espejo presuntamente mágico, donde la reina vio aparecer, una después de otra, las figuras de sus hijos Francisco, Carlos y Enrique. Primero apareció el reflejo del delfín, Francisco, que dio una vuelta por la habitación y desapareció; después apareció el príncipe Carlos, quien dio catorce vueltas, y finalmente apareció Enrique, quien dio quince vueltas. Según le explicó el astrólogo, cada vuelta correspondía a un año de reinado… después de ello, si sus hijos no tenían descendencia, los Valois llegarían a su fin.
Mientras esperaba el inevitable fin, Catalina procuró invocar a todas las fuerzas imaginables para retener el poder para sí y para la dinastía Valois. Al ascender al trono su hijo mayor, Francisco II, empezó a manejar con mano dura y hasta maquiavélica los designios de Francia, lo que le valió el apodo de “Madame Serpiente”.
El nuevo rey era muy joven, de carácter débil, una timidez patológica, personalidad insegura, por lo que la viuda florentina pasó a dirigir el reino en las sombras. Tal vez a causa de las pócimas que había ingerido su madre para combatir la esterilidad, o a causa de una tuberculosis hereditaria, Francisco II era un débil y raquítico, que respiraba con dificultad y tenía el cuerpo cubierto de llagas.
Diecisiete meses más tarde, en 1560, Francisco II murió bruscamente tras haber agonizado durante un mes. Aquejado de una violenta fiebre, su rostro se había cubierto de manchas, su aliento se volvió insoportable y un absceso que había aparecido detrás de la oreja derecha se extendió rápidamente por toda su cabeza. El fantasma del envenenamiento flotó sobre la pesada atmósfera cortesana.
Debido a que el segundo hijo de Catalina, Carlos IX, era un niño de diez años, su madre fue declrada regente de Francia. Con el paso de los años se convirtió en un joven desquiciado. La locura asesina se apoderaba frecuentemente del él durante las cacerías, donde se sentía extasiado de ver sangrar a los animales que mataba. Pasaba hasta catorce horas matando ciervos, confundía el día con la noche y casi no intervenía en los asuntos del gobierno, lo cual a Catalina le resultaba fascinante.
Mediante una inquietante combinación de astucia, intriga e inteligencia, la reina madre, que solía vestir de negro por ser una viuda, no escatimaba esfuerzos para mantener el poder de sus hijos. Para ello recurrió al su uso de veneno en sus rivales. Entre las muertes por envenenamiento que se le achacan, se señala la de su suegra, la reina Juana III de Navarra, a quien invitó cortésmente a su corte incluso prometiéndole a través de una carta que no le haría nada.
Meses más tarde, Carlos IX murió a los veintitrés años. Aunque se atribuyó la muerte a la sífilis y la tuberculosis (y Catalina culpó a los hugonotes, los protestantes enemigos de la Corona), se creía que la propia madre había impregnado con venenos las hojas de un libro sobre cetrería destinado a su yerno, el rey Enrique de Navarra.
Pero el plan falló y el libro cayó en manos de Carlos IX, porque hablaba de un tema que le apasionaba. Ayudándose a pasar las páginas del libro con los dedos untados en saliva, el rey se intoxicó y murió en medio de convulsiones y hemorragias. Tal y como le había vaticinado el espejo mágico, el reinado de Carlos IX duró exactamente catorce años. “Ruego a Dios que me envíe la muerte antes de asistir a otro espectáculo como este”, escribió la reina madre.
Los últimos años de vida de «Madame Serpiente» fueron absolutamente desgraciados y estuvieron marcados por los enfrentamientos religiosos que dividieron a Francia y dejaron miles de fallecidos. Con el paso de los años y el mantenimiento de una “gula de hiena”, Catalina terminó siendo una mujer obesa y aberrante, que tenía grandes problemas para desplazarse de un lado al otro.
Terminó sus días prácticamente inútil en una silla que difícilmente transportaban sus criados, casi “descerebrada” por los remordimientos y el rencor que sentía hacia todo el mundo, incluidos sus hijos Enrique III y la reina Margot de Navarra.
Según cuenta la leyenda, en el instante en que Catalina de Médicis abandonó el mundo de los vivos, uno de sus amuletos preferidos, llamado el “Talismán de la Felicidad”, se partió en dos. No se había despegado ni un instante de ese objeto de la suerte que le había regalado Nostradamus, asegurándole que, mientras lo tuviera, tendría salud y estaría protegida de sus enemigos.
Otra leyenda asegura que, consultado por ella sobre cuándo le sobrevendría la muerte, uno de sus adivinos le había dicho: “¡Cuídate de Saint-Germain!” Pensando que moriría en el palacio real de Saint-Germain, lo evitó durante toda su vida. Sin embargo, cuando se encontraba en sus últimos momentos, murió de repente al saber que el sacerdote que le ofrecía los últimos sacramentos se apellidaba… ¡Saint-Germain!